Sobre Jesús el Cristo: ¿personaje histórico, mito o creación literaria?

Este artículo es un resumen de dos libros enormemente recomendables en que Jose Manuel Barreda sintetiza todo lo que los historiadores y expertos en la figura de Jesús han concluido sobre un personaje que no está claro si es histórico, mítico o literario. El primer libro, Apuntes sobre Jesús y el Cristianismo, es un ensayo que presenta gran cantidad de detalles de la discusión sobre este importante personaje. El otro, Lucía busca a Jesús, es un ensayo novelado que resume de forma muy amena las principales conclusiones de la discusión presentada en el primer ensayo.

Lo que sigue es principalmente un resumen del contenido del segundo ensayo, al que hemos añadido al final unas breves reflexiones sobre las posibles causas de que el cristianismo, que era una religión nueva similar en muchos aspectos a otras de su época, se convirtiera en tres siglos en la más importante religión de la historia de Occidente.

Hay cuatro teorías principales sobre la realidad del personaje que nos ha llegado con el nombre de “Jesucristo” o “Jesús”.

(i) Jesús no existió (tesis negacionista o mitista). Sólo es un personaje mítico introducido en los evangelios. Sustentan esta opinión autores como B. Bauer, A. Drews, G. Fau, G.A. Wells, E. Doherty, P. L. Couchoud, y J. M. Robertson.

(ii) El personaje es literario. Una invención o una síntesis de otro/s personajes previos. Sustentan esta opinión autores como L. Cascioli, F. Carotta, J. Hoffmann o D. Strauss.

(iii) Jesús existió (tesis historicista). Fue un hombre de su tiempo y lugar: un candidato mesiánico, un profeta apocalíptico o/y un rabí (maestro judío). Esta opinión es defendida por autores como S.G.F. Brandon, A. Piñero, M. Harris, R. Eisenmann, J. Montserrat, G. Puente Ojea, Á. Borghini, A. Robertson, K. Kautsky, J. Mosterín, F. Bermejo, J.D. Crossan, y B.D. Ehrman.

(iv) Jesús existió, pero no fue un hombre más (tesis confesional). En la tesis confesional moderada, Jesús fue un maestro excepcionalmente sabio. El mayor para los creyentes cristianos; uno de los más sabios para los creyentes islámicos. En su versión católica dogmática, Jesús es Dios, además de un hombre perfecto.

La tesis historicista sobre la existencia de Jesús

La tesis historicista se sustenta en la existencia de las citas a una persona de carne y hueso que hacen algunos Evangelios (sobre todo el de Marcos), y en supuestas citas, eso sí de muy dudosa credibilidad o autenticidad, de historiadores como Flavio Josefo, Tácito y Suetonio. Así como en otras del “Talmud babilónico”, un compendio de escritos judíos, que hace referencia a algún personaje similar al descrito por Marcos, aunque no coincidente con él temporal ni geográficamente.

El libro de M. Barreda (2022) presenta el resumen que hace el profesor Fernando Bermejo de la tesis historicista:

Los evangelios cuentan que era hijo de José y María, si bien algunos autores del Nuevo Testamento y prácticamente toda la Iglesia primitiva hasta mediados del siglo III, señalan que su nacimiento fue milagroso y virginal, cual héroe divinizado. De María y José lo desconocemos casi todo. Apenas se mencionan y lo que se cuenta no es muy creíble. Jesús fue, seguramente, un varón galileo de clase media, quizá tirando a pobre. Probablemente sabía leer y escribir, hablaba arameo y debía tener algún conocimiento de hebreo, griego y latín. Desconocemos su estado civil cuando inició su vida pública. Esto es, los especialistas no saben si era soltero, casado o viudo (…)

Fue un individuo profundamente religioso. Su fe y la de su familia era la propia de los hombres del Israel de su tiempo. Esto es, su religiosidad fue plenamente judía, y su Dios era el del Antiguo Testamento, con algunas modificaciones que el judaísmo había ido integrando durante las épocas exilar y helenística. Jesús compartía, pues, las creencias y prácticas religiosas de su pueblo: observancia de fiestas, asistencia a sinagogas, aceptación devota de la Ley de Moisés y de los ritos sacrificiales del Templo… Su vida pública comenzó al poco de ser apresado Juan Bautista, cuyo mensaje religioso-político y personalidad lo atrajeron hasta hacerlo su discípulo. Probablemente fue bautizado por aquél cuando iba a comenzar su vida pública. De hecho, Jesús tomó de Juan Bautista algunos motivos de predicación y su recorrido vital debe comprenderse en el contexto de una tensa espera en la instauración del Reino divino. Se consideraba que su llegada requería la depuración de los traidores y enemigos de Dios. Habría un inminente juicio divino sobre los habitantes de Israel. Al comenzar su vida pública, Jesús reunió un grupo de discípulos cuyo núcleo inicial fue de doce, en probable representación simbólica de las tribus dispersas de Israel, a las que se creía que Dios reuniría en el momento de instaurar su Reino. Jesús pretendía llevar su mensaje a todos los judíos. Predicaría por las principales villas rurales de Galilea y Judea para finalizar en Jerusalén, la capital sagrada. Pero no pretendió fundar una religión nueva, ni, mucho menos, una iglesia, en el sentido que en el marco grecorromano (y en el cristiano) adquiriría esta institución (…)

El lenguaje de Jesús era directo y popular. Accesible, pero simbólico y rico en parábolas que no eran fáciles de entender. La gente lo veía como un maestro, un rabí de la Ley que hablaba y actuaba convencido de ser un profeta o portavoz de Dios para los momentos finales de este mundo. Se veía en especial contacto con Yahvé, el dios de la Alianza del pueblo judío que, se creía, había promulgado la Ley y hablado con los Profetas. El núcleo de su predicación, su “Buena Nueva”, era el anuncio de la pronta instauración del reino de Dios, cuyas características básicas no explicaba por ser bien conocidas por sus oyentes judíos. Figuraba en la tradición profética del Antiguo Testamento y formaba parte de la esperanza popular del Israel de su tiempo. Sus parábolas pretendían precisar las características del Reino cuya instauración veía inminente. Aunque según los evangelios las explicaciones concretas se las daba a sus seguidores en privado. El mensaje del Reino de Dios, pese a su carácter religioso, tenía implicaciones materiales y políticas. Se esperaba un Imperio Judío. La tierra de Israel se erigiría en el centro del mundo y, como Yahvé prometiera a los profetas, el país gozaría de una inmensa abundancia de bienes materiales y espirituales, siendo un gran banquete un símbolo apropiado. Pero sería un régimen teocrático. En el nuevo Estado desaparecería cualquier dominio pagano. La “Constitución” de Israel sería la Ley de Moisés y no tendrían cabida en el Reino los pecadores irredentos, los judíos no convertidos, ni los paganos en general. Jesús vivía esta convicción con un entusiasmo visionario y quería hacerla real (…)

Sus seguidores le atribuyeron diversos milagros cuyo éxito quizá dependiera de la fe y confianza que se tuviera en él. Por lo demás, Jesús restringió su predicación a Israel; no fue un predicador universalista. Se sintió enviado a predicar sólo a las “ovejas perdidas” de la casa de Israel. Su trato con los paganos fue por lo general ambiguo y duro. No obstante, se dirigió de un modo especial a los pecadores y centró su atención en salvar a los sujetos marginales, a los judíos transgresores de la Torá o ley de Moisés. Jesús entendía que Dios les brindaba la oportunidad de convertirse, que estaba dispuesto a perdonarlos y admitirlos en su Reino si se arrepentían y corregían. Por otro lado, creía que la instauración del Reino requería la intervención de Dios. Quizá por ello no preconizó una revuelta armada contra la autoridad romana. Se sentía ayudando a desencadenar un milagro crucial prometido por Dios. En espera del mismo, la tarea de los hombres era convertirse, prepararse y rogar a Dios (…) En su enseñanza primaba la ética sobre el culto judío. Por ello criticaba el legalismo cerril, el sacrifico ritual y la palabrería suntuosa; y defendía la pureza interior, la misericordia y el amor al pobre, al “prójimo”. En este sentido, continuó el espíritu moral del profetismo bíblico y de una de las corrientes principales del fariseísmo de su tiempo (…)

Jesús fue un judío fiel a la Ley. Nunca quiso quebrantarla y quizá la radicalizó en ciertos puntos. Discutió su significado, unas veces para endurecer su rigor, de un modo que era común entre los rabinos, y otras para esclarecer que lo importante eran las personas: que el sábado era para el hombre, y no a la inversa. Las discusiones que Jesús mantuvo con otros grupos religiosos eran comunes en el marco de la religión judía. El judaísmo de la época era plural y los rabinos solían polemizar. Claro que el profetismo y el radicalismo escatológico de hombres carismáticos como Jesús eran fuente de polémica y respuesta social (…)

Figura: Judea en el siglo I de nuestra era

 Respecto a su recorrido vital, Jesús partió de Galilea y fue a Jerusalén en la Pascua de su último año de vida, quizá el año 30 o el 33, sea para celebrar la fiesta y predicar, o por considerar que Dios instauraría su Reino en aquella fecha y lugar. En cualquier caso, no fue para morir. Su entrega y muerte no formaban parte de su proyecto. Todos los anuncios en este sentido son inserciones evangélicas posteriores, como se deduce del comportamiento de los discípulos y del propio Jesús en el relato de la Pasión. En el templo de la capital Jesús protagoniza un incidente violento. Se discute el sentido de esta acción, pero podría relacionarse con un anhelo de limpieza cultual o de la restauración de Israel y de su Templo. Pudo ser un simbolismo profético, más probablemente que un acto guerrillero; pero, en cualquier caso, esta intervención en el santuario impidió por unos instantes la actividad comercial necesaria para llevar a cabo los sacrificios. Esta “purificación” no significa en absoluto que Jesús quisiese abolir el culto en el Templo, sino todo lo contrario. Jesús fue arrestado, juzgado y ejecutado por motivos de índole sociopolítica, no religiosa. Ambos profesores insisten en que deben descartarse como causa de su ejecución teóricas razones de índole moral o religiosa, tales como una acusación de blasfemia, proclamarse juez de vivos y muertos o pretenderse Dios. Las autoridades de Jerusalén temían desórdenes públicos, pues Jesús había entrado en la ciudad siguiendo un ritual mesiánico, siendo aclamado Mesías e imponiendo su autoridad en pleno Templo. Probablemente se manifestó contra el pago de tributo al César, o esto es lo que piensan muchos especialistas que argumentan que no se hallarían contradicciones evangélicas sobre este particular si Jesús se hubiera pronunciado inequívocamente a favor. En definitiva, el maestro fue considerado un hombre temible por las autoridades judías y romanas. En realidad, bastaba con pretenderse Mesías y anunciar que pretendía establecer el Reino. Para este fin Jesús sumaba un buen grupo de seguidores, algunos de los cuales iban armados. Como sabes, Jesús fue finalmente detenido y ejecutado como “rey de los judíos” por el peligro que para el orden público suponían las implicaciones políticas de su mensaje y su actuación en el Templo. Murió en tiempos de Tiberio, crucificado por los romanos junto a varios bandoleros. La muerte agravada en cruz estaba destinada a esclavos huidos o recalcitrantes y a rebeldes políticos contra el Imperio (…)

Pero, como subrayan J.M. Barreda, A. Piñero y F. Bermejo, esta historia no estaría completa sin incluir la reinterpretación religiosa de Jesús como Cristo celestial: «Aunque ésta sólo tiene lugar después de su muerte y no parece afectar a todos sus seguidores judíos, forma parte de la visión que hallamos en las Cartas de Pablo y de los evangelios canónicos, culminando en el último de éstos. Claro que son elementos ajenos al Jesús de la historia: pertenecen al Cristo de la fe, y evolucionan en otro marco, en comunidades religiosas o iglesias que alteran tanto la persona como el mensaje y la misma fe de Jesús. Los evangelistas, en fin, incorporarán al Cristo de Pablo, pero los historiadores críticos sostienen que esa reinterpretación casa mal con la historia de Jesús (…)

Buena parte de la concepción de Pablo se relaciona con la fe en la resurrección de Jesús. Se trata de un ingrediente básico de la nueva fe (…) pero esa resurrección va de la mano de su espera: estaban convencidos de que su Venida, es decir la Parusía, inauguraría el Reino mítico que, en su versión paulina, ha pasado a ser celestial y multirracial. Estaría destinado a una multitud de gentiles creyentes en el papel salvador de un Jesús resucitado que descendería del cielo para juzgar a la humanidad y separar a los corderos de los cabritos, esto es a los “buenos”, que se salvarán, de los “malos”, que se verán condenados a una pena eterna. La venida de Jesús sería majestuosa y escénica: los santos de las iglesias paulinas se encontrarían con él en las alturas, y los justos resucitarían en cuerpo espiritual para disfrutar del Reino. Aunque Pablo no predicara una instauración tan inminente como la de Jesús, esperaba que su venida acaeciera en pocos años (…)

El profesor Piñero esclarece que el “esqueleto” biográfico de Jesús “dista bastante de la imagen de “Jesucristo” que nos transmite la tradición eclesiástica” (…) “Entre una y otra imagen media la reinterpretación de Jesús por parte de sus seguidores, en especial los judíos de la Diáspora, de mente más universalista, que hacen una nueva lectura de los textos de las Escrituras a la luz de la creencia firme en la resurrección de Jesús. Éstos se convencen de que Jesús no ha muerto para siempre, sino que es el Viviente, que está a la derecha de Dios y que Éste lo ha constituido “Señor y Mesías”.”

«Para el profesor [Piñero], “no mucho tiempo después, en el lapso que media entra su muerte y la última edición del Evangelio de Juan, hacia el año 100, este Jesús había sido ya convertido en un Logos/Palabra divina, preexistente junto al Padre desde toda la eternidad, que por nosotros los hombres y por nuestros pecados había descendido desde el cielo, se había encarnado, (…) sufrido una muerte redentora de todos los humanos, resucitado y vuelto al empíreo de donde procedía. En año 325 un concilio de la Iglesia universal proclamaba en Nicea contra el hereje Arrio que este Jesús era el Hijo eterno de Dios desde siempre, y que nunca había sido creado, sino engendrado por el Padre desde toda la eternidad (…) En el año 451 el concilio de Calcedonia definió que Jesús: tenía dos naturalezas, una divina y otra humana, pero era una sola persona, la Segunda de la Santísima Trinidad.”

Esta es la descripción de los acontecimientos que rodearon al personaje Jesús y de las interpretaciones que hicieron sobre él seguidores posteriores, según la interpretación historicista de los historiadores más cercanos al credo cristiano. Por su parte, la tesis negacionista o mitista piensa que Jesús nunca existió, y para ello se basa en que no lo citan explícitamente ninguno de los cuarenta historiadores o escritores de la época que vivieron en los siglos I y II y podrían haberlo conocido, a saber: Apiano, Damis, Columela, Apión, Juvenal, Lucano, Apolonio, Dión Prusio, Quintiliano, Aulio Gelio, Epícteto, Marcial, Patérculo, Tácito, Filón, Pausanias, Josefo, Plutarco, Fedro, Petronio, Flegón, Hermógenes, Pomponio Mela, Plinio el Joven, Estacio, Plinio el Viejo, Justo de Tiberíades, Valerio Máximo, Suetonio, Luciano de Samósata, Quinto Curcio, Valerio Flaco, Lucio Floro, Talo, Lisias, Séneca, Theón de Esmirna, Arriano de Nicomedia, Itálico, Claudio Ptolomeo. Diez de ellos estaban bien informados sobre Palestina, por vivir allí o visitarla en el período en que debían conocer la actividad de Jesús o sus seguidores.

Pero volviendo a la interpretación historicista, el primer evangelio en aparecer históricamente es el de Marcos, “es el primer relato biográfico y es el modelo de los demás evangelios sinópticos. Marcos cuenta la historia de un hombre al que no atribuye un origen divino ni deifica. No contiene concepción milagrosa, ni historias de infancia. El relato comienza con un Jesús adulto y finaliza con su muerte y el anuncio de su resurrección por un joven vestido de blanco. Jesús no aparece después de morir, y las dos mujeres que son informadas, al llegar al sepulcro en circunstancias poco creíbles, deciden mantener en secreto lo que han visto, esto es la piedra desplazada, el sepulcro vacío y a un joven que les pide que cuenten a sus compañeros que Jesús ha resucitado. No hay visiones de Jesús, ni éste se le aparece a ninguna persona, ni da discursos, ni hay Ascensión”.

¿Hubo tradiciones orales previas en las que pudieron basarse los autores de los Evangelios?  “Christian Hermann Weisse lo hipotetizó en 1838 a fin de explicar el material común que, aparte de Marcos, utilizaron los autores de Mateo y Lucas. El documento o evangelio Q se recompuso -suponemos que parcialmente- aunando los versículos comunes a Mateo y Lucas que están ausentes en Marcos (…) La hipótesis de Weisse se vio bastante confirmada cuando entre los siglos XIX y XX apareció el evangelio copto/gnóstico de Tomás.  Una sucesión de sentencias o colección de dichos sin trama narrativa que coincidía significativamente con lo que se esperaba de Q  (…) [En Q] sólo se citan por su nombre Jesús, Juan Bautista y Herodes Antipas. No hay relato alguno de la pasión. No figura la muerte de Jesús, ni descripción alguna de su resurrección física y terrenal”. El evangelio de Marcos debió basarse en tradiciones orales o en un documento previo independiente que ha sido llamado el “relato premarcano de la Pasión”.

Figura: Fuentes posibles de los tres primeros evangelios

“Q y Tomás nos hablan de un maestro o rabí al que no divinizan y cuya muerte no abordan. Sea por desconocerla o por estimarla irrelevante, esto casa mal con nuestra historia familiar. Pero, en realidad, tampoco cuentan casi nada de su vida. Las frases del maestro aparecen esparcidas, sin elementos biográficos, en estos evangelios. Jesús no es un mesías, ni se ve juzgado. Es un maestro y profeta,  sucesor de Juan el Bautista, que encarga predicar a sus seguidores en un ambiente escatológico. Y es muy intolerante con las personas y poblaciones que no apoyen sus planes e ideas (…) Marcos es la fuente que nos aporta el relato de la Pasión. Todas las demás alusiones a la ejecución romana de Jesús derivan de él”. Es extraño que un relato como Q que debió surgir sobre el año 60 EC en la supuesta comunidad de los que conocieron a Jesús, no mencione hechos tan relevantes como sus ideas mesiánicas, su crucifixión, su resurrección o su naturaleza divina. Por ello, resulta plausible que Marcos haya construido un relato biográfico ficticio basándose en personajes literarios o en mesías históricos antiguos y no en un mesías llamado Jesús de la época de Pilatos, que ningún historiador aconfesional cita. Las dos supuestas citas sobre Jesús hechas por Josefo tienen todo el aspecto de ser interpolaciones añadidas por copistas cristianos de sus escritos según los investigadores no confesionales, pues son incoherentes en el contexto en que aparecen, y las supuestas citas de Tácito son aún más incoherentes por la lejanía de lo que relatan. En efecto, Tácito debería saber que un Cristo o Mesías no es un nombre, sino un candidato real al trono judío. Por lo que parece estar simplemente transcribiendo lo que los cristianos (que estarían comenzando a construir la historia, según G.A. Wells) le cuentan.

Resulta llamativo pues que los autores más familiarizados con el judaísmo, como Plutarco, Plinio el Joven, Tácito o Suetonio, no nombran a Jesús ni siquiera las pocas veces que, los que escriben ya en el siglo II, hablan de los cristianos. Drews asegura que “toda la literatura extracristiana [que lo menciona] es posterior al año 100”.

Las primeras teorías confesionales sostenían que existieron cristianos de primera, segunda y tercera generación. Los primeros serían los apóstoles que supuestamente conocieron a Jesucristo; los segundos serían los “padres apostólicos” (Clemente Romano, Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna, Papías de Hierápolis, Hermas, y el anónimo autor de la Carta de Bernabé), quienes supuestamente conocieron a los apóstoles y escribieron sus testimonios entre finales del siglo I y la primera mitad del II. En la tercera generación estarían los apologetas. Pero una narración coherente de este tipo no se sostiene históricamente. Sobre la primera generación no hay registros, sólo tenemos a Q y poco más. “No hay ningún testigo directo de nada de ello. Ni testimonios directos, ni pruebas independientes: no tenemos un solo cristiano que conozca al Jesús evangélico y nos hable de él. La historia se construye paulatinamente desde una decena de tradiciones diferentes, mezclándose con dioses míticos e ideas gnósticas. El germen del actual “cristianismo” sólo fue una secta más dentro del cristianismo primitivo, y no la más antigua. Hubo tal pluralidad de enfoques que no vemos brillar al Jesús galileo de referencia. No hay un personaje definido que haga de protagonista común. Los gnósticos no eran herejes, pues aún estaba por fijarse una ortodoxia. El propio Pablo es un proto-gnóstico cuyo heredero será Marción”.

Pese a tal falta de evidencias de una generación que conociera a Jesús, muchos autores confesionales cristianos han seguido hablando de “los apóstoles que conocieron a Jesús” como si de un hecho se tratara, y del Jesús de Galilea como si se tratara de un personaje histórico como Julio César o Napoleón. La mayoría de los investigadores historicistas son sin embargo mucho más cautos, y suelen distinguir entre el Cristo de la fe, que para Puente Ojea y otros muchos «jamás existió», del Jesús histórico.

Ello sugiere que cuando la necesidad psicológica de creer en dioses es grande la capacidad analítica pasa a un segundo plano. El creyente, que además ha estado oyendo durante años las afirmaciones evangélicas de otros creyentes y de las instituciones eclesiales, da por sentado que Jesús y sus discípulos existieron e hicieron lo que cuentan los evangelios, y se limita a “explicar” la falta de testimonios históricos sobre la existencia de tales personajes mediante argumentos ad hoc. Ello recuerda la frase socarrona de G. Casanova (en sus Memorias) delante de un grupo de nobles y obispos sobre las religiones del pasado: “si no supiéramos que la nuestra es la verdadera nos sorprendería la semejanza que tienen algunos de esos mitos con nuestras creencias”.

La contribución del sincretismo helenístico y del gnosticismo

La deificación del supuesto hombre Jesús fue hecha por Pablo y otros griegos de las iglesias sirias, tras la divulgación de sus cartas tras el año 140 EC. Fue también Pablo el que implantó el rito de la Eucaristía en sus iglesias, un rito similar al de los cultos mistéricos persas, egipcios y sirios a dioses como Tamuz, Osiris, Dionisos, Deméter, o Mitra, que incluían la ingesta de vino con pan o carne.

El imperio de Alejandro Magno y sus sucesores helenísticos (sobre todo el Imperio Seléucida, el Reino Grecobactriano, y la Dinastía ptolemaica de Egipto) habían comunicado filosofías de origen griego con otras de origen egipcio, persa e indostánico. Esto creó una proliferación de creencias sincréticas que trataban de explicar las relaciones del ser humano con la divinidad, entre ellas los cultos mistéricos. Para aclarar lo que comenta el libro de Barreda, podemos comentar como ejemplo el culto órfico u orfismo. Como explica https://www.studocu.com/es/document/uned/filosofia/orfismo-uned-apuntes-3/6563688, «el credo órfico propuso una innovadora interpretación del ser humano, como compuesto de un cuerpo y un alma, un alma indestructible que sobrevive y recibe premios o castigos más allá de la muerte. Un precedente puede encontrarse en Homero» y en la idea platónica de que existe un principio animador en la existencia humana y animal cuya presencia es un requisito para la vida, que es superior al cuerpo material y que sobrevive a la muerte del cuerpo. Otro antecedente parece ser el pitagorismo, que habló de un alma inmortal que se reencarna, antítesis del cuerpo y expresión de la perfección humana: de lo bueno, lo puro, lo racional y lo eterno e incorruptible; mientras que el cuerpo era todo lo que simbolizaba lo malo, lo impuro, lo irracional y lo corruptible. Muchos investigadores piensan que el pitagorismo y el orfismo tuvieron un origen común o que Pitágoras fue el autor de las primeras obras órficas.

Según las ideas transmitidas por Homero, el «alma» (psychḗ en griego), se separa del cuerpo en el momento de la muerte y va al inframundo como su imagen sombría. Homero creía que la existencia del alma después de la muerte es desagradable y que el cuerpo es el verdadero yo del hombre. Pero para los órficos y pitagóricos el alma es lo esencial, lo que el iniciado debe cuidar siempre y esforzarse en mantener pura para su salvación. El cuerpo es un mero vestido, un habitáculo temporal, una prisión o incluso una tumba para el alma, que en la muerte se desprende de esa envoltura terrenal y va al más allá a recibir sus premios o sus castigos, que pueden incluir algunas reencarnaciones o metempsicosis en otros cuerpos (y no solo humanos), hasta lograr su purificación definitiva y reintegrarse en el ámbito divino.

La barca de Caronte, que según la mitología homérica conducía las almas al Hades. Cuadro de Jose Benlliure, 1913.

Para expresar su credo, los órficos recurrieron a una teogonía distinta de la hesiódica, con rasgos orientalizantes, y a una teoría soteriológica (“salvacionista”) sobre el destino del alma que tuvo una larga influencia posterior. En particular, la interpretación órfica del mito dionisíaco explica el carácter patético de la vida humana, en una condena en que el alma debe purgar un crimen titánico. Según este mito, los antiguos Titanes, bestiales y soberbios, mataron al pequeño Dionisos, hijo de Zeus y Perséfone, atrayendo al niño con brillantes juguetes a una trampa. Lo mataron, lo descuartizaron, lo cocieron y lo devoraron. Zeus los castigó fulminándolos con su rayo (sólo el corazón de Dionisos quedó a salvo, y de él resucitó entero de nuevo el hijo de Zeus). De la mezcla de las cenizas de los abrasados Titanes y la tierra surgieron luego los seres humanos, que albergan en su interior un componente titánico y otro dionísiaco. Nacen, pues, cargados con algo de la antigua culpa, y deben purificarse en ella en esta vida, evitando derramar sangre de hombres y animales, de modo que, al final de la existencia, el alma, liberada del cuerpo, casi su tumba y su cárcel, pueda reintegrarse al mundo divino del que procede.

El proceso de purificación puede ser largo y realizarse en varias transmigraciones del alma o metempsicosis. De ahí el precepto de no derramar sangre humana ni animal, ya que también en formas animales puede latir un alma humana (e incluso la de un pariente). Al iniciarse en los misterios, el hombre adquiere una guía de salvación, y por eso en el Más Allá los iniciados cuentan con una contraseña que los identifica, y saben que deben presentarse ante los dioses de ultratumba con un saludo amistoso, como indican las laminillas órficas que se enterraban con ellos.

Otras religiones mistéricas y soteriológicas de la época helenística fueron el culto a Isis, el culto a Serapis, el culto a Atargatis, el culto a Cibeles, el culto a Dionisos, el judaísmo helenístico, el mitraísmo, el gnosticismo, o el zoroastrismo. Eran comunes también cultos que divinizaban a grandes hombres de la antigüedad, emperadores o héroes legendarios. Por ejemplo, Apolonio de Tiana, un contemporáneo de Pablo, adquirió fama de taumaturgo, profeta y mago, y un siglo y medio después de su muerte era venerado, como ser divino, junto a Abraham, Orfeo y Cristo, en el panteón del emperador Septimio Severo, quien como otros emperadores no tenía inconveniente en admitir al panteón de dioses a cualquier deidad adorada en el Imperio.

Según Mary Boyce, «el zoroastrismo es la más antigua de todas las religiones de credo reveladas, y ha tenido probablemente más influencia, directa o indirectamente, que cualquier otro culto individual». Para muchos investigadores, en el zoroastrismo se apuntan por primera vez algunos importantes conceptos para otras religiones posteriores como el de cielo versus infierno; el Día de Juicio Final o la diferencia entre ángeles y demonios, y podría ser la fuente de los componentes post-Torá más importantes del pensamiento religioso judío, que emergió durante la cautividad babilónica.

Luego tenemos el gnosticismo de los tres primeros siglos de nuestra era, de antecedentes platónicos y judaicos sin relación con el cristianismo de Jesús, dado que el texto gnóstico de Eugnosto el Beato parece ser anterior al nacimiento de Jesús. Muchas sectas gnósticas de principios de nuestra era se autodenominaban “cristianas” pero que no mencionan a ningún Jesús de carne y hueso, sino a un “Cristo” o intermediario entre Dios y los hombres. El gnosticismo cristiano, pagano en sus raíces, llegaba a presentarse como representante de su tradición más pura.

Algún gnóstico, como Marción, sí que predicó la aparición de un Jesús adulto de carne y hueso en un momento concreto de la historia (15º año del reinado de Tiberio) y en un lugar concreto. Habría sido el enviado espiritual del Dios verdadero (frente a Yahvé, que era el dios inferior que había creado este mundo material) para nuestra Salvación, y tenía un cuerpo humano, aunque sólo era aparente. El gnosticismo tuvo una gran influencia espiritual y cultural hasta la Edad Media, como demuestra el fenómeno del catarismo y su concepción del amor como anhelo de reintegración con la parte de nuestra alma que permaneció junto a Dios.

Volviendo al libro de M. Barreda, para los gnósticos, fuimos víctimas de un accidente cósmico y caímos a este mundo imperfecto dominados por la materia y el mal, porque este mundo y nuestros cuerpos son obra de un dios inferior, un demiurgo responsable de que el mal exista. Pero el Dios verdadero enviará un mensajero para nuestra salvación, alguien que nos indicará el camino. Ese enviado será espiritual e inmaterial, y sólo a fin de ser visto tomará apariencia corpórea. En su última versión gnóstica, el Logos, el Hijo de Dios, o el Cristo, “se encarnaría” aparentemente y compartiría nuestro dolor y nuestros males terrenos: ser herido, injuriado, sufrir, compartir nuestro destino mortal… Pero en realidad no padecerá ni morirá porque es inmortal y su única misión es venir a liberarnos de este mundo inferior que no es en realidad nuestro destino. Los gnósticos cristianos reclaman constituir testigos especiales de Cristo, entendido como ese intermediario o mensajero divino, y el acceso directo al conocimiento de lo divino se hace a través de la gnosis o experimentación introspectiva. De ahí que cuando un gnóstico declara haber sido testigo de Cristo (como Pablo declaró de hecho) lo más plausible es que se esté refiriendo a un momento de introspección meditativa, de arrobamiento o de éxtasis místico. En estas ideas profundizarán  durante cuatro siglos escritores alejandrinos y de la parte oriental del Imperio que no parecen saber nada de Jesús de Galilea, en contra de la versión confesional eclesiástica. Los evangelios gnósticos del siglo II desconocen el Jesús evangélico, los apologetas anteriores a Justino, que eran filósofos supuestamente cristianos, también lo ignoran. Otros evangelios concibieron una salida no mortal para Jesús, o una muerte simulada. Jesús desaparecía milagrosamente  antes de ser ejecutado, o su espíritu abandonaba su envoltorio mortal antes del suplicio, o era sustituido por otra persona que era ejecutada en su lugar. Esta última versión triunfó en varias sectas y fue adoptada por el Islam.

Escultura de Pablo de Tarso, en la entrada de la Basílica Extramuros de San Pablo. Roma.

Pablo de Tarso parece haber sido un perseguidor del cristianismo que luego se convirtió, y que vivió en el ambiente de las sectas gnósticas sirias y griegas. Al hablar de Jesús, Pablo usa frecuentemente el término Iesoûs Christós, o «Jesús el Ungido». El acto de ungirse con aceites era un rito común en algunas civilizaciones antiguas del Mediterráneo, incluida la judaica. Se creía que, mediante el aceite, la divinidad extendía su protección sobre el ungido, reconociéndole como su representante. La palabra hebrea es mashíaj, de donde proviene el término “mesías”.

La fuente principal del pensamiento de Pablo de Tarso son sus cartas, escritas antes que los evangelios y resucitadas por Marción, y que muchos investigadores consideran interpoladas (o modificadas) en parte. De las partes más coherentes de las mismas los autores historicistas deducen que el Cristo Jesús de Pablo no es otro que el mismo Jesús de Nazaret de los evangelios pero divinizado, aunque, no sabiendo casi nada de él, Pablo lo considere muy lejano en el tiempo y se desentienda de cualquier detalle de su posible vida.

“De seguir exclusivamente a Pablo, el Jesús que tenemos es un personaje celestial al que, en lugar de ejecutar los romanos, inmolan los arcontes”, que en los sistemas gnósticos son gobernantes que impiden que las almas abandonen el mundo material. La interpretación confesional interpreta la palabra como los “gobernantes de este mundo”, que se conjuran como poderes maléficos contra él (…) George Albert Wells considera que Pablo habla de Jesús «con la vaguedad y lejanía que se emplea cuando se habla de alguien legendario del que apenas tenemos datos, como si hubiera vivido dos o más siglos antes de su tiempo (…) Pablo se considera el mejor conocedor de Jesús, el que predica el verdadero Cristo, a diferencia de los demás predicadores. Ni por un momento considera que su conocimiento de Jesús sea inferior al de sus supuestos discípulos directos». En suma, aunque la interpretación confesional supone que Pablo se relaciona con testigos directos de la vida de Jesús, él mismo nos da a entender lo contrario; y, de hecho, su información de Cristo proviene de lecturas bíblicas y de experiencias visionario-auditivas que hacen pensar en alucinaciones extáticas. «Es más, aunque sus referencias a Cristo Jesús carecen de cualquier concreción, él asegura que son las auténticas frente a sus competidoras. Estamos ante un mito sin elementos circunstanciales ni biográficos. Y la razón puede ser que, como aducen los negacionistas, el Jesús evangélico aún no se ha “inventado” cuando Pablo escribe… ¿Podría Pablo discutir con testigos directos y considerarse el mejor conocedor del resucitado y el predicador más certero del Cristo? ¿No ridiculizarían los demás predicadores dicha pretensión? (…) Pablo nunca emplea la palabra “crucifixión”. Utiliza el término “stauros”, que significa “madero”, y el verbo “colgar” o “clavar”: Cristo fue “colgado de un madero” [tras su ejecución por los Arcontes] (…) Pero esa ejecución se ajusta a la judía que se describe en el Deuteronomio y no a la romana. Pablo no nombra a Pilatos, ni a soldados, ni alude a un tribunal romano. (…)

Forma como se exponía a los ajusticiados según la ley judía: colgados de un madero

Los evangelistas hablan de un mesías plausible que anuncia la “Buena Nueva” y termina siendo ejecutado, precisamente por ello. Desde entonces hasta que se produce el “giro” teológico que convierte su ejecución en voluntaria y salvadora, y anuncia su resurrección como triunfo póstumo y consuelo de afligidos, pasa un tiempo y se produce un cambio de lugar y de seguidores. Es llamativo que los evangelistas no logren cohonestar convincentemente el mensaje optimista con el que Jesús inicia su predicación con su final inesperado. Pero Pablo es anterior e ignora esa historia: su mito no tiene incoherencias. Sus epístolas desconocen cualquier cosa del Jesús histórico y del “giro” que insertarán los evangelios. Sólo nos hablan del Cristo celeste que contacta con él y le comunica su sacrificio salvador y una resurrección, y le augura que pronto bajará al mundo para instaurar el Reino del Fin de los Tiempos que anunciaran Zacarías y Daniel.”

Las cartas de Pablo aparecen alrededor del 140 EC. Antes nadie sabía que Pablo escribiera cartas, hasta la llegada a Roma de Marción, su principal discípulo, en 139 EC. Marción predicó 5 años en Roma y fue un fundador de sectas gnósticas y antijudías, antes de ser considerado un hereje y desterrado. El cristianismo era un crisol de credos por entonces y sólo tras la expulsión de Marción se organiza una Iglesia católica, que sigue el modelo organizativo jerarquizado de la marcionita, con su canon de libros sagrados aceptados: los cuatro evangelios, las cartas paulinas, las cartas de Ignacio, los escritos de los primeros padres apologetas, etc.

Las primeras teorías confesionales suponían que los evangelios existían antes que los escritos de Marción, pero no hay nadie que nombre un evangelio canónico antes de que Marción presente el suyo. “Todos los predicadores, incluidos Pablo y Marción, usan la palabra “evangelio” como sinónimo de “doctrina”. Aunque la tradición confesional y muchos autores historicistas sostienen que el evangelio de Lucas es anterior al año 100, varios especialistas argumentan que Lucas se escribió después del “evangelio” de Marción, y ya cerca del año 150, como respuesta contra el gnosticismo de éste. “La primera mención del evangelio de Lucas es muy tardía. Aun Papías, hacia el año 150, ignora cualquier cosa de Lucas. Sus primeras citas, de Ireneo, Tertuliano y Justino, son próximas al año 180 EC. En segundo lugar, el evangelio de Marción era mucho más corto que el de Lucas, y es un hecho bien conocido que las copias alargan el original, nunca lo reducen ni acortan. Y, en tercer lugar, muchos pasajes de Lucas tienen un marcado carácter antimarcionita (…) Mientras el Cristo de Marción era un espíritu divino, encarnado sólo superficial y aparentemente en un cuerpo humano, el de Lucas es un hombre altamente digno, que sufre, muere y experimenta una resurrección corpórea. Aunque deja restos de un Jesús hierático y autocontrolado, Lucas combate cualquier residuo de gnosticismo, pues su Jesús da muestras de angustia y sufrimiento al punto de sudar sangre”. La tesis de Fau es que la actual redacción de tres primeros evangelios (Marcos, Mateo y Lucas) es de los años 150-160 y que la “versión actual” del cuarto (Juan) es próxima a 170”.

El Evangelio de Juan se considera el más tardío, pero no pudo haber sido escrito antes del 135 EC, pues habla de “los judíos” con cierto distanciamiento, como si Jesús y su grupo no lo fueran, y revela un clima social en el que los judíos son rechazados en todo el Imperio de un modo que sólo llegarían a serlo a partir de 135, tras la derrota de Bar Kojba, el mesías de la última guerra romano-judía. Así pues los cuatro evangelios es plausible que fueran escritos entre el año 135 (como pronto), y el 170 EC, y sólo serán reconocidos canónicos –frente a los apócrifos- por dos o tres obispos de la línea eclesial ya cerca del año 200. “Las escasas referencias previas a 180 hablan de un texto primitivo esquemático y desorganizado; y todavía Justino, “hacia 160-165, (…) ignora la existencia de evangelios: no alude más que a una colección de “logia” (sentencias o profecías) atribuidas a Jesús (…) que califica de “cortas y lacónicas.””  ¿No resulta inconcebible que ningún cristiano del que tengamos noticia sepa nada de algún evangelio canónico hasta la segunda mitad del siglo II, y que aun entonces sólo se conozcan unos textos tan primitivos? Me pregunto qué relatos o tradiciones los convertía al cristianismo, y por qué no dan ninguna cita de Jesús… Justino no sabe nada de Los Hechos de los Apóstoles. Para varios estudiosos  “sólo contra Marción se inventarán (…) los relatos de nacimiento e infancia” de Jesús. “No existe ninguna mención de un relato de la vida de Jesús anterior a 150” y todas las “pruebas nos obligan a emplazar la composición de los cuatro evangelios después de esta fecha.”

Además, los apologetas cristianos anteriores al año 180 (Taciano, Minucio Félix, Atenágoras, Teófilo de Antioquía o el autor anónimo de la Epístola a Diogneto) no conocen al Jesús encarnado en Palestina. “Una situación como ésta lleva a decir a Earl Doherty que, “si se deja de lado a Justino, en los apologistas del siglo II se observa un silencio total sobre el Jesús histórico. De hecho, los apologistas como grupo parecen profesar una fe que no es más que una religión del Logos. [Un] platonismo que lleva al máximo sus implicaciones religiosas y las complementa con ética y teología judías. La figura de Jesús de Nazaret como encarnación del Logos es un injerto, (…) sólo acogido por Justino”. Sin embargo, tras Justino, casi todos asumen la tradición evangélica:  Tertuliano, Clemente de Alejandría, Orígenes…

Justino de Roma caracterizado como Santo. Para muchos, Justino fue el primer cristiano, es decir, el primero en creer en Jesucristo tal como lo define la Iglesia Católica actual.

El apologista Teófilo de Antioquía, por ejemplo, afirma que los cristianos, que son todos «los ungidos con el aceite de Dios», obtienen su sabiduría del Espíritu Santo. Para él, el Hijo de Dios, es la Palabra (Logos) a través de la cual creó Dios al mundo, que fue engendrada por él junto con la Sabiduría. En un pasaje notable el pagano Autolico le reta su doctrina con respecto a que los muertos serán resucitados y le exige a Teófilo: “¡Señálame aunque sea uno que haya resucitado de entre los muertos!”. Pero a este cristiano no se le ocurre ninguno (!!); no pasa por su mente que un buen ejemplo podría ser un tal Jesús el Cristo de carne y hueso. Incluso acusa a los paganos de adorar a “hombres muertos” (I. 9) y los ridiculiza por creer que Hércules y Asclepios fueron resucitados de entre los muertos (!) (Barreda, 2020, Sección III, citando a Earl Doherty).

J.M. Barreda cita el modelo de Guy Fau, que reproduce Luigi Cascioli, sobre la evolución del mesianismo desde el Antiguo Testamento a los evangelios, pasando por Pablo y Marción. Según este modelo, la mesianología  se desarrollaría en cuatro estadios, desde el Mesías esenio del Apocalipsis al Mesías de los evangelios canónicos.

“El primer estadio lo representaría el Mesías bíblico, del que se hace eco el Apocalipsis: un ser celeste gigantesco “parecido a hijo de hombre, con cinto de oro y de ojos flameantes…” Esto es, la realización de la visión de Daniel, aunque referida a un Mesías que aún no ha contactado con los hombres.”

“El estadio número dos (años 40 a 100 EC), vendría representado por el Mesías de Filón (Logos) que, siendo un ente espiritual, entra en contacto con algunos hombres que, como Pablo y los apóstoles de sus iglesias, oyen su voz. Mientras el Apocalipsis del año 95 lo presenta como visión muda, Pablo declara haber oído su voz y comprendido sus palabras.”

“El estadio número tres lo constituiría el Mesías gnóstico, que desciende del cielo tomando apariencia humana (desde comienzos del siglo II hasta el final del gnosticismo, que se extiende hasta los siglos V y VI).”

“El estadio número cuatro lo representaría el Mesías evangélico: un hombre de carne y hueso que tiene existencia histórica (desde la mitad del siglo II hasta nuestros días)”.

En este modelo, “Pablo inaugura el segundo estadio, en tanto predicaba haber oído la voz del Mesías en una revelación en el camino a Damasco. La grandeza teológica de Pablo estribaría en concretar el Logos platónico en una voz que materializa el contacto de Dios con los hombres. “¡He visto a Cristo y he hablado con él!”  El Cristo que Pablo predica “contacta con los hombres a través de la palabra.” Fau considera interpoladas todas las alusiones paulinas a un Jesús encarnado que habría venido ya.  Para él, el Cristo que desciende es el del tercer estadio, el de Marción, cuya voz se ha transformado en un ser que desciende a la Tierra teniendo sólo la apariencia de un hombre”.

Barreda (2020; 2022) sugiere que la figura de Jesucristo es el resultado del  ensamblaje de tres componentes: (i) Un dios gnóstico, mistérico o mixto; (ii) un maestro que pudo ser profeta y candidato mesiánico, con la posibilidad de que fueran dos personajes distintos, uno que predica por Galilea y otro que muere aspirando a gobernar; (iii) una serie de rellenos circunstanciales, iniciados por Marcos, para transmitir una crónica creíble.

La síntesis más creíble que concuerda con los datos y conjeturas históricas existentes la formula Barreda (2022) al final de su capítulo XVII y en los capítulos que le siguen:

“Tal vez debamos pensar en un cristianismo plural que pudo desarrollarse al margen de cualquier evangelio escrito. Y, por otro lado, en una amalgama de ideas filosóficas en liza, en un ambiente en el que había filósofos, predicadores, charlatanes y gente que buscaba una iniciación neoplatónica, estoica, gnóstica o mistérica. Existirían, además, escritos apócrifos y síntesis sincréticas. Muchos anhelaban la “salvación” en un mundo helenístico-romano en el que el gnosticismo se pondrá de moda. A mediados del siglo II se organiza lo que hoy denominamos ortodoxia cristiana y se elaboran un canon, una teología, unos evangelios canónicos y una historia unitaria e idílica. El hecho es que ninguna cita del siglo II lleva a sospechar que existan evangelios elaborados y las obras del siglo I, como Q y quizá el evangelio de Tomás, carecen de una biografía y desconocen tanto el mesianismo de Jesús como su muerte y resurrección (…) “la idea de un Jesús-hombre no aparece antes del año 150, (…) es solamente después, y en respuesta al fulgor del gnosticismo y de los enfoques cristiano-paganos, que los judaizantes pudieron confeccionar sus evangelios, con apoyo de diversos escritos procedentes de sectas paganas y judías.”  Markus Vinzent considera que Marción creó el primer evangelio y que los cuatro canónicos son plagios realizados como reacción al suyo, por varios maestros y escribas que los publicaron y atribuyeron a sendos apóstoles o discípulos. Y halla evidencias de intencionalidad editorial en las obras de Orígenes, Ireneo, Tertuliano y Justino”.

Está claro que desde finales del siglo II hay al menos dos cristianismos: un ramal centrado en la persona de un Jesús histórico oriundo de la región galilea, y otro independiente, rico en neoplatonismo gnóstico y esperanzado en un Salvador. Ambos están en pleno desarrollo y la confluencia parece darse en una facción gnóstica que dan en un credo “cristiano” que inserta un salvador judío en vías de historización (…) El mito de la deidad que sufre un sacrificio salvador que culmina en su renacimiento es un símbolo ubicuo. Éstos son los ingredientes para proponer un Cristo mediador de Dios que vendría y compartiría la suerte pasional y el renacer de otros dioses. Pero en algún momento, acaso para combatir las versiones gnósticas, el mito insertó la historia de un ser humano que plausiblemente existió. Quizá para Pablo fuera el Yeshu que muere como un maldito de la Ley [un siglo antes que el Jesús de Galilea]. Marcos y los demás evangelistas introdujeron al maestro galileo Jesús.

Ese Yeshu que recuerda Pablo pudo ser en efecto, el citado por el tratado talmúdico Sanedrín, que habla de que un tal “Yeshua Ha-Notztri”, esto es, Jesús el Guardián, quien fue condenado por magia y apostasía a morir lapidado y a que su cadáver fuera colgado “en la víspera de Pascua”. Se relata una ejecución judía por motivo religioso, de acuerdo a lo dispuesto en el Deuteronomio. Algunos autores consideraron que este pasaje se refiere al Jesús de los evangelios. Pero ello es imposible pues el aludido no sufrió una muerte romana por delito de sedición, y aquella ejecución tuvo lugar un siglo antes que la del Jesús evangélico, hacia el 65 AEC, durante el reinado de Alejandro Janneo, un rey judío que persiguió a los fariseos y crucificó a ochocientos.

La creencia en un Salvador espiritual, en un Cristo, estaba en el aire.” El dios salvador tomaría diversos nombres y apariencias, incluida la humana. Los términos “Hijo”, “Cristo” y “Logos” son intercambiables. “Cristo”, además de Mesías, pasó a significar “Logos”, “Demiurgo”, “Salvador” o “Dios”, entre los gnósticos y mistéricos.

Según algunos negacionistas, Justino incorporó un Jesús palestino al Logos de Filón. Al menos así pudo ser a nivel imperial, pero antes que Justino también lo hizo Marción y tal vez los autores anónimos de los evangelios canónicos. Sabemos que Justino escribió en Roma, hacia 145, que “la Palabra tomó forma, se hizo hombre y fue llamado Jesús Cristo”. Y Marción predicaba que Jesús apareció en Cafarnaúm de Galilea, siendo un mediador divino (demiurgo) que bajaba del cielo para salvarnos. Su misión es “de luz” y la emprende “contra el mal”, representado por Yahvé. Jesús desciende en un año y un lugar concretos, a la vista de muchos. “Después del año 150, las distintas doctrinas que mostraban una mezcla ampliamente divergente de características judías y griegas, incorporaron la historia mitificada de Jesús de Nazaret al relato teológico y la fusionaron con la figura del Cristo redentor. El Jesús Cristo que finalmente emerge es un personaje compuesto de muchos (el nombre de Jesús Cristo no fue formalmente adoptado en su forma actual hasta después del primer Concilio de Nicea.” Hacia el año 325.

Un Jesús de carne y hueso plausible

J.M. Barreda sugiere que, a la luz de las investigaciones históricas, si hay alguna fracción del personaje de Jesús que corresponda a algún humano de carne y hueso que viviera en Galilea a principios de nuestra era, este ser humano pudo ser Juan de Gamala. Para ello se basa en el análisis de Cascioli, quien buscando la ciudad concreta que citan los evangelios, edificada en una montaña sobre el lago Tiberíades, concluye que tal ciudad sólo pudo ser Gamala, en el Golán, y no la actual Nazaret, que por entonces no existía ni  se corresponde con aquella geografía evangélica.

De hecho el término “nazareno” es probable que proceda de “nasoreano”, no del gentilicio de ninguna ciudad. Epifanio, un obispo palestino del siglo IV, dice que los nasoreanos eran una secta judía precristiana que se extendía por Siria y Palestina. Eran mesianistas que seguían el mismo libro sagrado que los ossaeanos (esenios), una de cuyas tradiciones esperaba el retorno de un líder martirizado, pero ignoraban al Jesús de los Evangelios. Archibald Robertson, Arthur Drews , Robert Eisenman y William Benjamin Smith están de acuerdo en que Epifanio habla de la secta de los mandeanos, que aún sobrevivía en Iraq a comienzos del siglo XXI. Sus escasos centenares de integrantes veneran a Juan el Bautista como profeta y consideran que Jesús fue un impostor. Se llamaban a sí mismos “nasoreanos”, no por nada relacionado con un poblado llamado “Nazaret” sino con la palabra “natzar”, que significa “ver”, “guardar”, “vigilar”. Los nasoreanos daban a su Dios el nombre de nosri, esto es, protector, guardián o “Salvador”. Si los notzrim se consideraban “los guardianes» o “los vigilantes”, quizá fuera por sentirse portadores de un secreto o formando parte de una misión especial y sagrada.

El Nuevo Testamento emplea seis veces la palabra «nazareno», pero utiliza otras trece el término «nazoreano». En el Libro de los Hechos no se llama “nazareno” a un habitante de un pueblo sino a un seguidor de Jesús. Y “notzrim” es la palabra hebrea que aún designa a los cristianos, y es muy similar a las denominaciones siríaca, Nasrani, y árabe, Naṣrānī. Si Jesús era llamado “nasoreano” no debía tratarse de algo ajeno a su ejercicio.

Según A. Robertson, la palabra Nazaret debe haber sido inventada posteriormente a los evangelios para explicar el calificativo «nasoreano» por personas ignorantes del hebreo”. Aunque es plausible también que el evangelista haya querido confundir adrede el apodo con el supuesto gentilicio de una ciudad inexistente. Y posteriormente se aplicó el nombre “Nazaret” a una aldea sita en un llano, lo cual resultó incoherente con la ciudad que citan los evangelios, que supuestamente estaba al lado de una montaña.

El calificativo “Jesús el Nasoreano” aparece además una vez en la literatura rabínica, tal como mostraron Robert Eisler y Archibald Robertson. Un rabino llamado Eliezer ben Hircano, que  enseñó entre los años 90 y 130, comentó al rabino Akiva una frase que un discípulo de Jesús el Nasoreano le habría oído a éste. La frase es un ataque sarcástico realizado por ese tal Jesús contra el sacerdocio de Jerusalén. Que Jesús de Galilea se refiriera así al sacerdocio judío parece coherente con lo que los evangelios cuentan de él. Y la cita parece de una fecha próxima a la de la supuesta actividad del Jesús de los evangelios.

Sin embargo ese rabino llamado Jesús el Nasoreano no es coherente con el judío de Gamala de Cascioli: ““Si Jesús resulta ser de Gamala, ¿quién podría ser sino Juan, el nieto del rabí Ezequías? Basta sustituir en los evangelios “Nazaret” por “Gamala” para que todo aparezca claro (…) Jesús es el producto de una transformación construida sobre Juan, hijo de Judas del Golán”. Ambos llevaron los apelativos “de Gamala”, “el Galileo” o “el golanita””. Además, los nombres de tres de los hermanos de Jesús, Simón, Santiago y Judas, coinciden con los de Juan de Gamala.

Robert Ambelain, por su parte, dice que Jesús no era Juan de Gamala, sino su primo.  La cuestión es que ambos relacionan a Jesús con aquella familia. Con el rabino Ezequías, su hijo Judas, sus nietos y otros protagonistas de las guerras judeorromanas que reivindicaban el trono de David, la expulsión de los romanos y un sumo sacerdocio limpio de traidores. Así que, en efecto, hubo una familia que se consideró heredera al trono, proporcionó candidatos a reyes-mesías durante más de un siglo, vivió en una ciudad que coincide con la descripción que hace Lucas de la de Jesús, y se movió por la zona del Lago Tiberíades o Mar de Galilea.

De hecho, Judas “el Galileo” fue llamado “el Cristo”. Pero los nombres sólo coinciden parcialmente. Ezequías murió en un encuentro armado contra las tropas de Herodes el Grande. Judas continuó su lucha, emprendiendo ataques contra guarniciones y tropas romanas. En 6 EC, en la llamada “Guerra del Censo”, fue aclamado “Cristo” y asaltó la guarnición romana de Séforis, la capital de Galilea, a 7 km de la actual Nazaret, pero luego fue prendido y muerto por suplicio. Fundó el movimiento zelote y Josefo lo describe como un “filósofo” que “fundó” la cuarta secta del siglo I. Los hijos de Judas continuaron su lucha y reivindicación dinástica.

En conclusión, el Jesús de los evangelios pudo estar basado en la biografía de Juan de Gamala, en la del rabino Jesús el Nasoreano, o en la del hereje judío Yeshua Ha-Notztri (ejecutado el 65 AEC), o en una combinación literaria de los tres personajes, confundidos voluntaria o involuntariamente o vagamente recordados. No se puede deducir mucho más. Lo escaso e indirecto de las pruebas disponibles, y lo tardías que son las primeras referencias a Jesús el Cristo, dejan abierta también la posibilidad de que en realidad no haya ninguna persona de carne y hueso tras el personaje de Jesucristo, como afirman los negacionistas, y el personaje humano biografiado en los evangelios sea exclusivamente literario.

Como afirman los negacionistas, los escenarios evangélicos y muchas de las frases atribuidas a Jesús en ellos fueron inventados por redactores que no son testigos de lo que narran. Los especialistas conocen bien el ambiente histórico de la época de los evangelios y la naturaleza del Reino propugnado por el personaje protagonista. El ambiente mesiánico y revolucionario de la época aparece esporádicamente en los evangelios, aunque contaminado por una historia paralela destinada a negar la involucración del protagonista en el mismo. Los especialistas han filtrado sistemáticamente las afirmaciones que pueden ser consistentes históricamente de las que no, y han obtenido así un Jesús históricamente verosímil, tan creíble como -en sus respectivos contextos- don Quijote o Guillermo Tell, pero esto no implica que el personaje sea real e histórico. Claro que se obtiene un maestro “posible”, que pudo predicar una ética de tipo mesiánico, etc., pero creado a fuerza de seleccionar, con esfuerzo, unas unidades textuales coherentes dentro de las obras devotas, y de eliminar cuanto se demostró falso.

Ahora bien, ¿es históricamente creíble un personaje del que sólo nos informan unas fuentes religiosas y ninguna independiente? ¿Es real cualquier personaje cuyo retrato nos sea reconocible? De ser así, habrían existido Sancho Panza, el rey Lear, Cordelia, o sir Lancelot. Además, ¿es histórico un personaje en cuya descripción sólo un 5-15% parece tener una base histórica coherente? El personaje histórico que parece surgir del filtrado científico de los evangelios tiene un parecido marginal con el Jesucristo que describe el dogma católico.

Otro argumento que esgrimen los negacionistas es el dilema de E. Doherty: “Si Jesús hubiera ejercido en sus seguidores y en los miles de creyentes que respondieron a su mensaje, el efecto explosivo que se afirma de él, dicho hombre tuvo que haber brillado en el firmamento de su tiempo. Los historiadores no podrían ignorarlo. Si por el contrario, fue un sabio anodino, discretamente seguido, hasta el punto de dejar escaso eco, sin realizar prodigios ni hazañas, ¿por qué iba a ser posteriormente deificado?”

Tales son los argumentos negacionistas o mitistas, que prefieren considerar un mito al personaje de Jesús. J.M. Barreda admite como plausibles estos argumentos negacionistas, pero se mantiene en una interpretación historicista. Principalmente, debido a los detalles de imperfección que conserva la descripción de ese Jesús evangélico: se enfada cuando se le pide una curación; llama «esa zorra» a Herodes Antipas; es acusado de predicar que no se paguen los tributos; tiene seguidores que se disputan su puesto en el futuro Reino; se compara con «el novio» que va a la boda; habla contra los ricos; pone el ejemplo de un rey que ordena ejecutar a aquellos que no quisieron que gobernara sobre ellos, etc. Estas descripciones representan una «lectio difficilior» (el texto más inesperado es probablemente más auténtico que otras versiones) difícil de explicar en un personaje que, si fuera puramente inventado, debería ser más ideal y sabio que el que se describe. ¿por qué terminaron añadiendo a este mesías Jesús y no a otro? La respuesta es difícil, pero J.M. Barreda considera plausible la existencia de un mesías judío de carne y hueso. Los judíos pudieron considerarlo  un maestro revolucionario en la línea de Judas, pudo tener seguidores que apuntaron sus palabras (documento Q) y quizá otros que apuntaron sus pasos por Jerusalén y su final como candidato mesiánico (crucifixión como «rey judío»). Tal vez las primeras versiones evangélicas fueran rebeldes, pero debieron reelaborarse como prorromanas y espiritualizadoras del Reino y del personaje en un sentido paulino. Después de la 1ª guerra la versión triunfante sólo podía ser prorromana, del mismo modo que todos los cristianos que quedaban eran romanos, en general de habla griega. Tal vez después de la 2ª Guerra romana (3ª, si consideramos segunda la rebelión de Kitos o el exilio) aparece Marción con su evangelio gnóstico, los evangelios definitivos en versión antimarcionita (o al menos el de Lucas), la construcción de una ortodoxia triunfante (separada del gnosticismo), y todo el resto de la historia cristiana hasta hoy día.

La ética de Jesús el Cristo

Si nos atenemos al personaje histórico que parece protagonizar los evangelios, la ética de Jesús no era tan pacífica como la de Pablo, y era circunstancial, esto es, estaba centrada en un fin político-religioso, y no era aplicable universalmente sino sólo mientras duraran los tiempos en que se lucharía por preparar el  reinado del nuevo mesías judío. Pablo la volvió universalista, tolerante hacia otras etnias y hacia los imperios terrenales, y enfatizó el concepto de amor, que aparece mucho más en sus cartas que en todos los evangelios juntos.

Gran parte de la ética añadida por Pablo y los cristianos a la figura de Jesús no es original  sino que se predicaba en culturas religiosas vecinas. El libro ejemplifica esto con citas religiosas egipcias y rabínicas anteriores a nuestra era:

He contentado a Dios con lo que Él quiere: He dado pan al hambriento, agua al sediento, vestido al desnudo, una barca al que no tenía…”.

“¡Feliz día! El cielo y la tierra se alegran, pues hete aquí, gran señor de Egipto. Los desertores vuelven a sus ciudades, los que se escondían, salen; los que tenían hambre se sacian alegremente; los que tenían sed, se embriagan; los que estaban desnudos, visten lino fino; los que estaban en harapos, visten vestidos blancos; los que estaban en prisión, son liberados. Los tristes están alegres; los que provocaban disturbios en este país, se volvieron pacíficos…”

“¡Ha nacido! ¡Oh venid y (…) adorad al hijo engendrado por el propio Dios!”

Todo lo anterior es egipcio; y lo que sigue, pertenece a rabinos fariseos pre-evangélicos:

“¿Has visto jamás a un pájaro o a un animal del bosque que deba preocuparse de su comida, asegurándosela por medio del trabajo? Dios les da la comida sin que la ganen con sus esfuerzos. (…) ¿Le ha de convenir, pues, preocuparse por las necesidades materiales?”

“¿Viste jamás a un león alquilarse como mozo de carga, a un ciervo recoger las mieses del verano o a un lobo vender aceite? Y, a pesar de todo, estas creaturas se perpetúan, aunque ignoran toda preocupación por la comida. Pero yo, que soy creado para servir a mi creador, ¿debo estar más preocupado por mi subsistencia?”

“Y vosotros ahora, queridos hijos, amad cada uno a vuestro hermano, con corazón bueno, alejad de vosotros el espíritu de la envidia.”

“Amé al Señor con toda mi fuerza, y amé a todos los hombres como a mis hijos; haced como yo, hijos míos… y domaréis las bestias feroces, teniendo junto a vosotros al Dios del Cielo, que acompaña a los hombres de corazón simple…”

“Vi a un necesitado desnudo en invierno, y por piedad aparté un vestido de mi casa y lo di al desgraciado. También vosotros, hijos míos, tened piedad de todos sin distinción, y dad a cada uno de buen corazón lo que Dios os ha dado. (…) Porque Él tiene piedad de los hombres, en la medida que ellos tienen piedad de su prójimo. Hijos míos, amaos los unos a los otros y no penséis cada uno en la maldad de vuestro hermano.”

“El hombre valiente tiene piedad de todos, aunque sean pecadores, aunque le quieran mal. De este modo quien hace el bien vence a los malos, estando protegido por el bien que les hace. (…) Tiene piedad de los pobres y es compasivo con las enfermedades de los débiles; pone a Dios por encima de todo; protege a quien teme a Dios y ayuda a quien ama a Dios; avisa a quien desprecia al Altísimo y le convierte, y ama de todo corazón a quien tiene la gracia de un buen espíritu” (…). “Si hacéis el bien, los espíritus impuros huirán de vosotros, y las bestias salvajes os temerán…”

“No debes odiar, ni siquiera en tu corazón.”

“Ama a quien te castiga.”

“¿Es posible que quien teme a Dios pueda odiar a un hombre y considerarlo su enemigo?”

“Un rabino perdona, antes de acostarse, a todos los que le hayan ofendido durante el día.”

“Es mejor ser insultado por los otros que ser quien insulte.”

“Colócate entre los perseguidos y no entre los perseguidores.”

En conclusión, la ética que se suele asociar al personaje de Jesucristo se encuentra también en otras religiones de su época, entre ellas la antigua religión judía. El cristianismo fue en general una de las muchas religiones toleradas en el imperio y pronto se convirtió en la favorita de varios de sus emperadores. Jose Manuel Barreda no halla indicios históricos de persecuciones sistemáticas hacia los cristianos antes del 250 EC: Varios investigadores se propusieron cuantificar el número de cristianos condenado a muerte circense. Revisaron numerosas actas de condena y hallaron muchos testimonios y sentencias escritas, pero ni un solo caso de cristiano sentenciado a ese suplicio por el hecho de serlo… Las persecuciones masivas son cosa de los siglos III y comienzos del IV [llegando a producir casi 4.000 víctimas cristianas], aunque las más duras serán las que emprenda la Iglesia [provocando muchas sentencias legales, y ejecuciones de cristianos, por violencia contra sitios paganos de culto y desórdenes públicos]. Barreda también subraya el “silencio absoluto de los demás autores anti­guos [a excepción de un supuesto comentario de Tácito probablemente interpolado] sobre las pretendidas persecuciones de los primeros cristianos bajo Nerón en conexión con el incendio de Roma. De haber existido alguien que hablara sobre el suceso, sería Jose­fo, puesto que eran sus compatriotas judíos quienes habrían sucumbido a causa de él” (…) “Tras la Antigüedad, la Edad Media parece igno­rar, también completamente, la persecución de los cris­tianos bajo Nerón: la ignoran las innumerables leyendas de mártires y santos, que se deleitan con una voluptuosidad perversa en las torturas sufridas por los cristianos. Ningún cronista de la época, Freculphe, Vicent de Beauvais, Jacques de Voragine, nos dice nada so­bre el particular. Ningún autor hace la menor alusión de ello, aunque hablen de Nerón…” Tampoco Dante conoce el episodio. “Resulta evidente que este escrito [que corrige a Tácito es] del siglo XV (1420 y ss) (…) Se trata de una falsificación manifiesta debida, probable­mente, al mismo Poggio Bracciolini, tan famoso por sus humanidades como por sus descubrimientos y ventas de antiguos manuscritos” (Hochart, citado por Arthur Drews).

Con esto finalizamos el resumen de los dos excelentes libros de Jose Manuel Barreda.

El que los primeros cristianos se tomaran en serio su ética, en un mundo con los valores greco-romanos en decadencia, pudo ser una de las claves del triunfo del Cristianismo como religión frente a otras creencias contemporáneas suyas. Contreras (2018) apoya esta tesis, que procede de Rodney Stark, uno de los más prestigiosos sociólogos de la religión contemporáneos. Stark analizó las posibles causas de que una secta judía marginal pudiera convertirse en tres siglos en la más importante religión de la historia de Occidente. Stark subrayó, entre otros factores, que los cristianos atendían a los enfermos durante las epidemias –a diferencia de los paganos, que los abandonaban a su suerte por miedo al contagio. Ello parece haber provocado una tasa de supervivencia hasta tres veces mayor entre los cristianos primitivos, y mostró a los paganos una plausible superioridad moral de la nueva religión. Contreras cita como ejemplo la devastadora plaga del año 165, en la que Galeno, el gran referente de la medicina romana, huyó de la capital para evitar el contagio. En contraste, muchos cristianos se quedaron, exponiendo sus vidas para cuidar a los enfermos. “El emperador Juliano (“el Apóstata”), que a mediados del siglo IV intentaría infructuosamente restablecer la hegemonía del paganismo, se lamentaba así en 362 en carta a un sacerdote pagano de Galacia: “Creo que cuando los pobres fueron descuidados e ignorados por los sacerdotes [paganos], los impíos galileos tomaron nota y se dedicaron a la beneficencia. […] Los impíos galileos sostienen, no solo a sus pobres, sino también a los nuestros […]”.

A diferencia del mensaje cristiano, los dioses paganos no planteaban exigencias morales, y podían ser sobornados mediante ritos y ofrendas para que concedieran favores terrenales. Además, el paganismo no prometía una vida después de ésta (salvo vagas noticias de un Hades muy poco sugestivo). Lo racional, desde esas premisas, era actuar como Galeno: anteponer la salvación del propio pellejo –que es lo único que tenemos y tendremos nunca- a cualquier consideración altruista. Los cristianos, en cambio, creían que “nuestros hermanos que han sido liberados de este mundo [contagiados por los agonizantes a los que atendían] no deben ser llorados, pues sabemos que no se han perdido, sino que solo nos preceden en el camino” (Cipriano, obispo de Cartago, en 251).

Se añade a esto la distinta concepción de la familia y la descendencia femenina que divulgaron los cristianos, en contraste con la que practicaban los romanos paganos. Roma padeció un problema de infranupcialidad e infranatalidad ya en su época republicana, que no haría sino agravarse en la etapa imperial: “prevalecía la infecundidad”, reconoce Tácito en sus Anales (3, 25). Según historiadores como Parkin o Devine, es probable que ya en el siglo I no se llegase siquiera al reemplazo generacional. A partir del siglo III comienza el proceso de desurbanización: las ciudades pierden población, algunas quedan abandonadas. A falta de romanos, Marco Aurelio recurre ya en el siglo II al reclutamiento de germanos y escitas en sus legiones. La infranatalidad podría haber derivado del desprecio hacia lo femenino y la práctica del infanticidio femenino que caracterizan a las sociedades muy belicosas, como lo era la romana (comentamos esta tesis de M. Harris en Materialismo Cultural y Modos de Producción). El neonaticidio –especialmente el femenino: era raro que las familias criasen a más de una hija- era permitido por las leyes, justificado por los filósofos y ampliamente practicado: “Si [el hijo que esperas] es un varón, consérvalo; si es una niña, deshazte de ella”, ordena en el siglo I por carta un tal Hilarión a su esposa Alis. El aborto estaba a la orden del día, pese al peligro que suponían para la mujer los toscos procedimientos empleados, como ingerir un veneno en dosis solo ligeramente inferiores a las letales para un adulto, o los truculentos métodos para la extracción del feto.

Otra razón asociada que alega la fuente citada fue la infra-nupcialidad. Con una ratio de unos 140 varones por cada 100 mujeres en el siglo I, debido al neonaticidio femenino masivo, no todos los varones encontraban esposa, y muchos varones podían satisfacer sus necesidades sexuales recurriendo a esclavas, a prostitutas o a la homosexualidad.

Según esta fuente, la clave del éxito demográfico cristiano fue la sacralidad de la vida y de la familia; y también cierta dignidad que concedía a la mujer. Los cristianos no mataban a sus hijas (“se nos ha enseñado que es perverso exponer a los recién nacidos”, explica San Justino en su Primera Apología): por tanto, no les faltaban mujeres; por tanto, se casaban y procreaban más. Se casaban, además, a una edad más tardía que las paganas -lo cual revela ya un mayor respeto por el discernimiento de la mujer- y más a menudo con cónyuges de su elección. Los cristianos consideraban sagrado el vínculo conyugal, y por tanto no se divorciaban, a diferencia de los paganos. Tenían a menudo una prole numerosa, ateniéndose al “creced y multiplicaos”. Desaprobaban las prácticas eróticas evitadoras de la procreación. Sus exigencias de castidad pre y extramatrimonial eran simétricas, vinculando tanto a varones como a mujeres. Abominaban del aborto y del neonaticidio: “no asesinarás a tu hijo mediante el aborto ni le matarás cuando nazca”, proclama la Didaché, un texto catequético [supuestamente] de finales del siglo I.

En una carta a su esposa, Tertuliano afirma (Tertuliano, A su esposa, I, 5, siglo III): “[Los cristianos] nos buscamos cargas que son evitadas por la mayoría de los gentiles, que son obligados por las leyes [a tener hijos] y están diezmados por los abortos”.

El apoyo imperial al cristianismo debió de ser otro factor decisivo. Podemos conjeturar que las autoridades romanas acabaron apoyando a un cristianismo cuya ética era una copia de la judaica, porque en el judaísmo esa ética era puesta con frecuencia al servicio del mesianismo nacionalista anti-romano, mientras que entre los cristianos esa ética había sido universalizada por Pablo y sus continuadores, y se había vuelto compatible y complementaria con el poder imperial.

Esto nos lleva sin embargo a otros temas, más sociológicos que históricos, que merecerían ser investigados aparte.

Referencias

Barreda, Jose Manuel. Apuntes sobre Jesús y el Cristianismo. Amazon, versión Kindle, 2020.

Barreda, Jose Manuel. Lucía Busca a Jesús. Ediciones Corona Borealis, Málaga, 2022.

Contreras, Francisco José (2018). Por qué triunfó el cristianismo. https://www.actuall.com/criterio/laicismo/por-que-triunfo-el-cristianismo/

El amor en Occidente

El libro El Amor y Occidente, de Denis de Rougemont (Ed. Kairós, 2006) es una obra clave para entender el origen de la manera como los occidentales vivimos lo que llamamos «amor romántico».

En un lugar de esta obra, el autor sugiere que cuando un occidental dice «amor mío», se está refiriendo, en primer lugar, a una persona física, el objeto de su amor; pero a la vez, está aludiendo a una parte de él o ella misma, que le falta, y que la otra persona representa. Y, según Rougemont, esta forma de vivir el amor procede del misticismo cátaro. Es más, invierte la interpretación freudiana de que el amor romántico es una sublimación del instinto sexual, para afirmar que la interpretacción del amor como un acto sexual es una mundanización de un éxtasis místico previo, que toma el éxtasis sexual como una forma de aproximarse al éxtasis místico del que procede.

Para Rougemont, el lenguaje pasional expresa, no el triunfo de la naturaleza sobre el espíritu, sino el exceso del espíritu sobre el instinto. “El amor existe cuando el deseo es tan grande que supera los límites del amor natural”, decía el trovador Guido Cavalcanti en el siglo XIII. Y el hecho de superar los límites del instinto, define al hombre en tanto que espíritu. Este hecho solo es el que nos permite hablar.

El amor-pasión, que es el «amor al amor» según Rougemont, es el impulso que va más allá del instinto y, con ello, miente al instinto, que sólo busca la satisfacción inmediata.

En lo que sigue, resumiremos el contenido del libro, añadiendo de vez en cuando algunos comentarios interpretativos.

 

El mito de Tristán e Isolda

Este mito celta de la saga de los de Los caballeros de la Mesa Redonda, de alrededor del año 1120, para Denis de Rougemont, es uno de los mitos más importantes e influyentes de la cultura occidental, porque trasluce un conjunto de metáforas constituyentes de la manera en que esta cultura concibe el amor.

Wagner plasmó la leyenda en la ópera Tristán e Isolda, estrenada en 1865 en Munich y estrenada en España en 1899 en el Teatro del Liceo de Barcelona. En esta ópera, Tristan es presentado como el héroe romántico condenado por su destino, que no es otro que la Voluntad schopenhaueriana, autor de quien Wagner era profundo admirador. Para algunos críticos de Wagner, esta ópera constituyó el cénit de la música semitonal occidental y dio paso a la investigación en nuevas formas musicales. El liebestod final o “muerte de amor” de la soprano Isolda es uno de los pasajes más populares del repertorio operístico.

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La historia de Tristán e Isolda

Tristán nace en desgracia. Su padre acaba de morir y su madre Blancaflor no sobrevive al parto. De ahí el nombre del héroe y el cielo de tormenta que cubre la leyenda. El rey Marcos de Cornualles, hermano de Blancaflor, se lleva al huérfano a su corte y lo educa.

Un gigante irlandés, Morholt, acude a Cornualles a exigir su tributo en jovencitas o jovencitos, pero Tristán da muestras de poderes sobrenaturales ya de adolescente y, recién armado caballero, mata a dicho gigante. En la lucha, sin embargo, recibe una estocada envenenada. Sin esperanzas de sobrevivir, embarca a la aventura llevándose sólo su espada y su arpa, hasta abordar la orilla irlandesa. La reina de Irlanda es la única que posee el secreto del remedio que puede salvarle. Pero el gigante Morholt era hermano de esa reina y Tristán se guarda de confesar su nombre y el origen de su mal. La princesa real Isolda, lo cuida y lo cura. Así termina el prólogo.

Unos años más tarde, el rey Marcos decide casarse con la mujer de la que un pájaro le llevó un cabello de oro, y que resultará ser de su sobrina Isolda, y encarga a Tristán la búsqueda de esa “desconocida”.

Una tempestad arroja de nuevo al héroe a Irlanda. Allí combate y da muerte a un dragón que amenazaba la capital (motivo consagrado por muchas tradiciones posteriores). Herido por el monstruo, Tristán es cuidado de nuevo por Isolda. Un día ésta descubre que el herido no es sino el asesino de su tío. Coge la espada de Tristán y amenaza con matarle en su baño. Entonces éste le revela la misión que el rey Marcos le encargó. Isolda se detiene, pues quiere ser reina y también admira la belleza del joven.

Tristán y la princesa navegan hacia las tierras de Marcos. En alta mar, el viento amaina y el calor es pesado. Tienen sed y la sirvienta Brangania les da de beber, por error, el “vino con hierbas” destinado a los esposos, que es un filtro de amor preparado por la madre de Isolda. Lo beben y entran así en un destino “que no les abandonará ni un día de sus vidas, pues han bebido su destrucción y su muerte”. Se confiesan su amor y ceden a él.

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Pese a la falta, Tristán sigue comprometido con la misión que recibió del rey. Conduce pues a Isolda a Marcos, pese a la traición que le ha hecho. Brangania, sustituyendo a Isolda con astucia, pasa la primera noche nupcial con el rey, salvando así a su ama de la deshonra (se supone que por haber perdido ya la virginidad) a la vez que expía personalmente el error fatal que cometió con la bebida.

Sin embargo unos barones “felones” denuncian al rey el amor de Tristán e Isolda y Tristán es desterrado. Pero gracias a una nueva astucia (escena del vergel), convence a Marcos de su inocencia y vuelve a la corte.

El enano Froncín, cómplice de los barones, intenta sorprender a los amantes sembrando “flor de trigo” entre el lecho de Tristán y el de la reina. Marcos encomienda una nueva misión a Tristán y éste, quiere reunirse una última vez con su amiga la noche antes de su partida. Salva de un salto el espacio que separa los dos lechos, pero una herida reciente en su pierna se abre con el esfuerzo y deja unas gotas de sangre. Marcos y los barones, alertados entonces por el enano, irrumpen en el dormitorio y ven las manchas de sangre, prueba del adulterio. Isolda será entregada a una banda de leprosos como castigo, y Tristán, condenado a muerte. Se evade (escena de la capilla), libera a Isolda y con ella se adentra en el bosque de Morrois.

Durante tres años llevan en él una vida “áspera y dura”. Un día Marcos les sorprende durmiendo, pero Tristán, no se sabe si intencionadamente o por azar, ha colocado su espada entre los cuerpos desnudos (esto lo hacían los caballeros que habían jurado vasallaje a una dama que amaban, generalmente ya casada, cuando dormían con ella, como símbolo de la castidad que iban a mantener durante la noche). Emocionado por lo que toma como un signo de castidad, el rey no los toca y, sin despertarlos, sustituye la espada de Tristán por su espada real.

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Pasados tres años, el filtro deja de actuar. Sólo entonces, Tristán se arrepiente e Isolda se pone a añorar la corte. Van en busca del ermitaño del bosque Ogrín, quien les recrimina: “¡El amor por fuerza os domina! ¿Cuánto durará vuestra locura?”. Pero ellos no se pueden arrepentir de su amor mutuo y no piden perdón, pues dicen no ser responsables de él: “Señor, por Dios omnipotente, él no me amara ni yo a él si no fuera por un cocimiento del que bebí y él bebió: ese fue el pecado”. Por mediación de Ogrín, Tristán ofrece al rey la devolución de su mujer y Marcos promete su perdón. Los amantes se separan cuando el cortejo real se aproxima, pero Isolda suplica a Tristán que permanezca en el país hasta estar segura de que Marcos la trata bien. Y le declara que se reunirá con él a la primera señal de su parte, sin que puedan retenerla “ni torre, ni muro, ni castillo fortificado”.

En casa de Orri, el guardabosque, tienen varias citas clandestinas. Pero los barones felones sospechan y fuerzan un “juicio de Dios” para que Isolda pruebe su inocencia. Gracias a un subterfugio triunfa en la prueba: antes de agarrar el hierro candente, que supuestamente deja intacta la mano del que no miente, jura no haber estado jamás en los brazos de ningún hombre, aparte de los de su dueño y los del campesino que acaba de ayudarla a bajar de la barca. Pero tal campesino era Tristán disfrazado y Dios parece condescender con tal juramento literalmente cierto…

Pero nuevas aventuras se llevan lejos del país a Tristán durante un tiempo, y la falta de noticias hace que piense que Isolda ha dejado de amarle. Es entonces cuando consiente en casarse, más allá del mar, “por su nombre y por su belleza”, con otra Isolda, “la de las blancas manos”. Tristán la dejará virgen, pues añora a “Isolda la rubia”.

Finalmente, herido de muerte y envenenado de nuevo por esta herida, Tristán hace llamar a la reina de Cornualles, la única que aún puede curarle. Llega, y su barco enarbola una bandera blanca, signo de esperanza. Isolda la de las blancas manos vigila la llegada y, atormentada por los celos, se acerca al lecho de Tristán y le anuncia que la vela que llega es negra. Tristán muere sin esperanza. Isolda la rubia desembarca en ese instante, sube al castillo, ve el cuerpo de su amante, lo abraza y muere.

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La lucha entre código medieval y amor cortés

La novela de Tristan e Isolda es la primera en la que los códigos de la “caballería cortés” se ponen por encima del derecho feudal. Esta clase de novelas sustituyeron a partir del siglo XII a las dominantes hasta entonces, que eran los cantares de gesta.

El caballero bretón, exactamente igual que el trovador del sur de Francia, se reconoce vasallo de una Dama elegida, aunque de hecho continúa siendo vasallo de un señor. De ello nacen conflictos de derecho, en los que esta novela toma partido sistemáticamente por el código de caballería “cortés”. Por ejemplo, llama la atención que se llame “felones” a unos barones que sólo están mostrando lealtad a su señor, denunciando las infidelidades de Isolda. Según el código de vasallaje, serían “felones” si no lo hicieran. Por lo tanto, se les llama felones en virtud de otro código, que es el de la caballería del Midi: es felón todo el que revela los secretos del amor cortés.

El amor cortés nació de una reacción contra la anarquía de las costumbres feudales. El matrimonio en el siglo XII se había convertido para los señores en una simple herramienta para enriquecerse y anexionarse tierras en forma de dotes o herencias. Cuando tal negocio funcionaba mal, se repudiaba a la mujer, muchas veces con el pretexto del incesto. Bastaba con alegar sin demasiadas pruebas un parentesco en cuarto grado para obtener la anulación por parte de la iglesia. A tales abusos, generadores de querellas y guerras interminables, el amor cortés opuso una fidelidad independiente del matrimonio legal y fundamentada sólo en el amor. Llega incluso a declarar que el amor y el matrimonio no son compatibles, como en un famoso juicio que tuvo lugar en casa de la condesa de Champagne, una de las promotoras del amor cortés.

Como Tristán y el autor de la obra comparten tal actitud, la felonía medieval y el adulterio son excusados o incluso exaltados como expresión de fidelidad a una ley superior que es el donnoi, es decir, el amor cortés. Donnoi, o domnei en provenzal, designa una relación de vasallaje instituida entre el amante-caballero y su Dama o domina.

Orígenes de la actitud del amor cortés

Es conocida la descripción que hace Nietsche de los orígenes de la actitud racional en la Grecia de Sócrates y Eurípides [Nietsche, El Nacimiento de la tragedia]. Para el griego de tiempos de homero, el cuerpo estaba animado por una fuerza vital que salía del cuerpo cuando éste moría, sin embargo, este aliento vital era algo aparentemente no unificado por una pulsión principal. Era propio de los estados superiores de ánimo el estar como infundido de energía superior, a la que se daba procedencia divina (“Era Marte que me cegó”). La ética homérica exaltaba un estado de inspiración maníaca, que era también aquella en la que los poetas creaban.

El giro de la época de los sofistas consistió en la invención del alma [Escohotado 1975]. Para Platón, que articula filosóficamente ese concepto y actitud, el alma es la Idea de la vida en cuanto el viviente participa de ella, e incluye facultades racionales, facultades apetitivas y facultades pasionales. Pero la experiencia de estar constituidos por una pluralidad de lugares es una experiencia de error e imperfección. Por el contrario, hay una capacidad en el espíritu humano que es la de verse a sí como uno, a pesar de la multiplicidad de sus determinaciones y experiencias. Esta capacidad es interpretada por Platón como un signo de su afinidad en naturaleza con lo eterno y uno, que para él es superior a lo cambiante y efímero. Esta capacidad es la facultad racional del alma. Al igual que el cuerpo tiende a la salud, el alma tiende a un estado de orden donde la razón está en primer lugar. La razón es la capacidad de ver el Orden de las cosas.

Platón nos habla en Fedro y en El Banquete de un furor que va desde el cuerpo hacia el alma, para trastornar su orden con una especie de inspiración maníaca o arrebato de origen divino, que llamará Entusiasmo, que significa “endiosamiento”. Se trata de una especie de delirio divino o Deseo Total por un ser amado, al que el alma no consigue oponerse con sus facultades racionales. Rougemont le llama Eros y quizás algunos griegos clásicos responzabilizaran a este dios Eros del “rapto” que sufrían cuando tenían este sentimiento. Desde nuestra mentalidad contemporánea, atea y cientifista, podríamos llamarlo también “deseo arrebatado” y también “amor-pasión”.

Eros y Psique-museo-del-louvre

EROS Y PSIQUE trasera

Fotos: Eros y Psique. Museo del Louvre, París.

 

Rougemont sugiere influencias iraníes y órficas en la Grecia clásica para explicar el origen de esta actitud que en lo sucesivos denominaremos “pasión”. Sin embargo, bien puede haber una tendencia humana extendida en muchas culturas a divinizar el propio deseo cuando éste se percibe como inmanejable por la propia voluntad y opuesto a las convenciones sociales. En cualquier caso, como dice Marina (El Rompecabezas de la sexualidad), todas las culturas humanas parecen haber conocido algo parecido al Eros griego y todas se han prevenido contra él por considerarlo antisocial, peligroso para las instituciones. Llevados por esa pasión irracional, los hombres son capaces de romper los matrimonios, cometer incesto, romper los límites entre hombre y animal y entre hombre y Dios, decían los antiguos griegos.

Plotino y el Aeropagita, al igual que otros neoplatónicos, enseñaron esta actitud de origen arcaico a los hombres de la Edad Media, sobre todo en sus formas místicas: unión del alma humana con Dios en los estados de amor más elevados.

En contraste con el amor-pasión, el cristianismo ortodoxo promovió un tipo de amor que consideraba superior al Eros y que denominó con la palabra griega Ágape.

Agapē (en griego αγάπη) es el término griego para describir un tipo de amor incondicional y reflexivo, en el que el amante tiene en cuenta sólo el bien del ser amado y no el propio. Filósofos griegos del tiempo de Platón emplearon el término para designar el amor universal, opuesto al amor personal, sea amor a la verdad o a la humanidad.

El cristianismo ortodoxo afirma que entre Dios y el hombre hay un abismo esencial y ninguna unión sustancial entre ambos es posible. Sólo una “comunión” cuyo modelo está en el “matrimonio” entre la Iglesia y su Señor. Para que se produzca esa comunión debe haber un descenso de la Gracia que va de Dios al hombre.

Para Rougemont el Eros o amor-pasión es una especie de fusión o disolución del individuo en el dios. En el Ágape en cambio, para que haya comunión es necesario que haya dos sujetos y que estén presentes el uno para el otro, o sea que sean prójimo el uno para el otro. Además, el sujeto del Ágape mantiene en todo momento su facultad racional ordenando sus actos y sus deseos, a diferencia del sometido a la pasión.

Así, podríamos decir que ágape describe la relación estable y comprometida que existe entre dos individuos que se quieren profundamente, pero libres de pasión.

A partir del siglo III, la religión Maniquea se extendió entre la India y Europa promoviendo una versión muy particular del “amor-pasión” que relajaba las prevenciones contra esta clase de amor, siempre que se manifestara dentro de un contexto místico o religioso. Originaria de Irán, la doctrina de Manes tomó formas cristianas, budistas, musulmanas o zoroastrianas según el lugar geográfico en que evolucionó.

El dogma fundamental de todas las sectas maniqueas es la naturaleza divina o angélica del alma, que está prisionera de las formas corporales creadas y de la noche de la materia. El lamento del alma es:

Salida de la luz y de los dioses; Héme aquí exiliada y separada de ellos (…) Soy un dios de dioses nacido; Pero reducido ahora al sufrimiento.

Rougemont enfatiza que la fe maniquea es esencialmente lírica: no se presta a ninguna exposición racionalista y objetiva; sólo se realiza en una experiencia a la vez angustiada (por el estado caído) y entusiasmante (por la naturaleza angélica del verdadero yo).

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La influencia de Mani se prolonga en los siglos siguientes a través del gnosticismo y en las sectas neomaniqueas de Asia Menor, de las que se nutre a su vez la herejía cátara o “albigense” del siglo XII en Europa.

Según la “Iglesia del Amor” que es como se llamó también a la herejía cátara, Dios es amor, pero el mundo es malo. Dios no puede ser pues su creador, que es en cambio, el Príncipe de las Tinieblas, el Ángel Caído o Lucifer, llamado El Demiurgo por los cátaros. Éste tentó a las almas o ángeles diciéndoles que “más les valía estar abajo, donde podrían hacer el mal y el bien, que arriba, donde Dios sólo les permitía el bien”. Lucifer les mostró a las almas “una mujer de belleza resplandeciente” para acabar de convencerlas. Las almas-ángeles, habiendo seguido a Satán y a la mujer de belleza resplandeciente, fueron presa en cuerpos materiales, que les eran y continúan siéndoles extraños. El alma, desde entonces, se encuentra separada de su espíritu, que continúa en el Cielo. Tentada por la libertad, se ha hecho prisionera de un cuerpo con apetitos terrenales, sometido a las leyes de la procreación y la muerte. Pero Cristo vino entre nosotros para mostrarnos el camino de vuelta hacia la luz. Ese Cristo, parecido al de los gnósticos y al de Manes, no se encarnó de hecho: sólo tomó la apariencia de un hombre.

Los maniqueos conocían desde hacía siglos los mismos sacramentos que los cátaros: la imposición de las manos, el beso de paz y la veneración de los puros. La veneración maniquea se dirige siempre a la “forma de luz” que en cada hombre representa su propio espíritu, que permaneció en el cielo, fuera de la manifestación, y que acoge el homenaje de su alma por un saludo y un beso.

Lucifer sólo reinará mientras dure el error de las almas. Al término del ciclo de sus pruebas, que comporta varias vidas, la creación será reintegrada a la unidad del Espíritu original, los pecadores serán salvados y el propio Satán volverá a la obediencia del Altísimo.

La secta se dividía en los “Perfectos”, que habían jurado solemnemente su renuncia al mundo y al contacto con su mujer caso de estar casados, y los simples “creyentes”. San Bernardo de Claraval, que combatió la herejía con todas las fuerzas de su inteligencia, pudo decir de los Cátaros: “No hay ciertamente sermones más cristianos que los suyos, y sus costumbres eran puras”.

La condena de la carne es de origen maniqueo y albigense, aunque tiene raíces platónicas.

La escuela Sufí del Islamismo y el Tantrismo indio podrían ser influencias más o menos lejanas del amor cortés.

El tipo de amor que cantan los trovadores en las regiones en que se extendía la herejía cátara era un amor, según Rougemont, del tipo Eros o pasión, completamente simbiótico con la religiosidad cátara.

 

El éxito de esta clase de amor, en contra del ágape cristiano ortodoxo entre las élites es explicado por Rougemont diciendo que el matrimonio cristiano impuso una fidelidad de por vida (sacramento) que fue insoportable para muchos. El amor-pasión promovido por los gnósticos y por los cátaros fue una alternativa creíble y opuesta al nuevo sacramento.

 

Tanto trovadores como cátaros glorifican la castidad y el amor sin realización, permanentemente buscado e insatisfecho, se burlan del matrimonio, y promueven una especie de “amor al amor” por encima de la posesión del objeto amado concreto. A veces, dice Rougemont, los trovadores que exaltan a su dama-señora parecen estar hablando de la María-Sofía de los gnósticos (el Principio Femenino de la Divinidad) y otras veces del Anima o de la parte espiritual del hombre a la que el alma presa llama nostálgica. El rito de vasallaje a la Dama-señora en el amor cortés se parece a la escena cátara del momento de la muerte, cuando la forma de Luz, la que es su espíritu, se le aparece al sujeto y le consuela con un beso, mientras su ángel, saliendo del cuerpo, le tiende la mano derecha y le saluda igualmente con un beso de amor. Así dice la leyenda que murió el trovador Jaufré Rudel en brazos de la Condesa de Trípoli, recibiendo, un beso, una mirada y un saludo.

amor y muerte cátara

Como afirma René Nelli, “los documentos del siglo XIII revelan que casi todas las damas de Toulouse, Albi, Carcasone y el Condado de Foix, que acogían y protegían a los trovadores, eran, en vísperas de la Cruzada contra ellos, si no “perfectas” al menos “creyentes” (citado por Rougemont). En 1250, tras la sangrienta y lamentable cruzada que destruyó toda la región, el catarismo estaba definitivamente vencido, pero la Iglesia encontraba aún ante ella esa otra herejía, “el Amor”, que sabía muy bien “que había hecho siempre causa común con el catarismo” (René Nelli). Según este autor, unos quince trovadores fueron cátaros o al menos “catarizantes”, entre ellos Raimon de Miraval, Raimon Jordan, Peire Vidal, Guilhem de Durfort, Pedro Rogier de Mirepoix y Mir Bernat, así como Peire Cardenal. Y se podría decir que la totalidad de ellos estaban sumergidos en la cultura cátara de la región incluso si no eran conscientemente “catarizantes”.

Los trovadores recogen también elementos de la retórica erótica sufí.

Por ejemplo, según los místicos de la escuela iluminista de Sohrawardi en Irán, una joven deslumbrante espera al fiel a la salida del puente Cinvat y le declara: “¡Yo soy tú mismo!”. Y según ciertos intérpretes de la mística de los trovadores, la Dama de los pensamientos no sería sino la parte espiritual y angélica del hombre, su verdadero yo.

Pablo Zarate-El Puente Chinvat

Obra «El Puente Chinvat», de Pablo Zárate. https://www.behance.net/gallery/89122/El-Puente-Chinvat

 

La prosodia del zéjel es la misma que reproduce el primer trovador, Guillermo de Poitiers, en cinco de los once poemas que nos quedan de él, así que la influencia andalusí en los poetas corteses parece demostrada.

A su vez, el assay o asag, prueba a la que la Dama somete a su aspirante, podría tener un origen gnóstico transmitido en Occidente por los cátaros y recuerda a las teorías tántricas de la India. El asag se convertirá en el siglo XIII en la prueba heroica de la castidad guardada en el lecho, desnudo con desnudo, como en muchos romances en que los amantes se acuestan desnudos pero separados por una espada, un cordero o un niño; y si ceden al deseo, es la prueba de que no se aman con fin’s amors, con verdadero amor en el sentido cortés.

“Ya no es amor cortés si se materializa o si la Dama se entrega como recompensa”, escribe Daude de Prados, quien da precisiones sobre los gestos eróticos permitidos con la Dama. Y Guiraut de Calanson: “En el palacio (de la Dama) hay cinco puertas: quien puede abrir las dos primeras pasa fácilmente las otras tres, pero le es difícil salir de ellas … se accede por cuatro grados muy dulces, pero no entran ni villanos ni patanes”. Guiraut Riquier, el último trovador, comentará estos versos así: “Las cinco puertas son Deseo, Plegaria, Servir, Besar y Hacer; por ellas Amor perece”. Los cuatro grados son “honrar, disimular, bien servir, esperar pacientemente”. En cuanto a Falso Amor se ve denostado: “se pone del lado del Diablo quien incuba Falso Amor” (¿acaso no es el Diablo el padre del mundo material y de la procreación, según el catarismo?). Contra algunos trovadores que abusan demasiado a menudo de las ambigüedades encerradas en el “servicio” de amor cortés, Cercamon dice: “Esos trovadores, mezclando la verdad con la mentira, corrompen a los amantes, a las mujeres y a los esposos. Os dicen que Amor va al revés y por ello los maridos se vuelven celosos y las damas están angustiadas… Esos falsos sirvientes hacen que gran número abandonen el Mérito y alejen de sí a Juventud”.

La “Alegría de Amor” de los trovadores no es solamente liberadora del deseo, sino también fuente de juventud, de un modo que recuerda a las teorías tántricas orientales: “Quiero conservar (a mi dama) para refrescarme el corazón y renovar mi cuerpo de modo que no pueda envejecer… Quien consiga poseer la alegría de su amor vivirá cien años” (Guillermo de Poitiers).

Es sabido que el catarismo se infiltró entre las monjas beguinas y los monjes beguines de San Francisco a partir del siglo XIII. Nelly escribe: “(no hay) ninguna duda sobre la difusión entre los beguines de semejante búsqueda de la tentación “meritoria” y “saludable”. Y G. Roux declara que según los beguines “nadie puede ser declarado virtuoso o virtuosa si no pueden tenderse en un lecho, desnudo contra desnuda, sin cumplir el acto carnal”.

Para Rougemont, la retención impuesta sobre los amantes por las damas creyentes combina dos motivos: (i) la voluntad de los trovadores de exaltar el deseo indefinidamente, y (ii) la voluntad gnóstica y cátara de triunfar sobre el deseo y evitar las consecuencias procreadoras de la materia (ascetismo de los perfectos o puros). El amor cortés y el catarismo, sin dejar de ser ideologías distintas, entraban sin embargo fácilmente en simbiosis.

Rougemont sintetiza así los orígenes del amor-pasión: “Asistimos en el siglo XII, tanto en el Languedoc como en Lemosín, a una de las más extraordinarias confluencias espirituales de la Historia (…) Una gran corriente religiosa maniquea, que tenía su fuente en Irán, remonta por Asia Menor y los Balcanes hasta Italia y Francia, aportando su doctrina esotérica de la Sofía-María y del amor a la “forma de luz”. Por otra parte, una retórica altamente refinada, con sus procedimientos, sus temas y personajes constantes, … y su simbolismo, remonta desde Irak y los sufíes platonizantes y maniqueizantes hasta la España árabe y, pasando por los Pirineos, encuentra en el Midi una sociedad que, al parecer, no esperaba mas que esos medios de lenguaje para decir lo que no se atrevía ni podía confesar en la lengua de los clérigos ni en el habla vulgar. La poesía cortés nació de este encuentro.

Pistis Sophia

Figura: Pistis Sophia

A ese flujo poderoso del Amor y del culto a la Mujer idealizada, la Iglesia y la clerecía trataron de oponer una creencia y un culto que respondiese al mismo deseo profundo y colectivo. De ahí las tentativas multiplicadas, desde comienzos del siglo XII, de instituir un culto a la Virgen. María recibe a partir de esta época el título de Regina Coeli, y en lo sucesivo el arte la representará como reina. La “Dama de los Pensamientos” de la cortesía será contrapuesta y combatida por “Nuestra Señora”. Y las órdenes monásticas que aparecen entonces son réplicas de las órdenes caballerescas: el monje es “caballero de María”. La “inmaculada concepción” de María es otra innovación de la iglesia de la época, absurda y escandalosa para muchos teólogos, pero que obedeció a la presión cultural de la época.

CORONATION como Regina Coeli

Imagen: Coronación de la madre de Cristo como Reina del Cielo

 

La psicología del amor cortés

El matrimonio, no tenía para los antiguos paganos más que una significación utilitaria y limitada, análogamente a cómo lo sentían los orientales clásicos. Además, las costumbres permitían el concubinato. El matrimonio cristiano, que es impuesto por los primeros emperadores romanos cristianos como un sacramento, impuso a las masas una fidelidad que para muchos resultaba insoportable.

La fidelidad que impuso el amor cortés se opuso, no sólo al matrimonio, sino también a una satisfacción definitiva del amor, como si intuyera que “deja de ser amor lo que se convierte en realidad”.

En Tristán e Isolda, como en otras novelas posteriores, cuando no hay obstáculo para el amor, los protagonistas parecen inventarlo. Por eso, el tema de la novela parece ser sobre todo el amor al amor en sí mismo. Para la permanencia del amor, la novela parece intuir, es necesaria una fuente permanente de impedimentos.

Tristán e Isolda no se aman. Lo que aman es el amor, el hecho mismo de amar. Y actúan como si hubiesen comprendido que todo lo que se opone al amor lo preserva y lo consagra en su corazón, para exaltarlo. Y esta exaltación del amor exige una fidelidad a él que no puede pararse ante las instituciones ni ante el matrimonio instituido. Están “arrebatados” más allá del bien y del mal definidos por la sociedad, como en una fatalidad que les empujara, incluso a veces a costa de la propia tranquilidad y felicidad.

El romanticismo tomó esta actitud como paradigmática y éticamente importante, asociándola a la obligación que todos tenemos de expresar nuestra naturaleza interior, como creadora de sentido en un mundo que no tiene un sentido preestablecido evidente. El héroe romántico de los tiempos de Wagner es un individuo que expresa su profundidad interior dando así un posible sentido a la vida humana y al mundo. La pasión es una hacedora de sentido que no puede estar supeditada a la razón, que no es otra cosa que otra pasión más, una pasión con voluntad organizadora de otras pasiones.

La vida de un héroe romántico es siempre necesariamente una carrera de pasiones y de transgresiones que impiden al héroe un descanso definitivo en una satisfacción permanente. La dificultad, el impedimento al deseo, es lo único que es una fuente de sentido, o sea, de pasión renovada. Lo único que vacuna contra el tedio, la novela amorosa y siglos más tarde el romanticismo parecen intuirlo, es la imposibilidad de realizar el deseo. El obstáculo último y definitivo, el único capaz de eternizar la pasión, haciendo que triunfe definitivamente sobre el deseo, sería en última instancia la muerte.

El amado es un “elegido” por mi profundidad interior y yo soy el elegido de la otra persona. Un doble narcisismo en el que uno ama al otro a partir de sí, no del otro. Narcisistas que sólo pueden fundirse en el seno del impedimento definitivo que es la muerte. Esto es lo que dice la “vieja y grave melodía” orquestada por el drama de Wagner:

“¿Para qué destino nací?  ¿Para qué destino? La vieja melodía me repite: ¡Para desear y para morir!”

Pero los amantes románticos llegan a tal punto porque conceden a su amor un valor ético y epistemológico, de conocimiento, que nos dice algo importante y desconocido que, a través de otras maneras de sentir y de vivir, está vedado.

“¡Liberado del mundo, te poseo al fin, oh tú, la única que llenas toda mi alma, suprema voluptuosidad de amor!” (Wagner: Tristán e Isolda).

Toda la poesía de Occidente procede del amor cortés y del román bretón, que se deriva de él. A este origen debe nuestra poesía, según Rougemont, su vocabulario pseudo místico.

San Agustín escribe esta oración: “Te buscaba fuera de mí y no te encontraba, porque estabas en mí”. Habla a Dios, al amor eterno. Pero supongamos que un trovador haya expresado la misma plegaria fingiendo dirigirse a su Dama. El amante profano habituado a estas metáforas estará tentado de ver en esta frase la expresión de la pasión que ama: la que se gusta y se saborea en sí, en una especie de indiferencia hacia su objeto viviente y exterior. Así amaba Tristán a Isolda: no en su realidad, sino en tanto que despierta en él la quemazón deliciosa del deseo. El amor-pasión tiende a confundirse con la exaltación de un narcisismo…

“Amor mío” en el fondo de la mente del amante exaltado por la pasión significaría en gran parte “Amor que sale de mi interior” hacia una Idea, no hacia una persona concreta. Esto podría ser así en el trovador del siglo XII y, en parte, podría seguir siendo así para el amante arrebatado de hoy en día.

Puede que el «amor al amor» que es el ingrediente principal del amor-pasión del enamorado occidental adquiriese tanto prestigio en occidente porque se parece a la añoranza cátara (sin posible realización durante la vida) del alma humana encerrada en el cuerpo hacia su propio espíritu, que se ha quedado fuera del cuerpo. Y el ideal de encontrar la media naranja, aunque de origen platónico, también subyace en ese anhelo cátaro y gnóstico de reintegrarse con el otro yo («la forma de luz») del alma de uno. Como en la hermosa leyenda de los místicos de la escuela iluminista de Sohrawardi en Irán, en el que una joven deslumbrante espera al fiel a la salida del puente Cinvat y le declara: “¡Yo soy tú mismo!”.  Poderosa imagen, a pesar de los siglos transcurridos.

En esa transposición objetiva pero no conscientemente blasfema que tuvo lugar tras el siglo XII, la conciencia moderna creyó ver un dato primario. Creyó poder explicar la mística pura por la pasión humana, basada en la semejanza de las metáforas místicas con las metáforas de unión sexual. ¿Y de donde venían esas metáforas de la unión sexual y de la pasión? De una mística, como hemos visto, pero disfrazada, perseguida y luego olvidada … pero traspasada a las costumbres como poesía. Tan olvidadas que los místicos cristianos utilizarán sus metáforas convertidas en profanas como si fueran totalmente naturales. Y nosotros haremos luego lo mismo, y también nuestros eruditos.

Y finaliza Rougemont: “Allí donde la ciencia proclama que la mística resulta de una sublimación del instinto, será suficiente con cambiar el sentido de la relación constatada y escribir que “el instinto” en cuestión resulta de una profanación de la mística  primitiva (gnóstica, sufí y cátara)”.

Que los místicos cristianos se apoderasen de las metáforas sexuales no significa en modo alguno que “sublimen” pasiones sensuales, sino simplemente que la expresión habitual de esas pasiones, creadas además por una mística anterior, conviene a la expresión del amor espiritual  que viven.

Para Rougemont, el lenguaje pasional expresa, no el triunfo de la naturaleza sobre el espíritu, sino el exceso del espíritu sobre el instinto. “El amor existe cuando el deseo es tan grande que supera los límites del amor natural”, decía el trovador Guido Cavalcanti en el siglo XIII. Y el hecho de superar los límites del instinto, define al hombre en tanto que espíritu. Este hecho solo es el que nos permite hablar.

La pasión, el amor al amor, es el impulso que va más allá del instinto y, con ello, miente al instinto, que sólo busca la satisfacción inmediata.

 

La contradicción pasión – matrimonio

La herejía cátara de los partidarios del amor cortés se oponía al matrimonio católico en los tres puntos que le daban fundamento ideológico. Negaba que fuera un sacramento, por no estar establecido en ningún punto explícito del evangelio. Condenaba la procreación, por corresponder a la ley del Príncipe de las Tinieblas, que según ellos era el auténtico demiurgo de este mundo visible. Finalmente, criticaba un orden social que permitía y exigía la guerra y la justificaba religiosamente.

Es con los Cátaros que la pasión se convierte por primera vez en una especie de manifestación de un Eros divinizante. No legitiman el adulterio, pues ellos pregonan la castidad y el Amor en sí. Pero de su influencia social deriva que desde el siglo XII en lo sucesivo, el adulterio de Tristán, sin dejar de ser una falta, está revestido al mismo tiempo del aspecto de una experiencia vital más bella que la moral. Una especie de poema o drama profano cuyo poder de seducción ha ido en crescendo hasta llegar al máximo con el romanticismo. A partir del siglo XII el individuo que comete adulterio pasa de ser visto como digno de compasión a ser visto como un personaje interesante.

La influencia del catarismo, amplificada luego por la revolución romántica, ha llegado a nuestros días. Hoy vivimos inmersos en dos morales sobre el matrimonio, una heredada de la ortodoxia religiosa, pero que ya no descansa en una fe viva; la otra, heredada del catarismo y el romanticismo.

Los adolescentes son criados en la idea del matrimonio, pero al mismo tiempo, están bañados en una atmósfera romántica mantenida por sus lecturas, espectáculos, revistas y noticias, películas y alusiones cotidianas en las cuales se sugiere que la pasión es la prueba suprema, que todo hombre debe un día conocerla y que la vida sólo puede ser vivida plenamente por los que pasaron por ella. Y la pasión y el matrimonio son esencialmente incompatibles. La pasión se pierde en cuanto se posee al objeto amado. Una innumerable literatura novelesca nos describe al tipo de marido que teme la insipidez y la rutina de los vínculos legítimos en que la mujer pierde su atractivo porque ya no quedan obstáculos entre ella y él. Su única solución es inventarse o imaginarse obstáculos secretos o buscar la aventura fuera de la pareja.

Hace muchos siglos que Aristóteles hizo este sorprendente descubrimiento: la felicidad es una actividad, no un estado. Schopenhauer añadiría siglos más tarde: la actividad que, tratando de satisfacer los imperativos de la Voluntad (que nos utiliza individualmente para los fines de la especie y de las leyes naturales) no se encuentra con ningún obstáculo inmediato ni en el mundo externo ni en el propio cuerpo (El Mundo como Voluntad y Representación). Más recientemente, Marina dice, en “El rompecabezas de la sexualidad”, que la felicidad es el sentimiento de intensidad, concentración y plenitud que acompaña a algunas actividades. El amor-pasión parece intuir que tal intensidad sólo persiste si la satisfacción del deseo es postergada indefinidamente y es sustituida por un “amar al mismo amar”, esto es, obedecer al deseo insaciable de la Voluntad, sacrificando la satisfacción inmediata y definitiva, que en el fondo es imposible.

Pero el Ágape, en contraste, parece intuir que un ser finito, limitado y de vida breve, como el ser humano, no puede comportarse como un dios y que la pasión no puede ser la única pulsión que guíe la conducta en una sociedad ordenada. Y que quizás sea más acorde con la naturaleza corpórea limitada el aceptar resignadamente el tedio repetido que trae consigo la satisfacción momentánea, efímera e iterativa del deseo.

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¿Es posible una síntesis entre ese amor-pasión que desborda de energía y busca romper todos los límites y ese amor-compañerismo, controlado y fiel, que parece insignificante frente al primero pero que es el único capaz de mantener las instituciones? El hombre occidental, dividido entre un alma racional amante del orden y un alma romántica apasionada (García-Olivares, 1991), no parece poder descansar nunca apaciblemente entre las dos maneras de amar que le enseñaron.

 

Referencias

Escohotado, A., De Physis a Polis. Ed. Anagrama, Barcelona, 1975.

García-Olivares, A., 1997, Tensión en el sistema de metáforas epistemológicas de la cultura contemporánea. Arbor 621, pag. 25-45.

Marina, J. A., El rompecabezas de la sexualidad, Ed. Anagrama, Barcelona, 2002.

Nitzsche, F. El Nacimiento de la Tragedia. Alianza Editorial, Madrid, 1991.

Rougemont, Denis, El amor y occidente, Ed. Kairós, 2006.

Schopenhauer, A., El Mundo como Voluntad y Representación. Ed. Trotta, 2009.