Economía y política en la España franquista

La Guerra Civil española supuso según Hugh Thomas o Gabriel Jackson un total de 600.000 muertos, de los cuales un tercio se habrían producido en la represión que siguió a la guerra. De ellos, un 21% habrían sido mujeres y un 79% hombres, según Amando de Miguel (Juliá, 1988).

El resultado de la Guerra Civil española, que escenificó una especie de ensayo general de la segunda guerra mundial, significó la consolidación en el poder de las clases que habían sido hegemónicas en España durante toda la Restauración. Unas clases dirigentes que se habían visto acosadas por un creciente proletariado socialista y anarquista, por el campesinado pobre y por varias generaciones de intelectuales no conservadores, muchas veces anticlericales, e incluso radicales.

Al concluir la guerra en 1939, surgió un sistema político que echó mano de miembros destacados de la coalición de fuerzas reaccionarias que habían apoyado el golpe de estado. Estaba constituido por las clases más pudientes y por los sectores conservadores de las clases medias , incluidos muchos miembros de las fuerzas armadas.

La guerra había consolidado una clase dominante estatal, en contraste con la situación prebélica, en la que cada sistema regional de desigualdad social estaba coronado por su clase alta (Flaquer et al.  1990). Algunas de estas clases altas, como los terratenientes andaluces, estaban mejor representadas en el poder de Madrid que otras, como la burguesía industrial catalana, pese a cierta integración de la aristocracia financiera catalana que había sido fomentada por Francesc Cambó desde tiempos de Alfonso XIII (Moya, 1984).

La huída de la burguesía catalana a Burgos durante la guerra civil facilitó la identificación entre todas las aristocracias y altas burguesías conservadoras españolas, lo cual hizo disminuir la endogamia localista que caracterizó a las clases altas españolas (Flaquer et al. 1990).

La ayuda bélica de parte de las potencias fascistas (Alemania e Italia) aumentó la atracción de sus ideologías, lo cual aumentó espectacularmente el número de falangistas, que pasaron de 75.000 a cerca de un millón a lo largo de la guerra. Algunos procedían de partidos católicos de derechas, pero otros procedían de clases medias e incluso populares, igual que había ocurrido en Italia o Alemania. El carlismo, sobre todo el navarro, fue otra fuente de apoyo popular que alcanzaba a parte del campesinado.

Seccion femenina saluda a Franco en Sevilla

La Sección Femenina de la Falange saluda a Franco en Sevilla

La hegemonía de las clases altas españolas tras 1939 las trabó entre sí en toda España con un grado de solidaridad que no habían tenido jamás. El ejército se erigió en árbitro aceptado, mientras que la jerarquía eclesiástica y los ideólogos católicos pasaron a ejercer un estricto control de la escuela y de la cultura.

A diferencia de otros regímenes totalitarios, la dictadura franquista no pretendió controlar la totalidad de la sociedad, ni la movilización permanente de sus miembros, sino que buscó una obediencia pasiva, fomentando la despolitización social mediante el uso de movilizaciones inocuas religiosas, deportivas y folclóricas. Con gran clarividencia, Manuel Azaña predijo que el régimen que sufriría España no sería exactamente un fascismo, sino una «dictadura militar y eclesiástica de tipo español tradicional», con sables, casullas, desfiles militares y homenajes a la Virgen del Pilar. Sólo se le escapó el uso auxiliar por el régimen de cohortes de falangistas locales, y la enorme pobreza que generaron los militares al dirigir ellos directamente la política industrial (Villacañas, 2014: 550).

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El campo de deportes de San Mamés durante un acto gimnástico (aparentemente de la Sección Femenina) celebrado como parte de las Fiestas de la Liberación de Bilbao (II aniversario), junio de 1939

Mientras la amenaza de la reforma agraria había dejado de ser la pesadilla de los latifundistas, los industriales y financieros dejaron de temer a unas clases trabajadoras cuyos dirigentes habían sido asesinados, en la mayoría de los casos por el único «delito» de no haber apoyado al golpe de estado, y sus organizaciones políticas aniquiladas. La huelga quedó proscrita y también el derecho de libre asociación política y sindical. Todos los partidos políticos fueron prohibidos, salvo el partido único, cuyo nombre completo era Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FET y de las JONS), creado desde el comienzo de la Guerra Civil Española por agregación de los que formaban el llamado bando sublevado y apoyaban la sublevación militar. A ese partido único Franco agregó posteriormente: (i) todos los cargos públicos del Estado, las diputaciones provinciales o los municipios, incluidos los profesores universitarios; (ii) Múltiples organismos de encuadramiento social, que pretendían hacerse omnipresentes en la vida pública y privada: el Frente de Juventudes (que encuadraba a los Flechas y los Pelayos: niños y adolescentes), la Sección Femenina (con una celebrada sección de Coros y Danzas para rescatar el folclore y amenizar las «demostraciones sindicales», y un programa de Servicio Social requisito obligatorio para las mujeres que quisieran hacer una carrera universitaria), el Auxilio Social (que organizaba el reparto de alimentos, la asistencia a huérfanos…), Educación y Descanso, etc. Este agregado fue denominado Movimiento Nacional, y era presidido por el propio Franco.

Los jornaleros del campo y los pequeños colonos asentados durante la República y la guerra fueron quienes más duramente sintieron las consecuencias de la derrota. Durante 1936-37 muchas tierras fueron tomadas por los campesinos y luego legalizada la nueva situación por las autoridades republicanas. De los 6,3 millones de Has. que habían sido ocupadas por los campesinos, medio millón volvieron a sus antiguos dueños por procedimientos legales, pero el resto fue recuperado por el ejercicio directo de la fuerza. El reforzamiento del poder de la Guardia Civil y la ausencia de un Estado de derecho dejó en indefensión absoluta al campesinado y a los obreros del campo, quienes fueron además obligados a aceptar salarios agrícolas un 40% más bajos que los pagados antes de la guerra. Los salarios obreros, por su parte, descendieron en un tercio del valor real alcanzado antes de la guerra (Juliá, 1988: 149). Esto provocó un descenso del consumo real durante una década, que llevó a que el nivel de vida de la mayoría descendiera por lo menos un tercio de lo que era al comenzar los años treinta.

Campesinos durante los años 50

Para nutrir la burocracia del nuevo Estado, surgió una «clase de servicio» reclutados por su «lealtad» al régimen y formada por falangistas y carlistas de rango menor, por conservadores de clase media, por dirigentes de organizaciones católicas y por pequeños  notables católicos en pueblos y barrios.

El nuevo aparato de Estado fué montado ejerciendo una represión despiadada contra cualquier movimiento de oposición. Inicialmente, esa represión incluía a liberales, regionalistas, socialistas, anarquistas y comunistas, o sospechosos de serlo, pero con los años fué haciéndose más selectiva.

Según Rojo (citado por Moya, 1984), el despegue de la industrialización capitalista en España, y la burocratización empresarial, se produjeron principalmente durante el franquismo y fueron impulsados desde arriba. Las élites protagonistas de esta modernización  económica se estructuran alrededor de un núcleo dominante, la «aristocracia financiera», históricamente estructurado entre la desamortización liberal y la dictadura de Primo de Rivera, que va incorporando lentamente a sus filas a las élites «burguesas» crecientes de nuestra economía (Moya, 1984: 88-89). Sin embargo, la mayoría de la aristocracia financiera estaba demasiado ocupada en consolidar y asegurar sus recuperados dominios, por lo que los militares desde el poder gubernamental trataron de complementar la iniciativa económica de éstos con una intervención estatal en el desarrollo industrial del país, desarrollo que era necesario en aras de los «supremos intereses de la nación». Las empresas del Instituto Nacional de Industria (INI) cumplen esa función. Se trata de una movilización de las élites en torno a un nacionalismo desarrollista liderado por los militares (Moya, 1984: 120).

El nuevo régimen afirma la condición capitalista del sistema económico nacional, el principio de subordinación del trabajo al capital, dentro de la unidad vertical de la empresa y el sindicato; sin embargo, se aleja del capitalismo liberal de origen protestante, basado en un trabajo-mercancía que es considerado anticristiano, inhumano y antiespañol, y se rechaza todo principio de racionalidad capitalista en cuanto individualista, clasista, explotadora, moderna, herética y antiespañola (Pemartín, citado por Moya, 1990). El capitalismo nacionalista del franquismo entronca más bien, según estos autores, con los principios católicos y tradicionalistas de la Contrarreforma Tridentina. Por ejemplo, el Fuero del Trabajo comienza así: «Renovando la Tradición Católica, de justicia social y alto sentido humano que informó nuestra legislación del imperio…»; y del mismo modo, la ley fundacional del industrialismo fomentado por el Estado del INI destacó en su preámbulo su función de «respaldar nuestros valores raciales» para «realizar los programas que nuestro destino histórico demanda» (ley de 25 de septiembre de 1941). Esto deriva, según Villacañas (2014) de las raíces ideológicas de la dictadura franquista, que se remontan a Ramiro de Maeztu. Éste trató de responder a la pregunta de qué había fallado en la dictadura de Primo de Rivera y, basándose en Donoso Cortés, elaboró un proyecto de dictadura soberana y constituyente de la sociedad. Según Maeztu, Primo de Rivera se había mostrado incapaz de fortalecer los dos principios esenciales de la nación española: el catolicismo y el sentido de la hispanidad, y sin ellos, los intentos de José Calvo Sotelo (ministro en la dictadura de Primo de Rivera) de generar un capitalismo español eran inviables. Para Maeztu el régimen republicano era intolerable porque hacía imposible construir un capitalismo español capaz de mantener una sociedad católica. «Este proyecto histórico deseaba ofrecerse como esquema de modernidad a la comunidad hispánica de naciones; no podía ser entendido ni realizado ni querido por los intelectuales laicos republicanos ni por los socialistas, por no hablar de los anarquistas. La tragedia que percibieron los creadores de este proyecto fue descubrir que tampoco podían contar con los fervientes católicos vascos y catalanes, en la medida en que antepusieron sus exigencias de autogobierno nacional a cualquier otra consideración objetiva. Aunque Maeztu ofreció, en su obra Defensa de la Hispanidad, una idea que era hispanoamericana, y aunque era partidario de los fueros tradicionales como portadores de los valores hispanos, esta posición no tuvo relevancia para el futuro. Su idea de dictadura soberana sí» (Villacañas 2014: 540).

Si Gil Robles hubiese vencido en las urnas en 1936 es probable que hubiese ensayado  esa dictadura bajo el esquema de los referentes alemanes, austríacos e italianos, ya sea con un civil o con un monarca en la jefatura del Estado. Pero al fracasar el golpe de estado de 1936 y tener que doblegar mediante la guerra al gobierno legítimo, la consecuencia fué que el portador de la soberanía en la dictadura acabó siendo un general victorioso.

Franco tuvo que encarnar, sin embargo, dos rasgos contradictorios en su papel de dictador constituyente: como soberano, no podía ver limitado su poder más que por su propia voluntad; pero como caudillo, luchó por una causa tradicional que él no podía definir a su arbitrio, sino garantizar su continuidad. «La voluntad soberana del Caudillo no tenía límites para constituir el pueblo español, que era el de la tradición y ya estaba constituido» (Villacañas, 2014: 542). De ahí que su principal actividad fuera la represión de todo lo que no coincidiera con ese pueblo ya existente, la supresión de todo lo que fuera evolución y novedad, que él consideraba como rasgos irrelevantes frente a una esencia eterna que caracterizaba a la raza española. Esos rasgos superficiales eran todas las perturbaciones políticas que alejaban a España del ideal del «Estado totalitario» de los Reyes Católicos y su forma imperial bajo Carlos V y Felipe II. Por ello, Franco dice en una carta de 1942, que «los males de España no venían de los años inmediatos al 14 de abril de 1931», sino de los siglos que siguieron a las mencionadas monarquías católicas.

Villacañas piensa que el franquismo en su primera época tomó la monarquía de los Reyes Católicos como modelo, instaurando algo parecido a lo que habría sido un sistema inquisitorial, que depurara al pueblo español existente de las impurezas históricas acumuladas. «La aplicación pormenorizada de la delación, la desproporción entre indicios y penas, la extensión de la criminalización a familias y linajes enteros, la concentración de la persecución en campesinos y obreros, la exigencia de retractaciones humillantes, la invocación de sucesos antiguos para justificar el crimen, todo esto constituyó un dispositivo cercano al inquisitorial». El objetivo era conseguir un pueblo puro. «Por eso fue lógico que, al igual que la Inquisición no permitiera huella superviviente alguna de los ajusticiados, el régimen franquista quisiera sepultar en el anonimato más radical a sus víctimas, perdidas en las cunetas. Y de la misma forma que, tras las miles de ejecuciones de judíos, España amaneció pobre pero dominada por el poder de los Reyes Católicos, así, tras la aplicación del nuevo dispositivo inquisitorial, España conoció décadas de pobreza y miedo, pero el régimen era sólido» (Villacañas, 2014: 543). Hay otro elemento más que asemeja la mentalidad de Franco a la de la monarquía de los Reyes Católicos y es la convicción radical de que su totalitarismo estaba legitimado por la posesión de la Verdad, tal como se manifiesta en una carta enviada por Franco a Juan de Borbón en 1944: «Lo que interesa es estar en posesión de la verdad y cuando de ello nos sentimos seguros, la hemos de defender con tenacidad» (Tuñón de Lara, 1987: 201). Una España pobre pero nuestra, católica y en posesión de la verdad, esa fue la ideología de la primera década del franquismo. Sólo si se tiene en cuenta la persistencia en el conservadurismo español, y en Franco, de ese ideal, de origen inquisitorial y luego carlista, de hacer de los españoles un pueblo puro (católico, tradicionalista, resignado, etc.) se puede entender que en 1940 hubiera doscientos sesenta mil presos en España (Villacañas, 2014: 549), y que doscientos mil personas fueran fusiladas habiendo acabado ya la guerra.

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La Ranilla. Prisión de presos políticos del franquismo.

Según Villacañas, los falangistas anhelaron desde el principio convertir el franquismo en un régimen fascista estándar, pero no lo consiguieron nunca, y ello se volvió manifiesto cuando, encargados de la redacción de los Principios Fundamentales del Movimiento (1956), se tuvieron que tragar finalmente el texto redactado por Luis Carrero Blanco. Sin embargo, tuvieron una función imprescindible en el aparato «inquisitorial» montado por el franquismo.  La eficacia de la Inquisición de los Reyes Católicos dependía de la existencia de «familiares» reclutados entre los estamentos hidalgos empobrecidos y resentidos frente a los estamentos conversos, mucho más dinámicos y activos. Se sabe que los «familiares» se beneficiaban directamente del expolio de los bienes de los delatados por ellos mismos, y de otros medios de coacción y chantaje. Esta función, según Villacañas (2014) la cumplieron los falangistas en el régimen franquista, con su estructura capilar en todo el territorio. Éstos, más allá de los miles de activistas ideologizados iniciales, crecieron con los beneficios que daba el arribismo, se hicieron con los bienes de los sindicatos y de los partidos obreros, y fueron beneficiados con pequeños puestos en los ayuntamientos, educación, estancos, y otras instituciones públicas. Se les entregó también la administración sindical y los roles de intermediarios directos con el pueblo llano, al que podían tratar, dependiendo de la situación, con paternalismo protector o mediante el terror y la denuncia. La Falange, una clientela de beneficiarios directos de Franco, con su fidelidad personal a éste, garantizaban a Franco un poder cesarista, plebiscitario y aclamatorio, como una especie de guardia personal dispuesta a todo.

El ideal de un Estado económicamente autosuficiente frente al exterior, formaba parte del nacionalsocialismo alemán y, sobre todo, del fascismo de Mussolini (Biescas, 1987), pero fue el único camino viable al principio para el régimen, tras la derrota de los gobiernos nazi y fascista que apoyaban a Franco. Las clases que apoyaban a Franco no discutieron esa política económica, porque: (i) la ruralización (más del 50% de la población volvía a ser rural en los años 40) hacía más eficaces los sistemas de control y amenaza; (ii) la jerarquía eclesiástica compartía la hostilidad a la ciudad como foco de laicismo; (iii) Franco era hostil a las formas modernas de la riqueza, para él cercanas a los masones, judíos y financieros, a quienes detestaba (Villacañas, 2014: 544). La autarquía económica se logró sólo de forma muy parcial: las malas cosechas obligaron a aumentar las importaciones de trigo entre 1941 y 1945; y productos básicos como el petróleo, los abonos, el algodón y el caucho fueron imposibles de sustituir. Así, las cifras de comercio exterior a lo largo de los años 50 eran en torno al 20% de la Renta Nacional (Biescas, 1987: 26).

El predominio de los militares y de la burocracia fascista en el aparato de Estado llevó a lo que se ha denominado una economía cuartelera que lo que pretendía era garantizar el suministro, despreciando los mecanismos de mercado. Para ello, se establecieron por ley precios bajos para los productos agrícolas básicos, que indujeron a los agricultores a labrar menos tierra, y a los que disponían de almacenes donde ocultar cosechas (los grandes agricultores), a canalizar parte de su producto a través del mercado negro, conocido como estraperlo. La consecuencia fueron años de mediocres cosechas que provocaron hambre crónica durante todos los años 40. La bajada de la capacidad adquisitiva real, unida a la baja productividad económica de la Autarquía, condujo a un nivel de industrialización que no volvió a alcanzar el nivel de 1930 hasta el año 1950 (Juliá, 1988: 149). Tales condiciones económicas facilitaron las primeras huelgas en Barcelona, País Vasco y Madrid en 1951. La autarquía favoreció, por otra parte, a un nuevo tipo de empresarios y especuladores crecidos a la sombra de las concesiones y proyectos estatales. Estos empresarios fomentaron los vínculos entre las actividades públicas y los negocios, originando un entorno de corrupción y favoritismo. Pero por encima de ellos, los miembros de la tradicional aristocracia financiera aprovecharon la debilidad financiera de las empresas españolas y del Estado para extender su influencia en el Banco de España, los consejos de administración de la banca privada, y en muchas industrias necesitadas de financiación (Juliá, 1988: 174).

La caída de París en manos alemanas en 1940 lleva a Franco a la convicción de que Hitler ganará la guerra, y el 14 de junio le ofrece a éste su entrada en la guerra, «si el Führer tenía necesidad de él». España intervendría en la guerra tras un periodo de preparación, y Alemania debería proveerle de materiales y víveres. A cambio de su participación, pedía Marruecos, el Oranesado, el Sáhara hasta el paralelo 20º y la zona costera de Guinea hasta la desembocadura del río Níger. Un mes más tarde, pedía también Gibraltar. De las cartas que Franco dirigió a Serrano Súñer en septiembre de 1940 se deduce que Franco daba por supuesto que España entraría en guerra, pero quería ganar tiempo para que fuera al final de la contienda, y se deduce que Franco seguía temiendo la reacción popular de muchos españoles: «Otra de las razones que aconsejan limitar en lo posible la duración de nuestra guerra es la disminución de la capacidad de resistencia que representa un pueblo en muchos sectores hostil a la guerra en sí y al Régimen de que fueron enemigos» (Tuñón de Lara, 1987).

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Entrevista entre Hitler y Franco en Hendaya en octubre de 1940

Los alemanes tomaron nota de la disposición de Franco, y el 23 de octubre Hitler se reunió con él en Hendaya y le hizo firmar un protocolo de participación en la guerra, a cambio de Gibraltar y promesas vagas sobre los territorios de Africa. Hitler pensaba atacar Gibraltar pasando por la Península y llamó a Serrano Súñer pocos días después, pero los recelos de Franco habían ido en aumento y respondió hablando de las dificultades existentes y rehusando dar una fecha concreta para el inicio de las operaciones. Pasado el efecto sorpresa de dar un golpe en Gibraltar, Hitler perdió interés en la participación española.

Tras la capitulación del ejército alemán de Von Paulus en Stalingrado en febrero de 1943, crece en el franquismo la inquietud sobre su futuro, en el caso de que los aliados acaben venciendo, e intenta defender su posición política proponiéndose como mediadores entre alemanes y potencias occidentales, que deberían firmar la paz entre ellos y defenderse contra el verdadero peligro: el comunismo ruso, y la revolución comunista y anarquista. Los aliados hicieron caso omiso de estas propuestas, y Hitler instó a Franco a abstenerse en seguir esa línea, que perjudicaba a la moral del Reich. Durante 1944 Franco trata de acercarse a los aliados y permitió acuerdos entre empresas norteamericanas y compañías estatales españolas.

Mientras, Juan de Borbón, apoyado por algunos militares y financieros monárquicos, proponían la conversión del régimen en una monarquía, que juzgaban más segura para los intereses de España en su relación con los países aliados. Entre ellos estaban el Duque de Alba, Pablo Garnica (presidente de «Banesto»), el duque de Arión, o los grandes capitalistas y financieros Gamero del Castillo y Goicoechea. Franco respondió con aspereza a estos actores, pero su poder político no era suficiente como para atreverse a represalias de importancia contra los potentados económicos. Los militares monárquicos fueron alejados de su entorno, y el incidente sirvió para que Franco promocionara en lo sucesivo cerca de él a militares jóvenes, que lo respetasen y que se lo debiesen todo a él. De todos modos, Inglaterra y EEUU temían ante todo las sacudidas extremistas que se pudieran producir en una Europa liberada del mazismo, y no querían crear un foco añadido de peligrosidad en la Península. Así que todos estos opositores retrocedieron en cuanto vieron que los Aliados decidían no tocar al régimen franquista, y decidieron que Franco seguía siendo la mejor carta de la oligarquía.

Con la derrota de las potencias del Eje en 1945, Franco se sintió obligado a «ponerse a la moda» de cara al exterior, y encargó la redacción de un Fuero de los Españoles, especie de carta de libertades que se parecía mucho a una declaración de derechos otorgada; a la vez, se reorganizó al gobierno disminuyendo el poder de los falangistas, y aumentando el poder de los católicos. El régimen se orientaba del todo, a partir de entonces, por la vía del nacional-catolicismo como alternativa al nacional-sindicalismo que había privilegiado la propaganda oficial en la etapa inmediatamente anterior (Tuñón de Lara, 1987: 217). A estos remoces, Franco añadió en octubre el sistema de referéndum con el que permitía cierta expresión política a todos los españoles mayores de 21 años, en una llamada «democracia orgánica» que acompañaba a su Estado «católico, social y representativo».

En la segunda mitad de los años 40, la economía de los países de Europa occidental experimentó una expansión considerable, estimulada por las inversiones americanas y los intercambios comerciales, en agudo contraste con el estancamiento español; ello llevó a los sectores más tecnocráticos del régimen a promocionar la imitación de las políticas exteriores. Franco se dejó convencer y aceptó en 1951 remodelar su gobierno, aunque su característica cautela y desconfianza le llevaba siempre a hacerlo sin que se perdiera cierto equilibrio de poder entre las fuerzas que lo apoyaban: los militares, la Acción Católica, las dos ramas en que se dividía el monarquismo, y la Falange (Juliá, 1988: 152). El resultado fue una política más abierta al exterior, más racional en el funcionamiento de las empresas públicas, y cierta ampliación de los mercados libres y de la iniciativa privada.

El avance de la Guerra Fría hizo que EEUU se interesara por usar el territorio español para controlar el Mediterráneo. El resultado fue la firma en 1953 de los acuerdos defensivos con EEUU, en que España permitía la construcción de bases militares, a cambio de la concesión de ayuda económica por EEUU. El acuerdo con la Santa Sede de ese mismo año da al régimen una legitimación y apertura exterior suplementaria.

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El jefe de estado de España, Francisco Franco, y el presidente de EE. UU., Dwight Eisenhower, en la base estadounidense de Torrejón, en los alrededores de Madrid, durante la visita del presidente estadounidense a España en 1959.

En paralelo con estas tendencias, Franco empezó a: (i) prescindir de militares en el gobierno y a colocarlos en puestos menos visibles; (ii) aceptó la entrada en puestos altos de tecnócratas del Opus Dei que defendían un proyecto similar al de Ramiro de Maeztu: un capitalismo católico, hispánico, surgido de una admiración por EEUU. Se da así por cumplido el programa de los católicos de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas de crear un pueblo puramente católico, y se sustituye ahora por el de fundar un capitalismo católico (Villacañas, 2014: 552). El falangismo va quedando cada vez más marginado y se va desideologizando, y las referencias ideológicas del régimen dejan de ser las de la guerra y la victoria y pasan a ser las de la paz y el progreso. A fin de cuentas la prosperidad económica era la baza propagandística de todos los países occidentales frente al comunismo ruso. Este nuevo estilo dominó hasta los años 60, pero la aspiración de Franco fue siempre que la nueva cultura económica no desnaturalizara al régimen.

El Opus Dei, con su nueva religiosidad centrada en la santificación por medio del trabajo profesional, era adecuado para la propagación de los valores tecnocráticos y la formación y promoción de los nuevos cuadros gestores y empresariales. Como proclamaba Ramiro de Maeztu, un intelectual con gran influencia en los miembros de la «Obra»:  «Las gentes ocupadas en el negocio se ennoblecen en el trabajo (…) lo esencial es creer que y sentir que el dinero es uno de los aspectos del poder, y éste, con el saber y el amor, uno de los elementos constitutivos del bien, y por tanto, uno de los valores supremos de la vida (…) En las raíces de la vida económica se encuentra siempre la moral. La economía es espíritu. El dinero es espíritu» (citado por Moya, 1984: 139). Maeztu y luego el Opus Dei pueden ser considerados el equivalente hispánico de la ética puritana en la promoción de un capitalismo nacional. Uno de los miembros de la Obra, López Rodó fue una figura central en la racionalización burocrática del Estado, dirigiendo los tres Planes de Desarrollo, entre 1962 y 1973. Entre 1950 y 1970 la población campesina había pasado del 49% al 30% de la población, por lo que el país estaba en condiciones de convertirse en una región económica del mundo occidental, para aprovecharse de los excedentes tecnológicos y económicos de los países occidentales desarrollados (Moya, 1984: 130).

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Franco inaugurando una fábrica de Seat en martorell el 5 de octubre de 1955

Bajo las nuevas inversiones externas, la modernización de los equipos, la mano de obra que dejaba los campos, y el turismo creciente, el PIB creció en los 60 a un 6% anual. Italia, Grecia y España crecieron de forma similar en esa época, arrastradas por Europa.

Mientras en 1966 se aprobaba en referéndum la la ley orgánica del Estado que promulgaba la futura forma monárquica para España, los falangistas se iban convirtiendo en liberales; los propagandistas católicos en demócratas cristianos, y los cercanos al Opus Dei en un grupo empeñado en eliminar las ideologías de la vida pública (sobre todo, la ideología falangista). Además, estaban los monárquicos, y las fuerzas tradicionalistas que habían apoyado la «cruzada» (Villacañas, 2014: 555). Cada grupo contaba con su medio de comunicación: los falangistas, Pueblo y los periódicos provinciales; los propagandistas, el Ya; los monárquicos el ABC, los catalanes la Vangurdia Española, y los del Opus Dei, la cadena SER y el diario Madrid.

Entre 1964 y 1972, la expansión industrial creó por primera vez en España una clase media que tenía un tamaño importante, en contraste con los años 30, donde esta clase era casi inexistente. En 1972, la clase media baja (empleados de banca, administrativos, tenderos) y la clase media alta (ejecutivos, pequeños empresarios, profesiones liberales) sumaban juntas un 25% de la población activa (Flaquer et al., 1990: 33). Además, los pequeños empresarios y muchos trabajadores liberales se convierten en suministradores de las grandes empresas, mientras que en los años 30 la exigua clase media republicana estaba muy desvinculada aún del gran capital industrial. Ambos factores ayudan a explicar la mucho mayor radicalidad de la España republicana, el que un sector importante de la clase media en la época franquista no fuera anti-capitalista, y que el mayor sentimiento anti-capitalista surgiera, al final del franquismo, entre estudiantes y profesores funcionarios, no vinculados ni dependientes de las empresas capitalistas (Juliá, 1988: 212).

Los Planes de Desarrollo fomentaron el crecimiento del número de obreros, en particular los especializados, lo que aumentó la conflictividad laboral en las factorías del INI, el cinturón industrial de Madrid, aparte de los tradicionales de la minería asturiana, la industria textil y química catalana, y la siderurgia vasca. La mayoría de las empresas industriales eran sin embargo más fáciles de controlar por su pequeño tamaño: en 1968, más del 80% de las empresas contaban con 10 trabajadores o menos.

El sindicalismo vertical estaba dirigido por hombres de la Falange, pero como tanto el corporativismo católico como el fascismo exigían el abandono de la lucha de clases y la cooperación de patronos y obreros, para regular salarios y producción, al final lo que dominó fue el corporativismo católico, y líderes falangistas como Arrese declararon que la Falange estaba «al servicio de la España auténtica», que era, «la España teológica de Trento» (Villacañas, 2014: 555). Sin embargo, la ineficacia de este aparato vertical hizo que frecuentemente capitalistas y trabajadores se relacionasen al margen del mismo, y llegasen a acuerdos salariales directamente, sobre todo a partir de 1958.

Dentro de una población con una cultura política casi nula, se fue generando dentro de los sindicatos verticales una nueva cultura obrera que buscaba satisfacer los intereses de los trabajadores dentro de los arreglos con la patronal; se fue generando así un sindicalismo paralelo dentro del oficial. Este nuevo sindicalismo era muy diferente al de la República, basado en la centralidad de la lucha de clases. Cuando a principios de los 60 el Concilio Vaticano II apostó por la democracia como el régimen adecuado a la doctrina eclesial, los elementos de la Iglesia española en sintonía con esta orientación apoyaron a esta nueva élite sindical representada por las Juventudes Obreras Católicas, el germen de las futuras Comisiones Obreras (CC.OO.). La reclamación de libertades políticas que este nuevo sindicalismo implicaba ya no se identificaba con un enfrentamiento civil, sino como una deseable aproximación a la realidad de los países europeos (Villacañas, 1914: 557). Se iba volviendo dominante la idea de que España había superado tanto la extrema división política de la República como el clima tenebroso del franquismo de los años 40. La nueva generación adulta en los 60 no había conocido la guerra y no percibía esa división ideológica de los españoles en «rojos y azules»; sin embargo, los aparatos ideológicos franquistas no notaron ese cambio y continuaron con su elaboración de historietas moralizantes de buenos y malos, con divisiones bipolares como: La España y la anti-España; franquismo-comunismo; ateísmo y masonería-religión; u orden moral-libertinaje. Estos discursos sonaban cada vez más anacrónicos e irreales al español medio (Tuñón de Lara, 1987: 497).

Según Villacañas, la cultura política mayoritaria se limitaba a desear la conservación y mejora gradual del bienestar que se estaba, poco a poco, consiguiendo (trabajo, salarios crecientes, seguridad social, pensiones, mejores escuelas…), a ser posible sin las anacrónicas e incluso ridículas personalidades del régimen.

La única oposición política radical surgió del mundo universitario, que percibía claramente la vacuidad ideológica del régimen franquista y la existencia mediocre que habían tenido sus propios padres. En el umbral de 1960 se funda el Frente de Liberación Popular (FLP) a partir de universitarios radicales católicos, el Moviment Socialista de Catalunya, y poco después ETA en el País Vasco.  Franco respondió proclamando el estado de excepción entre 1968 y 1970, lo cual fue interpretado por la oposición política como una muestra de la debilidad del régimen, que ya no contaba más que con la actividad represiva para sobrevivir. El PCE trata entonces de conseguir una mayor base popular con su política de «reconciliación nacional», y los grupos de  la nueva izquierda, que habían surgido inspirados por el Mayo del 68 y el trotskista Ernest Mandel, pronosticaron que España era el eslabón más débil de la cadena capitalista y que la futura revolución socialista se daría en este país. Esta nueva izquierda criticó la política de reconciliación del PCE. Un ejemplo fue la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), surgida de jesuitas que ejercían su apostolado en el cinturón industrial de Madrid y de su vanguardia obrera juvenil. Esta organización acabó liderada por un grupo de intelectuales vinculados al maoísmo, que imitaban el modelo de Jean-Paul Sartre tras el Mayo del 68 francés. Otro grupo era la Liga Comunista Revolucionaria (LCR), vinculada al trotskismo de la IV Internacional. También estaba el Movimiento Comunista (MC), que se extendió desde el mundo abertzale vasco, que daba su apoyo a ETA, hacia Madrid y Barcelona y otras ciudades industriales. Por su parte, la Organización de la Izquierda Comunista de España (OICE) tenía una inspiración cercana a Antonio Gramsci.

Estas organizaciones practicaban, en la mayoría de los casos, un marxismo relativamente abierto, no-estalinista, y muy teórico, obsesionado por definir la revolución que se acercaba y su modalidad, pero no dieron el paso de conectar con la violencia política antifranquista. Esto sí lo hizo el FRAP, organización que se convirtió en una especie de organización militar autoritaria que, en su aislamiento, evolucionó hacia acciones terroristas unilaterales. Por su parte, en Barcelona, el Movimiento Ibérico de Liberación (MIL) se vinculó a la tradición anarquista, y uno de sus hombres, Salvador Puig Antich, fue una de los últimos fusilados del franquismo.

Todos estos grupos inocularon una, hasta entonces inexistente, conciencia política en amplios sectores de la juventud universitaria. Cuando en 1974 estalló la Revolución de los Claveles en Portugal, los jóvenes radicales estaban convencidos de que sería posible extender sus ideas políticas a la mayoría de la población española; sin embargo, esta población interpretaba esos fenómenos como una extraña mezcla de idealismo y confusión, y a las élites políticas radicales como utópicas y alejadas (en parte, debido a la propia clandestinidad) de las necesidades cotidianas. La cultura política de la juventud radical no llegó a alcanzar a la mayoría, carente de toda cultura política real.

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Manifestación de la Junta Democrática en Alicante, en Junio de 1975.

En ese contexto, el PCE siguió apostando por su «reconciliación nacional», una vía que enraizaba en Gramsci y en el «Compromiso Histórico» de Enrico Berlinguer del PCI. Este «eurocomunismo» era un intento de aglutinar a todas las fuerzas progresistas alrededor de la vía democrática pero con una hegemonía política y económica popular. Sin embargo, esa reconciliación nacional estaba planteada de modo algo contradictorio, pues incluía también una propuesta de huelga general revolucionaria seguida de un gobierno provisional, sin tener en cuenta la escasa movilización de obreros y clases medias. Cuando en 1976 esta huelga nacional no dio el resultado esperado, los líderes políticos comunistas tuvieron que adaptarse al reformismo del pueblo español realmente existente.

En un contexto de Guerra Fría, la socialdemocracia alemana, austríaca y sueca, junto con el Departamento de Estado norteamericano, intentaron desactivar cualquier posibilidad de que el PCE alcanzara el poder gubernamental en una futura democracia española (Muñoz Sanchez, 2016; Grimaldos 2017). Para ello, financiaron generosamente al naciente PSOE renovado de Felipe González, surgido del Congreso de Suresnes de 1974. La identificación del PSOE con las prósperas socialdemocracias del norte de Europa fue un importante espaldarazo ideológico para este PSOE, renovado por su alejamiento de los objetivos comunistas.

Según Villacañas (2014: 567), la cultura plebiscitaria era la mentalidad que el franquismo había enraizado en la mayoría de los españoles, más que una cultura de verdadera actividad política. Por ello, la mayoría social estaba dispuesta a votar al líder o al partido que le llevara a ser como Europa, sin alterar el orden, la prosperidad y la paz de que gozaban, pero no a darle su militancia o su movilización. Esta actitud caracterizó los últimos años del franquismo y la Transición española, que fué entendida como el camino seguro «de la ley a la ley». Debido a esta mentalidad políticamente pasiva, los españoles vieron en los políticos a sus representantes, pero no a sus iguales, ciudadanos con quienes cooperar, participar en sus actividades y estructuras, y con quienes movilizarse. Este rasgo sigue caracterizando, aún hoy, a la cultura política española, y ha facilitado mucho más que en otros países europeos, la rápida conversión de los políticos profesionales en una especie de casta separada de la ciudadanía y corrupta.

Además del reformismo de una parte importante de las clases medias, la creciente burguesía industrial y financiera de los años 70 buscaba su legitimación en su desarrollismo, y no en su íntima imbricación con la aristocracia terrateniente, más tradicionalista, buscaba también otro tipo de relación con los técnicos profesionales y con la clase obrera, y simpatizaba con un régimen de corte liberal-democrático similar al de Europa occidental.

Por otra parte, el fuerte crecimiento de la burocracia estatal ligada al desarrollismo hizo disminuir el papel del ejército y de la iglesia en el aparato de Estado, y estas dos instituciones han sido tradicionalmente obstáculos para la instauración de las democracias. Además, la fortaleza de esa burocracia funcionarial le otorgaba cierta autonomía respecto a las coaliciones de fuerzas políticas del régimen. Los cambios en las familias políticas que constituían los gobiernos franquistas dejaban bastante indemnes a las prácticas funcionariales de la administración del Estado. Se fue haciendo evidente que era posible diferenciar el Estado, con sus prácticas racional-burocráticas, del régimen mismo, y por tanto, que una transición de un régimen de dictadura a otro de democracia era factible sin desmantelar el Estado (Juliá, 1988: 246). Un sector del régimen vio en esto la posibilidad de dar al Estado una mayor legitimidad a la muerte de Franco, sin provocar una crisis de poder. Tal legitimidad no podía provenir sino del consenso popular. La idea de reconciliación nacional, propugnada tanto por la Iglesia católica como por el PCE, y a la que se añadió el PSOE renovado, ganó adeptos también en los sectores menos tradicionalistas del franquismo y en sus funcionarios.

Según Sirera (2016), una de las facciones del régimen que apoyó la transición democrática fue la de los falangistas discípulos de Ortega y Gasset (el sector más intelectual del falangismo), quienes al verse desplazados por Franco, empezaron a gestar su crítica interna hacia la dictadura y a evolucionar hacia el liberalismo. En su elitismo liberal, esta facción convergió según Sirera con la de los intelectuales del PSOE renovado, que desde la Fundación Juan March, «habían sustituido el marxismo por la Teoría de la Modernización de Rostow que, a su vez, era marxismo sin lucha de clases, y sirvió para fundamentar que el atraso estructural de España hizo imposible la democratización y, por lo tanto, la Guerra Civil fue una fatalidad estructural. Un error del sistema sin responsables que, gracias a la inversión pública del Estado, podía ser superado. Esto permitió al PSOE construir un horizonte de futuro para su acción política sin necesidad de apelar a la democratización, al marxismo o cualquier elemento que recordase a la Segunda República» (Sirera, 2016). La Teoría de la Modernización encajaba bien con la ideología de los falangistas orteganianos y muchos de éstos acabarían en el PSOE renovado.

Estos factores pueden explicar en gran medida el consenso que facilitó, a la muerte de Franco, una transición a la democracia sin que se produjera ni una ruptura revolucionaria de la legalidad ni una continuidad formal de las anquilosadas instituciones franquistas.

Referencias

Biescas, Jose Antonio (1987). «Estructura y coyunturas económicas», en Tuñón de Lara (Coordinador): Historia de España, Vol 10: España bajo la dictadura franquista. Barcelona, Labor.

Flaquer, Lluis; Giner, Salvador; Moreno, Luis (1990). “La Sociedad Española en la Encrucijada”, en Salvador Giner (Coordinador): Sociedad y Política. Madrid, Espasa Calpe.

Grimaldos, Alfredo (2017). La CIA en España, Barcelona, Ediciones Península.

Juliá, Santos (1988). Historia Económica y Social Moderna y Contemporánea de España. Madrid, UNED.

Moya, Carlos (1984). Señas de Leviatán. Estado nacional y sociedad industrial: España 1936-1980. Madrid, Alianza Editorial.

Muñoz Sanchez, Antonio (2016). «The Friedrich Ebert Foundation and the Spanish
Socialists during the Transition to Democracy, 1975–1982». Contemporary European History, 25 (1), pp. 143–162.

Sirera, Carlos (2016). «El origen franquista de nuestro bipartidismo». http://communia.es/2016/07/31/el-origen-franquista-de-nuestro-bipartidismo/

Tuñón de Lara, Manuel (1987). «El poder y la oposición», en Tuñón de Lara (Coordinador): Historia de España, Vol 10: España bajo la dictadura franquista. Barcelona, Labor.

Villacañas, Jose Luis (2014). Historia del poder político en España. Barcelona, RBA.