Los grandes cambios estructurales de los sistemas sociales

Las movilizaciones colectivas son reconocidas en ciencias políticas como claves para el cambio estructural en los sistemas político-sociales. Pero las precondiciones, los mecanismos precipitantes y los eventos disparadores de las movilizaciones no son bien entendidos. Por ello, la mayoría de las revueltas sociales y  levantamientos revolucionarios como la Revolución Francesa, no pudieron ser predichos por ningún observador, ni siquiera unos pocos años antes. La naturaleza de agentes reflexivos que tenemos los humanos (principales componentes de las sociedades, junto a artefactos y técnicas), provoca fuertes retroacciones auto-amplificadoras (y también inhibidoras) entre los componentes de una sociedad, lo cual provoca inestabilidad dinámica e impredictibilidad del comportamiento colectivo. Sin embargo, la investigación sociológica ha identificado algunos de los factores que facilitan las movilizaciones e incrementan la probabilidad de la acción colectiva, y discutirlos puede tener interés si buscamos presionar hacia una transición desde el actual sistema económico insostenible a otro post-capitalista y sostenible.

Las revoluciones

Una de las definiciones más aceptadas de las revoluciones fue dada por Skocpol (1979): “transformaciones básicas y rápidas del estado y las estructuras de clase de una sociedad acompañadas y en parte llevadas a cabo por revueltas desde abajo basadas en la clase social”. Esta definición ignoraba factores influyentes como la aparición de  ideologías revolucionarias, la agencia consciente, las culturas, las bases étnicas y religiosas de las movilizaciones, los conflictos dentro de la élite y la posibilidad de coaliciones multiclase. Como algunos de estos factores habían sido analizados en la teoría de los movimientos sociales, estos estudios fueron incorporados al análisis y algunos autores propusieron una definición más amplia de revolución: “un esfuerzo por transformar las instituciones políticas y las justificaciones de la autoridad política en una sociedad, acompañado por una movilización masiva formal o informal y acciones no institucionalizadas que socavan las autoridades existentes” (Goldstone, 2001). Cuando transforman solamente las instituciones del estado, son llamadas revoluciones políticas. Cuando, además de las instituciones políticas, transforman las estructuras económicas y sociales, son denominadas “grandes revoluciones” (v.g. la Revolución Francesa de 1789). Las revoluciones que incluyen revueltas autónomas de clase baja son denominadas “revoluciones sociales” (Skocpol 1979); reformas radicales lideradas por élites que controlan la movilización de las masas a veces se llaman revoluciones de elite o “revoluciones desde arriba”. Los movimientos de resistencia u oposición que no tratan de tomar el poder (v.g. protestas campesinas o de trabajadores) o se localizan en una región particular o un sub-grupo social, se suelen llamar “rebeliones” (si son violentas) o “protestas” (si son predominantemente pacíficas).

Huntington (1968) señaló que las grandes revoluciones muestran dos patrones distintos de movilización y desarrollo. Si las elites militares y la mayoría de las otras élites inicialmente apoyan activamente al gobierno, la movilización popular debe realizarse desde una base segura, a menudo remota. En el curso de una guerra de guerrillas o una guerra civil en la que los líderes revolucionarios extienden gradualmente su control sobre el territorio, necesitan desarrollar el apoyo popular mientras esperan a que el régimen sea debilitado por eventos, tales como derrotas militares, crisis de la identidad nacional, una mala planificación de su propia actividad represiva, su propia división o corrupción, o la desaparición del apoyo extranjero al gobierno. Si el régimen sufre deserciones en sus élites o en sus militares, el movimiento revolucionario puede avanzar o iniciar insurrecciones urbanas y apoderarse de la capital nacional. Revoluciones de este tipo, que pueden llamarse “revoluciones periféricas” tuvieron lugar en Cuba, Vietnam, Nicaragua, Zaire, Afganistán y Mozambique.

En contraste con estas, las revoluciones pueden comenzar también con un colapso dramático del régimen en su centro (Huntington 1968). Si las élites nacionales buscan reformar o reemplazar el régimen, pueden alentar o tolerar grandes manifestaciones populares en la capital y otras ciudades, y luego retirar su apoyo al gobierno, lo que provocará un repentino colapso de la autoridad del antiguo régimen. En tales casos, aunque los revolucionarios tomen rápidamente el poder central, necesitan extender su revolución al resto del país, a menudo a través de un periodo de terror o de guerra civil contra nuevos rivales regionales y nacionales o contra los restos periféricos del antiguo régimen. Revoluciones de este tipo, que pueden llamarse “revoluciones centrales”, tuvieron lugar en Francia, Rusia, Irán, Filipinas e Indonesia. Algunas revoluciones combinan los dos tipos anteriores en diferentes momentos. Por ejemplo, las revoluciones mejicana y china.

Un tercer patrón de revolución, un colapso general del gobierno, parece haber tenido lugar en el hundimiento de los regímenes socialistas estatales del Este de Europa. En estos se combinaron: esfuerzos de reforma liderados por la élite, que cambiaron las alineaciones internacionales (las conversaciones de paz de la Unión Soviética con los Estados Unidos y las fronteras abiertas de Hungría que permiten la emigración masiva de Alemania); huelgas y manifestaciones populares de descontento, por pérdida de confianza en la eficacia del gobierno; factores ideológicos como la observación de las mayores tasas de crecimiento económico y consumismo de los países capitalistas en comparación con la frugalidad forzosa del propio sistema. Todo ello disminuyó la confianza de las masas en el sistema en la URSS y en otros países del Este, a la vez que socavó la determinación de los líderes del “Partido Comunista”, por lo que todo el aparato estatal degeneró rápidamente. Aunque a veces hubo grandes enfrentamientos en las capitales (como en Moscú y Bucarest), las acciones populares críticas en varios casos fueron realizadas por trabajadores lejos de la capital, como los mineros de carbón en la Unión Soviética y Yugoslavia y los trabajadores de astilleros en Gdansk en Polonia; o por manifestantes urbanos de otras ciudades, como Leipzig en Alemania Oriental.

Según Goldstone (2001), la conclusión de muchos estudios concretos muestra que los estados fiscal y militarmente sanos que gozan del apoyo de unas élites unidas son en gran medida invulnerables a una revolución desde abajo. En tales circunstancias, la miseria popular y las quejas generalizadas tienden a producir pesimismo, resistencia pasiva y depresión, a menos que las circunstancias de los estados y las élites animen a los actores a prever una posibilidad realista de cambio. Pero hay tres factores claves que pueden debilitar la estabilidad de tales regímenes: (a) si los estados dejan de tener los recursos financieros y culturales suficientes para llevar a cabo las tareas que se fijan para sí mismos y que las elites y los grupos populares esperan que lleven a cabo, (b) si las elites dejan de estar unidas y empiezan a dividirse o polarizarse, y (c) si las élites de la oposición se unen con la protesta de los grupos populares. Así pues, se abren oportunidades para una revolución siempre que el Estado tiene debilitada su capacidad de recaudación fiscal, mientras que las elites se muestran reacias a apoyar al régimen o están muy divididas sobre si hacerlo y cómo hacerlo.

Por otra parte, los gobernantes estatales operan dentro de un marco cultural que incluye creencias religiosas, aspiraciones nacionalistas y nociones de justicia y estatus. La violación de esos valores culturales fomentan el resentimiento de los excluidos, que puede tomar la forma de protestas populares y de las élites, contra las que los gobiernos sólo van a poder contar con su poder militar y burocrático. Los gobernantes que pierden contiendas militares o diplomáticas, o que parecen demasiado dependientes de los caprichos de las potencias extranjeras, pueden perder el apoyo de sus propios pueblos. Las contiendas de puritanos contra católicos en la Inglaterra del siglo XVII, las controversias jansenistas en la Francia prerrevolucionaria, las derrotas militares sufridas por la Rusia zarista y las controversias sobre las prácticas de occidentalización en Irán involucraron a gobernantes que violaron las creencias culturales o nacionalistas y, por lo tanto, perdieron el apoyo popular y de su élite (Skocpol 1979). En Rusia, donde las normas culturales toleraban regímenes autoritarios pero requerían a cambio la protección paternal del pueblo por parte del estado, el descarado desprecio por la gente común que demostraron las matanzas del domingo sangriento en San Petersburgo socavó el apoyo al zar. Las mismas normas culturales ayudaron a sostener el poder paternalista de la Unión Soviética al principio, hasta que la respuesta insensible del Partido Comunista al desastre nuclear de Chernobyl y otras cuestiones de salud y bienestar también desligaron a la población de su propio estado.

Ivan Vladimirov-detalle

Detalle del cuadro de Ivan Vladimirov sobre el Domingo Sangriento, que precipitó la Revolución Rusa. La Guardia Imperial dispara sobre los trabajadores, entre ellos mujeres y niños, que pedían un salario más alto. Las noticias de la matanza provocaron sublevaciones campesinas en toda Rusia, huelgas en las ciudades y motines en las fuerzas armadas.

Según Goldstone (2001), si un estado quiere evitar revueltas y revoluciones debe gestionar bien, simultáneamente, las tareas estatales y los valores culturales, en síntesis, debe ser eficaz y justo. Los estados y gobernantes que se perciben como ineficaces aún pueden obtener el apoyo de la elite para la reforma y la reestructuración, y el consentimiento popular, si se los considera justos. Los estados que son percibidos como injustos pueden ser tolerados siempre que se los considere efectivos en la búsqueda de objetivos económicos o nacionalistas, o simplemente demasiado efectivos para desafiarlos. Sin embargo, los estados que parecen ineficaces e injustos perderán el apoyo (popular y de las elites) que necesitan para sobrevivir.

Goldstone cita tres cambios o condiciones sociales, que no son necesarios ni suficientes para provocar una revolución, pero que frecuentemente socavan la eficacia y la justicia de manera crítica: (i) la derrota en una guerra; (ii) una tasa de crecimiento de la población por encima de la tasa de crecimiento económico; (iii) un régimen de naturaleza colonial con una dictadura personalista.

Según Goldstone, para que se desarrolle una situación revolucionaria, deben darse dos condiciones: (i) las élites deben estar divididas y polarizadas en varios grupos que proponen diferentes formas de abordar la crisis o falta de legitimidad del gobierno; (ii) alguno de los grupos de oposición de la élite es capaz de asociarse con una movilización creciente de la población. Esta movilización puede ser tradicional, informal, o dirigida por la propia élite.

En las movilizaciones tradicionales los individuos tienen compromisos de larga duración entre ellos, v.g. comunidades locales, campesinos, gremios artesanos de las ciudades, o  comunidades religiosas. Muchas veces, estas movilizaciones son defensivas e incluso conservadoras, contra una subida de impuestos por ejemplo, pero no atacan la propiedad de los señores ni el sistema mismo. Las movilizaciones informales se dan en grupos que comparten amistad, lugar de trabajo, o vecindad. Suelen responder a situaciones de crisis. Ambos tipos de movilización se suelen volver revolucionarias sólo cuando conectan con élites disidentes con el gobierno. Pero cuando suman grandes masas de personas, pueden crear miedo en el gobierno, que puede hacer concesiones muy por encima de lo planeado incluso por las élites disidentes. Ello ocurrió en algunas revueltas campesinas en Francia, Rusia y en la de Irlanda de 1640. En otros casos, las élites disidentes se ponen al frente de las movilizaciones, utilizándolas para sus proyectos renovadores. Ello ocurrió en la revolución de los campesinos y  bolcheviques en Rusia, y en la revolución iraní de Jomeini. En la tercera clase de movilización, la élite disidente organiza desde el principio la movilización de las masas campesinas o urbanas. La revolución china, organizada en gran parte por el Partido Comunista Chino, puede ser un ejemplo.

Las primeras teorías sobre las revueltas y revoluciones tenían inspiración marxista y enfatizaban la existencia de clases sociales con intereses objetivos en lucha, y factores tales como el grado de deprivación objetiva de una clase dominada por una clase opresora, como variables que podían desencadenar una revuelta. Goldstone, sin embargo, subraya que las percepciones de deprivación están mediadas por marcos culturales e ideológicos. La percepción de que el estado es ineficaz e injusto, mientras que los movimientos revolucionarios de oposición son virtuosos y eficaces, rara vez es un resultado directo de las condiciones estructurales. Las privaciones y amenazas materiales deben considerarse no solo como unas objetivas condiciones miserables, sino como el resultado directo de la injusticia y las fallas morales y políticas del estado, en marcado contraste con la virtud y la justicia de la oposición. Incluso la derrota en la guerra, el hambre o el colapso fiscal pueden verse como catástrofes naturales o inevitables en lugar de como una obra de un régimen incompetente o moralmente degenerado. De manera similar, un acto de represión estatal contra los manifestantes puede considerarse como parte del necesario mantenimiento de la paz y el orden o, por el contrario, como una represión injustificada. Qué interpretación prevalecerá depende del resultado que tenga la habilidad de los revolucionarios y del régimen para influir en las percepciones mayoritarias introduciendo marcos interpretativos (ideologías, marcos metafóricos) que sean aceptados por las multitudes. Para que las ideologías creadas por los grupos movilizados sean eficaces deben ser coherentes con los marcos culturales que pre-existen en la población, esto es, con los supuestos subyacentes, valores, mitos, historias y símbolos ampliamente compartidos. Una buena estrategia suele ser apropiarse algunos marcos culturales tradicionales y reinterpretarlos a la luz de los acontecimientos presentes de un modo favorable para la justicia y conveniencia de la movilización. Otras veces se ha acudido a interpretar la lucha actual como una reedición de antiguas luchas populares (como la de Sandino en Nicaragua, la de Zapata en Méjico, o la de Bolívar en Venezuela) que se pueden remontar incluso a muchos siglos atrás. Los valores y enseñanzas de las religiones han sido muchas veces utilizados, reinterpretándolos, tanto por revolucionarios como por sostenedores del orden.

Las ideologías muchas veces se presentan además a sí mismas como destinadas a triunfar, ya sea por tener a su lado a los dioses, a la Historia, al Progreso, a la Justicia, o a cualquier otra fuerza o ideal superior, con lo cual se auto-refuerzan convirtiéndose si tienen éxito en profecías que se auto-cumplen. Una tercera función que suele ser útil en una ideología es proporcionar puentes entre grupos con distintos marcos culturales, de modo que todos se sientan interpelados por la movilización.

Las condiciones estructurales que dan lugar a movimientos de protesta social, rebeliones infructuosas y revoluciones son generalmente bastante similares. La transformación de los movimientos sociales en rebeliones o revoluciones depende de cómo los regímenes, las élites y las multitudes responden a la situación de conflicto. La habilidad del liderazgo también tiene aparentemente importancia en el éxito de una movilización o de una revolución, como muestra la exitosa planificación estratégica de Mao en la Revolución China, que acabó convirtiendo una situación de inicial debilidad en victoria final.

Como dice Goldstone: “Cuando se enfrentan a demandas de cambio, los regímenes gobernantes pueden emplear alguna combinación de concesiones y represión para desactivar la oposición. Sin embargo, elegir la combinación correcta no es una tarea evidente. Si un régimen que ya no es percibido como efectivo y justo ofrece concesiones, estas pueden interpretarse como «pocas y excesivamente tardías», y simplemente aumentar las demandas populares de un cambio a gran escala. Por eso Maquiavelo aconsejó a los gobernantes que emprendieran reformas solo desde una posición de fuerza; si se llevan a cabo desde una posición de debilidad, socavarán aún más el apoyo al régimen.” La aplicación de la violencia estatal sobre una movilización es igualmente complicada: para que sea efectiva para el Estado, debe ser aplicada cuando la revuelta es aún débil y de un modo que no produzca la impresión de ser arbitraria e injusta. En otro caso, puede volverse en contra del Estado.

Goldstone defiende también  que ni un grupo homogéneo simple con vínculos fuertes (como una aldea campesina tradicional) ni un grupo altamente heterogéneo (como una población urbana) son ideales para una movilización. La movilización fluye más fácilmente en grupos donde hay una vanguardia estrechamente integrada de activistas que inician la acción, con vínculos laxos pero centralizados con un grupo más amplio de seguidores y simpatizantes.

El que amplios sectores de la población perciban que un régimen no es justo ni eficiente es una conjunción que precipita habitualmente la movilización (latente y sostenida en el tiempo) en contra del régimen. Sin embargo a pesar de ello, en muchos casos la población permanece largo tiempo sin intentar acciones directas, revueltas o levantamientos en contra del régimen. Hasta que, en un momento dado, un evento “disparador” cambia la percepción general sobre dos elementos informacionalmente importantes: la fortaleza del régimen, que pasa a percibirse como débil o poco decidido, y el número de otros grupos que apoyan la acción, que de repente se percibe como mayor de lo que se creía. Este disparador basta a veces para iniciar una movilización activa masiva, porque distintos grupos sociales perciben a la vez que ahora su acción sí que puede hacer la diferencia.

Charles Tilly (1978) propuso un modelo para predecir el inicio de una acción colectiva en tales situaciones. Las variables relevantes del modelo son las siguientes:

  1. Los intereses del grupo. Las ventajas y ganancias (pérdidas y desventajas) compartidas que el grupo espera obtener de sus diferentes interacciones con otros grupos.
  2. La organización.Tilly define un grupo como una red categórica de relaciones, esto es, un colectivo que comparte una característica común y a la vez posee lazos interpersonales de algún tipo (reciprocidad, clientelismo, relación comercial, etc.); y considera que un grupo está más organizado cuando ambas características, identidad colectiva y extensión de las relaciones, están más definidas y desarrolladas.
  3. Movilización. La cantidad de recursos bajo control colectivo del grupo. Puede consistir en trabajo humano, bienes, dinero, armas, aprobación social, y cualquier otro recurso que sea útil al actuar hacia un interés compartido.
  4. Oportunidad. La relación entre los intereses del grupo y la situación actual del mundo que lo rodea. Tiene tres elementos:

(i) Poder: el grado con que el resultado de las interacciones del grupo con otros grupos favorece sus intereses por encima de los intereses de los otros grupos; adquirir (perder) poder es aumentar (disminuir) las expectativas de satisfacción de los propios intereses grupales en tales relaciones.

(ii) Represión: el coste que la interacción con otros grupos tiene para el grupo. Como proceso, cualquier acción de otro grupo que aumente el coste de la acción colectiva. Una acción que baje ese coste se denomina una facilitación.

(iii) Oportunidad/amenaza: el grado con el que otros grupos (incluido el gobierno) (a) son vulnerables a nuevas demandas que, si triunfaran, aumentarían la satisfacción de los intereses grupales, o (b) amenazan con hacer demandas que, si triunfaran, reducirían la satisfacción de los intereses grupales.

  1. Actividad colectiva. El grado de acción conjunta de la población de un grupo en pro de fines comunes; como un proceso, la acción conjunta misma.

Los intereses del grupo pueden implicar, por ejemplo, el obtener siempre más bienes colectivos que pérdidas, y no tener nunca resultados negativos. Esta clase de grupo Tilly la llama oportunista.

La figura siguiente muestra una curva que Tilly denomina una función de poder grupal. Representaría los bienes colectivos esperables por el grupo en función de los recursos gastados en obtenerlos. Como puede observarse por la forma de la curva, para grados altos de movilización de recursos, los resultados empiezan a disminuir, debido a acciones externas inhibidoras, como la represión procedente del gobierno. Para grados demasiado bajos de movilización de recursos, los resultados pueden ser negativos en lugar de positivos, sugiriendo que un mínimo de actividad puede ser necesaria para defender la integridad del grupo.

En principio, si se trata de un grupo oportunista, las movilizaciones se iniciarían siempre en situaciones en que las oportunidades sugieren unos logros o ganancias colectivas que están por encima de la línea de “break even” para ciertos gastos de recursos y que (a juzgar por la curva de poder actual) pueden ser alcanzados gastando cierta cantidad de recursos (definidos por la línea vertical de la figura). Pero puede haber también grupos que dan un valor extremadamente alto a conseguir determinados objetivos y los siguen persiguiendo incluso hasta gastos de recursos desproporcionados respecto a lo que se está consiguiendo (Tilly llama zelotes a estos grupos); o grupos que gastan lo mínimo y sólo se movilizan a la defensiva (míseros), etc.

La sección de la curva de poder que está a la izquierda de la línea de “break even” es llamada el poder potencial del grupo, pues es en esa zona donde el grupo probablemente se movilizará (si es un grupo oportunista). La movilización del grupo, o conjunto de recursos controlados (representada por la línea gruesa vertical), pone un límite máximo a los recursos que pueden ser gastados realmente. Sin embargo, en este caso los recursos invertidos en la acción colectiva son menores que los potencialmente permitidos por la movilización, pues las oportunidades no permiten seguir aumentando las ganancias aunque sigamos aumentando los recursos. Hemos dibujado una línea fina horizontal que representaría la ganancia máxima esperable de las oportunidades en el pasado, y otra línea horizontal más gruesa y más alta que representa las ganancias esperables en la situación presente, cuando las oportunidades se han modificado favorablemente.

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Una acción colectiva puede ser disparada por un aumento repentino de las oportunidades que deja al poder grupal en situación de poder satisfacer sus intereses con los recursos que puede movilizar. Este aumento de las oportunidades puede deberse a decisiones políticas del gobierno, alianzas nuevas, aparición de valores-guía, o disponibilidad de nuevas estrategias, armas y artefactos. Otras posibilidades que tiene un grupo largo tiempo inactivo para mejorar sus posibilidades de acción colectiva son: elevar su curva de poder aliándose con nuevos grupos, aumentando la inversión de esfuerzo personal de sus miembros o de recursos; redefinir sus intereses y fines colectivos; aliarse tácticamente con otros grupos para aumentar las oportunidades de su presión contra el régimen; o aumentar la movilización enrolando nuevos miembros.

Desde el punto de vista de un gobierno, fomentar una subida de los costes personales de movilizarse es una mejor estrategia represiva que subir únicamente los costes de la acción colectiva. La estrategia anti-movilización neutraliza al actor además de a la acción y hace menos probable que el actor colectivo sea capaz de actuar rápidamente cuando el gobierno se vuelva súbitamente vulnerable, o emerja una nueva coalición de grupos movilizados, o algún otro acontecimiento cambie de repente los costes y beneficios esperables de la acción colectiva (Tilly, 1978, p. 100-101). La precarización de las masas tiene un efecto en esta línea. Los individuos disminuyen su capacidad de ahorro y por tanto los recursos materiales que podrían destinar a una movilización; por otra parte, deben dedicar un mayor tiempo de trabajo sólo para sobrevivir, dejándoles poco tiempo que invertir en la movilización. Sin embargo, si esa deprivación es muy rápida, muy profunda, o es contradictoria con las expectativas culturales o que el propio sistema propaga, puede generar deprivación, la idea de que “no tenemos nada que perder”, y un efecto contrario al desmovilizador inicial.

Otro punto interesante que señala Goldstone es el carácter fuertemente no-lineal que tienen las revoluciones. Antes de que se produzcan, casi todos los regímenes parecen gigantes invencibles o montañas inamovibles, pero en cuanto la movilización se vuelve masiva, y ello ocurre muchas veces de modo súbito y realimentándose exponencialmente, el régimen se percibe de repente como un “tigre de papel” (tal como lo expresaba Mao Tse Tung), pues su estabilidad se basaba en el apoyo o consentimiento de grandes masas de población y ese apoyo se percibe de repente como en descomposición.

Goldstone opina que un modelo de tres factores, con indicadores que cuantifiquen la salud financiera del estado, la competencia de las élites por las posiciones de poder, y el bienestar de la población, permitiría evaluar la probabilidad de una crisis revolucionaria. Otros autores como Charles Tilly piensan que un fenómeno tan no-lineal y complejo no tiene asociada ninguna probabilidad numérica que tenga sentido, pero sí se pueden identificar situaciones muy favorables o poco favorables para la acción colectiva.

Las transiciones socio-técnicas

Además de revoluciones y cambios político-sociales, los sistemas sociales sufren transformaciones de sus sistemas socio-técnicos. Estas transformaciones pueden producirse independientemente de las primeras pero, en muchos casos, entran en simbiosis o retroalimentación mutua con aquellas. En estos casos, el sistema socio-técnico que cambia puede coincidir con todo un sistema de producción (v.g. el capitalismo industrial), ser solamente una parte del sistema de producción (v.g. su sistema energético), o un conjunto de tecnologías concretas (v.g. los vehículos de combustión interna). Algunos autores han utilizado conceptos tomados de la teoría de Sistemas Complejos (véase también https://entenderelmundo.com/2018/03/23/la-evolucion-de-la-complejidad/ y https://entenderelmundo.com/2018/04/03/modelos-complejos-en-ciencias-naturales-y-sociales/ ) para describir las transiciones socio-técnicas.

Verbong & Loorbach (2012) caracteriza un sistema social en evolución o transición como un sistema complejo adaptativo, y lo describe en tres niveles: nichos, régimen y ambiente.

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Fig. tomada de Geels 2011.

Geels (2011) distingue tres clases de cambios ambientales, que pueden afectar la dinámica de los atractores (instituciones) del régimen:

(1) factores que cambian muy lentamente, como el clima físico, o la producción primaria bruta de la vegetación.

(2) cambios a largo plazo en cierta dirección (tendencias), tales como cambios demográficos, tasas de alfabetización, extensión de los suelos cultivables.

(3) choques externos rápidos, como guerras, fluctuaciones en el precio del petróleo. Aquí podríamos incluir eventos como el cénit de producción de combustibles fósiles, o de metales económicamente esenciales.

Las tendencias del ambiente no son sólo inestabilizadoras, también pueden ser estabilizadoras para algunas prácticas o tecnologías dominantes. Por ejemplo, el transporte basado en automóviles tiende a ser estabilizado por tendencias ambientales como (Geels, 2011): (a) globalización y aumento del comercio mundial, (b) individualización y personas cada vez más autónomas, (c) turismo internacional en rápido crecimiento, (d) el aumento de la riqueza y la presencia del segundo automóvil en los hogares, y (e) un cambio hacia una sociedad en red que genera flujos crecientes. Skocpol ha subrayado también el efecto estabilizador que tiene el apoyo político, económico e ideológico de otros gobiernos estatales sobre el propio gobierno.

Algunos cambios ambientales son provocados en gran medida por la acción acumulada de regímenes previos, tal como muestra la sustitución de las grandes extensiones de bosques por praderas de pasto y cereales en los sistemas con agricultura industrial.

En situaciones de crisis, las prácticas y atractores del régimen dominante son cada vez más incapaces de adaptarse a los cambios del ambiente y a las perturbaciones que generan los nichos. En esas precondiciones, si hay una presión suficiente, el régimen podría entrar en una fase de reconfiguración y transición, en la que elementos del régimen antiguo y elementos nuevos se recombinan para alcanzar una forma nueva de funcionamiento que acaba estabilizándose como nuevo régimen.

El nivel central de observación y actuación, el régimen, es el de interés primario, porque las transiciones se definen como cambios de un régimen a otro. Está constituido por un conjunto de reglas de coherencia parcial que orientan y coordinan las actividades de los grupos sociales que reproducen los varios elementos de los sistemas socio-técnicos. Estas reglas, para los agentes humanos, son un entorno de su acción; pero a la vez son el resultado de las acciones de los agentes, de modo que tienen una naturaleza dual.

Aunque cada transición ocurre de una manera distinta, es frecuente encontrar esta pauta de transición:

Transición abajo-arriba: (a) las innovaciones en algunos nichos van lentamente ganando impulso, (b) los cambios a nivel ambiental crean presión sobre el régimen y vuelven su funcionamiento más inestable, y (c) la desestabilización del régimen crea una ventana de oportunidad para algunos nichos innovadores, que acaban extendiéndose exponencialmente por todo el sistema.

En esta clase de transición, las presiones ambientales colocan al régimen en un régimen de funcionamiento deficiente y poco estable. En esta situación de crisis, algunas prácticas alternativas a las dominantes que habían ganado peso en los intersticios del sistema (“centros de nucleación” en la terminología de García-Olivares 1988), reciben el apoyo de otros grupos sociales y económicos, y acaban extendiéndose por todo el sistema.

La agencia social se produce frecuentemente a través de movilizaciones y acciones de movimientos sociales que, como indica Geels (2011) suelen ser especialmente perturbadoras del régimen cuando se alinean con nuevos desarrollos tecnológicos y nuevas actividades económicas en nichos.

Hay otros cuatro modelos de transición adicionales a este principal:

Transformación: la modificación de los parámetros del medio ejerce presión sobre el régimen en un momento en que no hay innovaciones tecno-sociales disponibles. Los actores más poderosos modifican la dirección de las actividades de innovación y desarrollo, lo que conduce a ajustes graduales de los regímenes a las presiones del ambiente.

Reconfiguración: La modificación de los parámetros de entorno empieza a presionar sobre el régimen en una época en la que hay innovaciones útiles disponibles, aunque no necesariamente de forma acabada. Si las innovaciones de los nichos resultan ser simbióticas con el régimen, los actores más poderosos pueden adoptarlas como «complementos» para resolver problemas locales. Esta incorporación puede desencadenar ajustes posteriores, que cambian la arquitectura básica del régimen a la larga.

Sustitución tecnológica: La modificación de los parámetros del entorno empieza a presionar sobre el régimen en una época en la que hay innovaciones de nicho eficaces y bien desarrolladas. Las tensiones en el régimen crean una ventana de oportunidad para el avance de innovaciones de nicho, que acaban reemplazando al régimen. Una ruta alternativa es que las innovaciones de nichos adquieran un gran impulso interno (debido a las inversiones de recursos, la demanda de los consumidores, el entusiasmo cultural, el apoyo político, etc.), en cuyo caso pueden reemplazar el régimen sin la ayuda de las presiones del medio.

Desintegración y recomposición: presiones grandes del medio provocan la desintegración del régimen y posteriormente, aprovechando ese «espacio», surgen múltiples innovaciones de nicho, que coexisten durante largos períodos de tiempo (lo que genera incertidumbre sobre cuáles serán las más aceptadas socialmente). Los procesos de recomposición eventualmente ocurren alrededor de una innovación, lo que lleva a un nuevo régimen. Los colapsos eco-sociales y su evolución posterior podrían considerarse ejemplos de esta clase de transición en la que todo el modo de producción entra en crisis, junto con sus instituciones políticas asociadas.

Otra sistematización diferente de las transiciones socio-técnicas fue propuesta por Dahle (2007) a partir de las principales conclusiones de la literatura científica sobre las revoluciones políticas. Esta clasificación tiene en cuenta que la agencia humana está siempre presente en las épocas de cambio socio-técnico, y atiende principalmente a las diferentes estrategias que los actores humanos emplean en su acción colectiva, con el fin de subvertir el régimen dominante. Dahle distingue entre las siguientes clases de transición, según el tipo de actores que más están influyendo en el cambio:

(1) Reformistas: las elites existentes (en política y negocios) cambian gradualmente las instituciones existentes en direcciones más ecológicas (por ejemplo, a través de impuestos ecológicos y tratados ambientales internacionales). Este camino tiene similitudes con la vía de transformación en la que el propio régimen se ajusta a las presiones externas.

A los actores reformistas no les gustan los levantamientos, ni que los cambios atenten contra la competitividad ni la economía capitalista; piensan que las élites políticas y económicas del capitalismo verde pueden asegurar el bienestar de las generaciones futuras; el cambio debe ser dirigido desde los gobiernos con la ayuda de las burocracias internacionales, a base de tasas verdes y acuerdos ambientales internacionales. Parte de estas élites apoyarán la sustitución de las élites dominantes más conservadoras por nuevas élites procedentes de los disidentes más cooperadores con el régimen. Esto puede requerir de la existencia de una opinión pública activa que apoye estas medidas renovadoras de la élite. Según Dahle, ejemplos de esta actitud serían Al-Gore o la Comisión de Medio Ambiente y Desarrollo de la ONU.

(2) Revolucionarios impacientes: la élite existente debe ser reemplazada (derrocada) por una nueva élite de expertos ambientales que están dispuestos a implementar medidas drásticas. El consentimiento democrático no es crucial, porque «no hay tiempo para esperar a que la mayoría de la población esté de acuerdo con los cambios necesarios» (Dahle, 2007: 492). Este modo tiene similitudes con el modelo de revolución conspirativa tipo leninista, dirigida por una élite activa.

(3) Combatientes de base: el cambio debe surgir desde abajo, fuera de las instituciones existentes. Los movimientos sociales deben desarrollar estructuras alternativas (cooperativas, comunas, ecoaldeas) y esperar que la mayoría sea influenciada por el poder del ejemplo y se adscriba en masa al nuevo modelo. Este perfil tiene algunas similitudes con el modelo volcánico de las revoluciones, en la que una serie de insatisfacciones y de privaciones se van acumulando en la gente hasta que ésta no puede aguantar más y se levanta en masa.

(4) Revolucionarios Pacientes: las iniciativas verdes tienen pocas posibilidades de cambiar lo importante, salvo que las estructuras existentes se abran o colapsen, lo que puede requerir choques ambientales o desastres. Hasta que esto suceda, los revolucionarios pacientes deben fomentar innovaciones en los nichos (o intersticios) y prepararse para el momento adecuado, facilitando los procesos de aprendizaje, la educación pública, la sensibilización y las prácticas alternativas en nichos. Este tipo de transición tiene similitudes con el modelo que afirma que los cambios revolucionarios se producen solamente cuando las élites están desunidas o cuando las instituciones del régimen se debilitan; también tiene similitudes con la vía que antes denominamos desintegración y recomposición.

Este grupo está dividido sobre qué hacer en el momento presente. Algunos piensan que participar en las movilizaciones que pidan mejoras ambientales de cualquier tipo es siempre positivo, pues contribuye a crear y extender la conciencia del problema; otros piensan que ello sólo contribuye a crear la falsa impresión de que es posible alguna solución dentro del sistema actual. Dryzek (citado por Dahle)  detectó correlaciones entre el legado democrático de distintos pueblos del Este de Europa y el tipo de sistema que construían tras una revolución. Ello le lleva a aconsejar que, si queremos una democracia ecológica futura después de una crisis, empecemos a perseguirla aquí y ahora.

(5) Radicales multi-frente: Estos actores no creen que el sistema actual pueda crear élites orientadas al futuro, pero creen que las instituciones deben ser cambiadas a la vez que los hábitos de vida y los valores. La estrategia sería, pues, multi-frente: acciones de abajo-arriba combinadas con participación en la toma de decisiones gubernamentales (v.g. mediante partidos verdes). A diferencia de los luchadores de base, que creen que el cambio de actitudes en la base, mediante el ejemplo, debe preceder a cualquier cambio de las instituciones dominantes, este grupo considera que ambas transformaciones deben ser simultáneas. Dahle localiza en los Países Nórdicos a la mayoría de este grupo, por su tradicional reluctancia al extremismo político.

Distintas personas suelen cambiar de una estrategia a otra a lo largo de su vida. Dahle cita como ejemplo a James Robertson, un “luchador de base” en los 70 y 80, que mejoró su fe en el establishment británico posteriormente, pasando a ajustarse al perfil de un radical multifrente. En contraste, Erik Dammann y Rajni Kothari eran inicialmente “Radicales multifrente”, pero se volvieron más pesimistas a lo largo de los años. La globalización creó un nuevo contexto económico-político ampliamente aceptado que les resultó muy difícil combatir desde dentro del sistema. Ello les llevó a acercarse a las estrategias de los “luchadores de base” y los “revolucionarios pacientes”.

Muchos miembros de paridos verdes inicialmente eran “luchadores de base” que querían que sus partidos entraran en las instituciones solamente como medio amplificador de sus demandas. Pero la práctica institucional convirtió a muchos (v.g. Daniel Cohn-Bendit, el líder de Mayo del 68) en  “luchadores multi-frente”, cuando no directamente en “reformistas”. En estos últimos casos, el sistema los ha cambiado más a ellos que ellos al sistema. Un ejemplo llamativo que cita Dahle es el de Jonathan Porrit, un líder de los Verdes británicos, que opinaba que el capitalismo «destruirá el planeta mucho antes de que logre satisfacer las necesidades de las personas que dependen de ese planeta», y ahora es un defensor a ultranza del capitalismo verde, y cree que el capitalismo es la única fuerza global capaz de lograr la reconciliación entre la sostenibilidad ecológica y la búsqueda de la prosperidad.

La transición eco-social. Mi diagnóstico personal improbable

Las personas con ideología anarquista, de izquierda radical, anticapitalista, o eco-socialista, tienden a adoptar estrategias colectivas de movilización del tipo que Tilly llamaba zelote. Sus fines colectivos son muy exigentes: la abolición del capitalismo, el decrecimiento y el eco-socialismo, por lo que no se involucrarán con mucha fuerza en actividades de tipo reformista. Pero si percibieran oportunidades colectivas de acabar con el capitalismo, invertirían recursos en la movilización incluso cuando los logros fueran momentáneamente contrarios a los propios intereses y objetivos. Mientras no perciben tales oportunidades suelen adoptar actitudes como la del combatiente de base, o a veces, la (4), la (5) o la (2).

Según https://blogs.elconfidencial.com/cultura/el-erizo-y-el-zorro/2018-01-09/clases-medias-familias-espana-el-fin-del-primer-mundo_1502884/ en España un 38,5 por ciento de los hogares son de rentas bajas (ganan menos del 75% del ingreso mediano), un 52,3 por ciento son de rentas medias (entre 0.75 y dos veces el ingreso mediano) y un 9,2 por ciento son de rentas altas (más de dos veces el ingreso mediano). En España, de los 18 millones de hogares, aproximadamente un 10% tiene a todos sus miembros en paro, de modo que podemos decir que este grupo ascendería al 10% de la población española. Por tanto, podríamos decir que los trabajadores con empleo (aunque sea de mala calidad) y los empleados con ingresos medios (clase “media”) vendrían a ser el 81% de la población.

La mayor parte de los trabajadores desempleados y los de ingresos bajos tienden a adoptar la estrategia que Tilly llamaba del mísero. Viven en situación permanente de supervivencia individual, lo cual les deja sin recursos materiales que invertir en acciones colectivas. Sus movilizaciones a corto plazo pueden ser defensivas y de corta duración. Pero al no tener casi nada que perder, podrían unirse a una movilización colectiva duradera de otros grupos, si esta tuviera visos de cambiar radicalmente el sistema actual. Esto es, tienen el potencial de cambiar de míseros a zelotes si las oportunidades fueran muy claras.

La mayor parte de las clases asalariadas con ingresos medios del mundo occidental tiende a comportarse como lo que Tilly llama corredores de medio fondo. Son conscientes de que tienen mucho en comparación con las condiciones laborales y vitales que sufre la mayoría de la población del planeta, e incluso occidental. Se puede decir que consideran injustas a sus clases económico-políticas, así como al régimen capitalista neo-liberal, pero le conceden una legitimidad por su capacidad de mantener al país en una prosperidad superior a la de la mayoría de países del mundo.  De modo que nunca invertirán ningún esfuerzo serio en acabar con el capitalismo, ni en buscar un sistema realmente sostenible (que debe ser necesariamente post-capitalista), salvo si el sistema dejara de garantizarle la seguridad laboral y vital que tienen. A corto y medio plazo sus movilizaciones seguirán siendo limitadas a objetivos acotados, reformistas, y compatibles con un reformado capitalismo verde. Los ideólogos del neo-liberalismo han tenido éxito a corto plazo al despertar el miedo a perder lo (poco) que tengo entre los asalariados de occidente, volviéndolos individualistas y conservadores.

Lo que creo que puede pasar a medio y largo plazo lo hemos comentado en García-Olivares y Solé (2014) y resumido en http://crashoil.blogspot.com/2014/03/mas-alla-del-capitalismo.html . Las crisis que se nos avecinan provocarán con gran probabilidad el fin del crecimiento y el estancamiento económico, la mayor incertidumbre creo que está en si el sistema conseguirá superar las crisis de productividad de los suelos, la escasez global de agua, la pérdida masiva de biodiversidad, y el cénit de los combustibles fósiles, o no podrá superarlas. Todas estas crisis podrían tener lugar entre 2030 y 2050. Cabe la posibilidad de que el sistema consiguiera superarlas con medidas tales como transición a una agricultura parcialmente orgánica, riego eficiente y desalinización con concentración solar, reforestación y prohibición del comercio de aceite de palma, e inversión masiva en renovables y capitalismo verde. Considero esta posibilidad tan probable como improbable, esto es, indecidible de momento. Por ello, insistir en que el colapso del capitalismo se va a producir con seguridad de forma inminente podría desprestigiar al eco-socialismo si tal predicción no se cumple. Ello nos etiquetaría ante gran parte de la población como gente poco fiable, no apta para generar ideas-guía en una futura movilización.

Si el sistema consiguiera superar esas crisis, tendríamos un escenario de crecimiento verde hasta que los principales metales industriales mostraran rigidez en su oferta. En algunos estudios publicados sugeríamos que el despliegue de una economía 100% renovable que produjera unos 12 TWa/a ya provocaría tal rigidez en la oferta de cobre, níquel, litio y platino-paladio. Esto provocaría, en las décadas finales de este siglo, una crisis de solución mucho más difícil que las anteriores, con probable parada del crecimiento.

Sea a mediados o a finales de siglo, el estancamiento del crecimiento y la economía provocará probablemente la pérdida de confianza en las élites económico-políticas como capaces de mantener una prosperidad y un progreso relativos. La crisis se producirá probablemente tanto en los países desarrollados como en los demás, pues la escasez de materiales esenciales afectaría a todas las industrias nacionales. Las situaciones de estancamiento capitalista suelen aumentar ampliamente las desigualdades y el desempleo, lo cual contribuirá a la extensión de la idea de que el sistema capitalista es esencialmente injusto. Esta pérdida de fe tanto en la justicia como en la eficiencia de las élites y del sistema son las condiciones que muchos investigadores han identificado como capaces de hacer desaparecer la legitimidad otorgada a los mismos, lo cual aumentará el nivel de movilización social.

En esa coyuntura, los distintos grupos sociales tienen amplio margen para aumentar sus horizontes de oportunidad uniendo las demandas de unos con las demandas de otros en contra del régimen. Será entonces más fácil la convergencia de grupos de intelectuales “zelotes” favorables a la transición, con grupos de excluidos, sobreexplotados, parados, movimientos indigenistas, desplazados climáticos, indignados, cooperativistas y nichos de economía solidaria. En presencia de fuerte movilización, estos aumentos de oportunidad, según el modelo de Tilly, suelen funcionar como disparadores de acciones colectivas contra el régimen político-económico dominante. Pero ninguno de estos acontecimientos está determinado. La habilidad de la población a la hora de generar marcos interpretativos favorables a la transición post-capitalista será también clave para que esas acciones colectivas cristalicen en una transición hacia un mundo vivible y no hacia un neo-feudalismo, que es el otro escenario que considerábamos probable en García-Olivares y Solé (2014).

¿Hay alguna estrategia mejor o peor para el momento presente, cuando no se han producido todavía las condiciones citadas? La conclusión de Dahle es que lo peor para lograr una transición es desistir, porque ello nos puede llevar a una catástrofe ecológica. Por un lado, hay mucho que hacer en el terreno de la lucha ideológica y contra los marcos metafóricos culturales que hoy apoyan la dominación, el imperialismo, el patriarcado, el clasismo, el darwinismo social, el modernismo con sus dicotomías hombre/naturaleza y sujeto/objeto, la guerra, la razón instrumental, las jerarquías, la supremacía de lo abstracto sobre lo concreto, los cuerpos y la vida como mercancías, el consumismo y la auto-explotación. Por otro lado, los esfuerzos combinados de reformistas, revolucionarios impacientes, luchadores de base y radicales multifacéticos pueden producir la dinámica necesaria para provocar cambios cualitativos. También los revolucionarios pacientes pueden ser útiles si se involucran en preparar las condiciones para un cambio estructural cuando se den las condiciones apropiadas.

Como partidario de esta última estrategia, me parece de especial importancia la promoción y participación en cooperativas energéticas, agrícolas e industriales, iniciativas sin ánimo de lucro, banca popular, ciudades en transición, eco-villas, experimentos de agricultura orgánica y permacultura, software libre, y tecnologías libres. Todo ese tejido de prácticas debería tener suficiente desarrollo en una futura situación de estancamiento estructural del crecimiento capitalista, si queremos que la gente se adscriba en masa a prácticas alternativas a las dominantes.

Si ese tejido económico alternativo al dominante (“nichos” o centros de nucleación de nuevas prácticas) estuviera entonces suficientemente desarrollado, se podrían lanzar con posibilidades de éxito consignas similares a las clásicas consignas anarquistas, que servirían como guías en la movilización hacia un sistema post-capitalista simbiótico (y no enemigo) de la vida y de las sociedades. Algunas de estas consignas-guía podrían ser las que propone el Manual de Soberanía Económica de http://tarcoteca.blogspot.co.uk/2015/01/soberania-economica-dejar-de-usar.html?m=1 :

-No usar bancos: usar servicios alternativos, dinero en efectivo, cuentas a 0, servicios de pago electrónico, divisas sociales, criptodivisas

– No usar divisas estatales: usar moneda social, criptodivisas, dinero natural como el oro

– No usar financiación bancaria: usar micromecenazgo/ crowfounding/ suscripciones/ donativos

– No usar servicios corporativos: usar servicios públicos, socializados o alternativos

– No consumir bienes corporativos: consumir sólo servicios y productos sociales

– No organizarse en sus asociaciones capitalistas: organizarse en asociaciones independientes

– No trabajar en sus empresas: participar sólo en cooperativas

– No participar en sus partidos políticos: usar las organizaciones locales y de base como sindicatos, juntas vecinales y concejos horizontales.

Ahora bien, aunque la situación presente no sea aún una situación de crisis general del sistema, todas estas medidas pueden irse desarrollando progresivamente aquí y ahora, por lo que la estrategia del “revolucionario paciente” no tiene por qué diferir en la práctica de la del “luchador de base”, salvo en el modelo diferente que ambos utilizan para imaginar el momento de la crisis definitiva del régimen.

Ecovillage

En la situación presente, la venta del propio trabajo asalariado a una empresa capitalista suele ser justificable por la necesidad de sostener a una familia a cargo del trabajador, y la inexistencia de alternativas. En una situación con un tejido de empresas cooperativas, solidarias o sin ánimo de lucro, la venta de la propia fuerza de trabajo fuera de estas redes solidarias, dejaría de ser la única opción, empoderando a la movilización. Es más, llegado un punto de alto desarrollo de ese tejido, vender el propio trabajo asalariado a una empresa capitalista podría ser considerado moralmente “indecente”. Estas valoraciones morales pueden ayudar notablemente a amplificar el traspaso de una forma de vivir a la alternativa, y así ha sido en revoluciones históricas como la inglesa, donde la participación en la revuelta puritana (o en la de los “niveladores”) contra el poder monárquico era considerada como un deber moral por muchos grupos sociales, no sólo como una persecución de los propios intereses. Otras consignas y valores-guía que permitieran diferenciar y enaltecer a los partidarios del nuevo régimen con respecto a “los otros”, o grupos conservadores que defiendan al viejo sistema inútil, podrían ser importantes en esa fase final.

Referencias

Dahle, K., 2007. When do transformative initiatives really transform? A typology of different paths for transition to a sustainable society. Futures 39, 487–504.

García-Olivares, A., 1988,  El Concepto de Cambio Estructural en las Ciencias Sociales, Revista Internacional de Sociología, Vol. 46, Nº 2  (Junio-88), 243-262.

García-Olivares, A., Solé, J., 2014. End of growth and the structural instability of capitalism- From capitalism to a symbiotic economy. Futures 68, p. 31-43. Special Issue on Futures of Capitalism. http://dx.doi.org/10.1016/j.futures.2014.09.004

Geels F. W. 2011. The multi-level perspective on sustainability transitions: Responses to seven criticisms. Environmental Innovation and Societal Transitions 1, 24-40.

Goldstone, J.A., 2001. Toward a fourth generation of revolutionary theory. Annual Review of Political Science 4, 139–187.

Huntington SP. 1968. Political Order in Changing Societies. New Haven, CT: Yale Univ. Press

Skocpol, T., 1979. States and Social Revolutions: A Comparative Analysis of France, Russia and China. Cambridge University Press, Cambridge.

Tilly C. 1978. From Mobilization to Revolution. Addison-Wesley, Rading, Massachusetts, USA.

Verbong G., Loorbach D. (Eds.), 2012. Governing the Energy Transition, Chap. 1, Introduction. Routledge, New York.

La Revolución Francesa

Precondiciones y precipitantes de la Revolución

La resistencia y las revueltas de los campesinos y habitantes de las ciudades contra los intentos de la corona de extraer nuevos impuestos o cobrar los impuestos en tiempos de crisis habían sido habituales en todos los países europeos en el siglo XVIII, por lo que era un tópico en muchos escritores hablar de que iba a acabar estallando una revolución; Pero nadie se imaginaba en 1750 el cataclismo que estaba a punto de producirse.

Las 400.000 personas que formaban la nobleza francesa, de un total de 23 millones de franceses, gozaban de considerables privilegios, entre ellos el de estar exentos de varios impuestos (aunque no de tantos como estaba exento el bien organizado clero). Los antiguos estados y parlamentos eran instituciones políticas controladas por la nobleza, pero habían ido perdiendo poder frente al absolutismo real. La corona había colocado además a financieros y administrativos, ennoblecidos pero procedentes de la burguesía, en puestos cercanos al gobierno. Muchos de ellos trataban de modernizar la administración en el sentido de acercarla a los modelos económicos que estaban convirtiendo al Reino Unido en uno de los estados más poderosos de Europa. Por ejemplo, el economista fisiócrata Turgot, que preconizaba una eficaz explotación de la tierra, libertad de empresa y comercio, una administarción eficaz sobre un territorio unificado, una tributación equitativa y una disminución de las desigualdades (Hobsbawn 1964).

Pero muchos cargos oficiales estaban acaparados por tradición por la nobleza, que justificaban su propiedad como «derecho de conquista» de sus antepasados que según ellos eran los antiguos conquistadores germánicos de la Galia romana. El poder real se ejercía de forma directa sólo a nivel regional; a nivel local, gobernaba de manera indirecta, a través del clero, la nobleza y las oligarquías urbanas. Desde esos puestos, el clero y la nobleza se opusieron a los intentos del absolutismo de modificar los sistemas de recaudación local que ellos controlaban.

Francia estuvo en guerra 86 años entre 1648 y 1780, o sea, dos de cada tres años. En conjunto, el estado salió fortalecido de esas guerras, en poder fiscal y en poder administrativo (Tilly 1995). Sin embargo, la forma como el estado recaudaba impuestos extraordinarios de guerra alió en su contra a grupos sociales cada vez más numerosos. El sistema era forzar a individuos y grupos acomodados a desembolsar grandes cantidades a cambio de privilegios o monopolios (personales, gremiales o municipales) que el estado se comprometía a defender en el futuro. Otras veces eran privilegios tradicionales nobiliarios que el estado amenazaba con revocar salvo si el noble pagaba por su mantenimiento. Otro era el arrendamiento de los nuevos impuestos a un especialista en extraerlos, que los adelantaba al Estado y luego los trataba de recaudar con fuerte protección personal del Estado. Con estos sistemas, el estado creaba un nuevo círculo de privilegiados a los que luego sería más difícil extraer dinero adicional. Estos clientes conocían además muy bien la situación de las finanzas del estado.

Las grandes deudas adquiridas durante la Guerra de los Siete Años y durante la Independencia norteamericana no podían ser pagadas imponiendo nuevos impuestos, pues en la última mitad del siglo XVIII los salarios reales estaban disminuyendo, y las malas cosechas aumentaban el hambre en muchos hogares pobres. Los nuevos impuestos sólo podían salir de los órdenes privilegiados (Hampson). Sin embargo, los parlamentos sólo aceptaban colaborar en la reorganización fiscal si aumentaba su influencia en la política financiera. Esto indujo a los monarcas a exiliar una y otra vez a los parlamentos y a tratar de gobernar por decreto. Esto, junto con las grandes pérdidas coloniales de la guerra (Quebec, Senegal, San Vicente, Dominica, Granada y Tobago) desacreditaron crecientemente al estado.

En 1771 el ministro Maupeou y el inspector general Terray intentaron reorganizar las finanzas mediante el exilio de diversos parlamentaires, la abolición de sus cargos venales (comprados a un precio estipulado) y la sustitución del parlamento de París por unas nuevas jurisdicciones que estarían bajo control del rey. Sin embargo la muerte de Luis XV en 1774 permitió a los parlamentos recuperarse coaligándose con los campesinos y burguesía que luchaban independientemente hasta entonces contra los gastos, la arbitrariedad y la corrupción del gobierno. La amenaza de perder sus numerosos privilegios llevó a la nobleza y el clero a actuar en sincronía con clases sociales muy diferentes. El propio partido monárquico se dividió en una facción contraria y otra favorable a Necker, el supuesto genio financiero suizo que financió la guerra norteamericana a base de deuda mientras presentaba las cuentas como si fuera un maestro de la buena administración. Una asamblea general del clero manifestó su solidaridad con los parlamentos y con la aristocracia, en contra del rey.

El ministro Calonne trató de eliminar la distinción entre tierras nobles y tierras plebeyas a la hora de tributar. Esto atemorizó a la nobleza pues podía ser un precedente muy peligros para sus otros privilegios. El consejo de notables presionó al rey hasta que Calonne fue cesado el 8 de abril de 1787.

El parlamento de Toulousse ordenó el encarcelamiento del intendente y estallaron insurrecciones populares contra los funcionarios reales en Bretaña y el Delfinado, donde la nobleza y los representantes de las ciudades llegaron a reunir los estados provinciales sin que hubieran sido convocados por el rey, y grupos de montañeses descendieron hasta Grenoble para proteger el Parlamento frente a la monarquía. Mientras cundía la agitación en gran parte de Francia, se formó una poderosa coalición que pedía la convocatoria de los Estados Generales para solucionar los probblemas del reino. En agosto de 1788 el rey capituló a esas exigencias, destituyó a dos primeros ministros y llamó de nuevo al gobierno a Necker. Todas las entidades políticas de Francia comenzaron a preparar las elecciones para los Estados Generales, en la que se reunían los tres estamentos: nobleza, clero y «tercer estado» (o pueblo llano). Necker acabó aceptando la petición del tercer estado de que se duplicase su representación en los Estados Generales; esa decisión no era necesariamente contraria a los intereses de la corona, pues al dar mayor poder a la burguesía (artesanos y tenderos sobre todo) de las ciudades, produjo temor en gran parte de la aristocracia, que se inclinó de nuevo hacia apoyar al monarca.

La reunión de los Estados Generales fue acogida como la «buena nueva» anunciadora de tiempos nuevos. En palabras de una campesiana anciana: «se dice que ahora va a hacerse alguna cosa, por parte de grandes personajes, para nosotros, pobres gentes, pero no se sabe quién ni como; pero que Dios nos envíe algo mejor, porque los derechos y las cargas nos agobian». Pero ¿consentirían los privilegiados en dejarse despojar? La resistencia de la aristocracia a que el tercer estado tuviera un voto por cabeza reforzó la desconfianza que tanto la burguesía como el pueblo llano tenían de la nobleza.

Los Estados Generales se abrieron el 5 de mayo de 1789 en Versalles, cerca de París. Estaban presentes 1.139 diputados, 291 pertenecientes al clero, 270 a la nobleza, y 578 al Tercer Estado (que representaba al 97% de la población). Pero no estaba claro si las votaciones se harían por estamento o por cabeza, detalle que podía condicionar la aprobación en un sentido o en otro de cualquier reforma. Al día siguiente la nobleza y el clero se reunieron en las salas que tenían adjudicadas para verificar la legitimidad de los poderes de los representantes y constituirse por separado. El tercer estado reclamó la verificación en común, lo cual implicaba implícitamente el voto por cabeza. La nobleza se negó durante 22 días seguidos a reunirse conjuntamente con el tercer estado, y el clero (constituido en parte por curas párrocos humildes) estaba dividido. Su división quedó clara cuando el diputado Mirabeau propuso que, dado que no se sabía la resolución que adoptaría la nobleza, se intimase al clero a que se explicara inmediatamente y declarara de una vez si quería o no reunirse al estado llano. «El diputado Target al frente de una diputación numerosa, pasó al salón del clero y habló en estos términos: «En nombre del Dios de paz y del interés nacional, los señores diputados del estado llano suplican a los señores diputados del clero que vengan a reunirse con ellos en el salón de la asamblea, para discutir los medios de establecer la concordia tan necesaria en este momento para la salvación del estado»; el clero quedó suspenso al oír aquellas palabras tan solemnes, y un gran número de sus individuos contestó con aclamaciones y quiso inmediatamente corresponder al llamamiento; pero se les impidió hacerlo, y se contestó a los diputados que se iba a deliberar» (Thiers 1841). Con gran habilidad táctica, el pueblo llano se constituyó entonces en Asamblea Nacional e invitó a los demás a unirse. Dos nobles y 149 miembros del clero lo hicieron. Esto constituyó una auténtica provocación jurídica, pues equivalía a desmantelar los estamentos tradicionales del reino y sustituirlos por una asamblea única en representación de todo el pueblo.

Ante este acto revolucionario, el rey Luis XVI mandó cerrar la sala y prohibió su entrada a los representantes del Tercer Estado, en contra de la opinión de su ministro Necker.

David-Juramento Juego Pelota

Jean-Louis David, El Juramento del Juego de Pelota (1791), museo nacional del castillo de Versalles y de Trianon.

La Asamblea Nacional encontró otro lugar de reunión, la Sala del Juego de Pelota (o frontón) de Versalles, y el 20 de junio los diputados juraron no separarse antes de haber dado una Constitución al país, lo que se conoce como Juramento del Juego de Pelota. El 23, el rey ordenó su disolución, pero los diputados del pueblo llano siguieron al diputado Mirabeau y su célebre frase «Estamos aquí por la voluntad del pueblo y sólo saldremos por la fuerza de las bayonetas«. El 27 de junio el rey cedió e invitó a la nobleza y al clero a que se unieran a la nueva asamblea. El 9 de julio de 1789, la asamblea adoptó el nombre de Asamblea Constituyente. La opinión popular mayoritaria seguía siendo todavía la de que el rey era «bueno» pero su entorno aristocrático era perverso.

Pese a la flexibilidad inicial del rey,  la posibilidad de una revolución pacífica del Antiguo Régimen y el paso a una monarquía constitucional encabezada por la Asamblea Constiuyente no triunfó. Los diputados del Tercer Estado tenían una minoría conservadora que, junto con el clero de a pie y la fracción liberal de los los nobles constituían un partido proclive al compromiso. Este partido creció con los desórdenes y levantamientos que la crisis económica estaba estimulando en toda Francia. Las llamadas al ejército para que restableciera el orden entre el tercer estado subrayó el carácter oligárquico del régimen entre las masas. En los primeros días de julio de 1789 se corre la voz de que los aristócratas y el rey preparan un golpe de fuerza para disolver la Asamblea. En París, artesanos, tenderos y obreros, soldados que abandonan el acuartelamiento, se convierten pronto en una fuerza de choque de la burguesía para defender la Asamblea, aunque inicialmente carecen de armamento.

Luis XVI, actuando por consejo de los nobles que formaban su camarilla personal, cesó a su ministro de finanzas Necker (que simpatizaba con algunas demandas del Tercer Estado); la noticia se conoció el 12 de julio y desencadenó un miedo generalizado a un auto-golpe de estado del propio gobierno contra la Asamblea. Los liberales temieron que la concentración de tropas reales llevadas a Versalles, provenientes de las guarniciones fronterizas, intentarían clausurar la Asamblea Nacional Constituyente. Las masas se arremolinaron por todo París, llegando a juntarse 10.000 personas en torno al Palais Royal. Camille Desmoulins, conocido francmasón de la logia de las Nueve Hermanas, según Mignet,​ concentró a una gran muchedumbre, subido a una mesa y con una pistola en la mano, al grito de:

¡Ciudadanos, no hay tiempo que perder; el cese de Necker es la señal de la Noche de San Bartolomé para los patriotas! ¡Esta noche, batallones de suizos y alemanes tomarán el Campo de Marte para masacrarnos; sólo queda una solución: tomar las armas!

En efecto, a primera hora de la noche del 12 de julio, el barón de Besenval, a la cabeza de las tropas instaladas en París, dio la orden de intervenir a los regimientos suizos acantonados en el Campo de Marte. Una multitud creciente, blandiendo bustos de Necker y el duque de Orleans (que había apoyado al Tercer Estado), atacó sólo con piedras a batallones de caballería en la Plaza Vendôme, y en la Plaza Luis XV, con dos o tres bajas entre los manifestantes

La Guardia Francesa era la guarnición permanente de París que, con muchos vínculos locales, era favorable a la causa popular. El príncipe Lambesc, que no confiaba en que este regimiento obedeciera sus órdenes, colocó a 60 hombres a caballo para vigilarlo frente a su sede en la calle Chaussée d’Antin. La medida fue contraproducente, pues los suboficiales de la Guardia Francesa, rebelándose contra sus oficiales, mandaron atacar a ese grupo de caballería, matando a dos soldados e hiriendo a tres más. Tras ello, este contingente militar experimentado se dirigió al Campo de Marte, para contrarrestar cualquier movimiento de los regimientos mercenarios fieles al rey.

La mañana del 13 de julio hubo amotinamientos que exigían rebajas en el precio del pan y del trigo y algunos saqueos. Por la tarde, muchos manifestantes se reunieron frente al ayuntamiento de París pidiendo armas para defender la ciudad. Los electores, representantes municipales reunidos dentro, decidieron crear una «milicia burguesa», la Guardia Nacional, para evitar los desórdenes y saqueos crecientes. Para pertrechar de armas a esa milicia de 48.000 ciudadanos, los amotinados saquearon el Hotel de la Marina. Más tarde, una delegación de los electores del Ayuntamiento se dirigió al Hotel de los Inválidos para reclamar las armas almacenadas en él. El gobernador se negó y la muchedumbre empezó a proponer la toma de la Bastilla, donde se almacenaban grandes cantidades de pólvora.

Por la mañana del día 14 de julio, unas 100.000 personas rodearon el Hotel de los Inválidos. Éste estaba protegido por cañones, pero sus guardias parecían dispuestos a no utilizarlos contra la multitud. A unos cientos de metros, en el Campo de Marte, el Barón de Besenval (comandante de las tropas reales de París) reunió a los jefes de los cuerpos para conocer si sus soldados marcharían contra los amotinados; unánimemente, le respondieron que no. Los amotinados sacaron del hotel unos 30.000 mosquetes sin pólvora o munición, 12 cañones y un mortero. A la vez, una multitud se reunió frente a la Bastilla, donde se almacenaban casi 14.000 kg de pólvora. Estaba defendida por 82 inválidos, soldados veteranos poco aptos para el combate, y 32 granaderos suizos traídos unos días antes del campo de Marte. Entre las 10:30 y las 13 horas, dos delegaciones de los electores municipales entran en la fortaleza para negociar la entrega de munición a la Guardia Nacional (que lleva distintivos con los colores de la ciudad, rojo y azul). La masa, impaciente tras horas de espera, entra en el patio externo y a las 13:30 corta las cadenas del puente levadizo e intenta entrar en el patio interno. La guardia dispara sobre los asaltantes, con numerosas víctimas. Entre las 14 y las 15 horas, otras dos delegaciones entran sin conseguir tampoco nada. A las 15 h comenzó en el exterior el fuego entre ambas partes, y a las 15:30 llegaron 61 guardias franceses y otros desertores de las tropas regulares con las armas tomadas previamente en Los Inválidos y con varios cañones, que dispararon contra las puertas y el puente levadizo de la Bastilla. Comprendiendo que sus tropas no podrían resistir mucho más tiempo el asedio, el alcalde de la fortaleza (Launay) se rindió a las 17 h.  Él, junto con tres oficiales de la guarnición fueron asesinados por los asaltantes, haciendo un total de seis víctimas entre los defensores, por unos 100 entre los asaltantes. La mayoría de los defensores fueron protegidos por la Guardia Francesa tras la rendición.

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Acuarela sobre la Toma de la Bastilla, pintada en 1789 por Jean-Pierre Houël. En el centro se observa la detención del alcaide, el marqués de Launay

El 15 de julio de madrugada el duque de Rochefoucauld-Liancourt despertó a Luis XVI para informarle de los acontecimientos. «¿Qué rebelión es esta?», preguntó el rey. «Señor, replicó el duque de Liancourt, llamadla revolución» (Thiers 1841).

Parecen converger en las últimas décadas antes de 1789 los siguientes factores precipitantes: aumento de la deprivación y el hambre en las clases más bajas, debido a las malas cosechas y aumentos de precio; una crisis financiera del estado; un descrédito de la eficacia del estado tras las pérdidas bélicas, y su incapacidad de financiar la guerra y el presupuesto público; una división de las élites que antes lo apoyaban, y ahora defienden sus privilegios tradicionales contra los intentos de la corona de erosionarlos; y una pérdida general de la legitimidad de la corona como institución justa y que respeta las tradiciones. Tal conjunción parece haber creado, entre el 5 de mayo y el 14 de julio de 1789 una de las situaciones pre-revolucionarias más profundas que se han dado en la historia.

A la vista de los acontecimientos, que le desbordan, el rey trató de recuperar su legitimidad ante el pueblo llano (perdida por su alianza inicial con la nobleza y por el llamamiento al ejército en los primeros días de julio) accediendo a retirar las tropas de París y dejar su protección a la Guardia Nacional, y accediendo a llamar de nuevo al destituído Necker. La asamblea y el ayuntamiento, ahora protegidos por una guardia nacional armada, fueron los centros de nucleación (o «nichos») políticos de los acontecimientos revolucionarios, mucho más amplios, que siguieron.

La imposible revolución pactada. 1789-1792

Ante las noticias que venían de París, la insurrección se extendió por las ciudades y pueblos de toda Francia. El pueblo se organizó en ayuntamientos para conseguir el autogobierno, sólo reconocieron a la Asamblea Nacional Constituyente como autoridad externa y crearon cuerpos de guardias nacionales para su propia defensa, de acuerdo al principio de la soberanía popular, medidas espontáneas que fueron normalizadas al poco tiempo mediante leyes aprobadas por la Asamblea Nacional. En las áreas rurales, muchos oficiales del rey habían huído de sus pueblos, y llegaban confusos rumores de que muchos nobles se estaban exiliando y preparando un golpe de estado unido a una invasión desde el exterior, y que eran ellos quienes armaban a los bandidos que saqueaban las cosechas. El miedo inicial provocado por la incertidumbre en plena cosecha provocó que muchos pueblos pidieran protección a la nobleza local y le encargaran el mando de las milicias. Pero en otros lugares, el miedo se fue volviendo cólera y entre el 20 de julio y el 6 de agosto, muchos campesinos pobres aprovecharon la situación de debilidad del Estado para quemar títulos sobre servidumbres, derechos feudales y propiedad de tierras, y varios castillos y palacios fueron atacados. La insurrección agraria se conoce como La Grande Peur (el Gran Miedo). Superados por los acontecimientos,  el 4 de agosto de 1789, la Asamblea Constituyente de París suprimió los privilegios feudales y estableció la igualdad de todos los franceses ante la ley y los impuestos.

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Campesinos franceses del siglo XVIII (reproducción de George Stuart, Galería Historical Figures)

Inicialmente, la burguesía del Tercer Estado apoyó las demandas campesinas pero sin llegar al punto de cuestionar la propiedad de los nobles terratenientes. Suprimir un derecho de propiedad, aunque tuviera un origen incierto y heredado, podría poner en discusión la propiedad de los mismos burgueses. En las discusiones de la Asamblea, el vizconde Noailles, un noble liberal, propuso que todos los derechos feudales pudieran ser comprados o intercambiados «al precio de una estimación justa». Tras ese acuerdo, la Asamblea decretó la abolición sin indemnización de los derechos y deberes feudales que se referían a la mano de obra obligatoria, a la servidumbre personal, a los peajes, derechos de caza, de palomar y de pesca; pero todos los demás derechos (los más importantes) se mantenían hasta su compra. Así pues, los campesinos eran liberados, pero debían pagar la liberación de sus tierras (tasadas en unas 20 veces su renta anual). Dado que no se previó ningua forma de financiar a los campesinos pobres para que pudieran comprar las tierras nobiliarias, la inmensa mayoría se quedó en la misma situación de dependencia que antes, lo cual provocó una guerra civil en el campo que radicalizó la Revolución durante los años siguientes.

Este compromiso parlamentario inicial entre burguesía y aristocracia terrateniente era análogo al que habían establecido los revolucionarios que un siglo antes protagonizaron la Revolución Inglesa, y fué promovida por La Fayette hasta mediados de 1790 y luego por los triunviros Bernave, Du Port y Lameth en 1791. Éstos buscaron un equilibrio entre el Parlamento, la aristocracia y el rey, y quisieron dar un punto y final a la revolución, pues «un paso de más en la línea de la libertad sería la destrucción de la monarquía, en la línea de la igualdad sería la destrucción de la propiedad». Pero esa revolución de los notables acabó fracasando por el descontento general de los pequeños agricultores y por el empecinamiento de la mayoría de la aristocracia en mantener todos los privilegios posibles. La aristocracia en su mayoría no aceptó los decretos de la Asamblea sobre sus derechos, y buscó en la conspiración y la guerra internacional la reposición de sus privilegios. Cuando aceptaban en la práctica esos decretos, exigían a sus campesinos un pago no sólo por los derechos que conservaban, sino también por los derechos suprimidos por la ley.

Captura de Luis XVI

Grabado de la captura de Luis XVI en Varennes

La huída del rey a Varennes el 21 de junio de 1791 demostró claramente la inutilidad de la política de compromiso. En ese momento, la pálida legitimidad que aún conservaba el rey ante el pueblo llano se hundió definitivamente. El rey fue detenido cerca de la frontera con los Países Bajos (bajo poder austriaco), y se le devolvió a Paris con su familia. Se le mantuvo confinado un año en las Tullerías, y luego en la prisión del Temple hasta finales de 1792, cuando fue juzgado por la Convención, condenado a muerte por conspiración y traición al pueblo de Francia, y guillotinado el 21 de enero de 1793.

¿República burguesa o democracia popular? 1792-1795

Se multiplicaron las sociedades fraternales que se preparaban para resistir una invasión. Los girondinos (175 de los 749 diputados que componían la Asamblea en 1792) eran miembros intelectuales de la burguesía rica de los grandes puertos costeros, y apoyaron los preparativos de guerra contra el archiducado de Austria, que apoyaba a los nobles contra-revolucionarios. Sin embargo, tuvieron miedo de la creciente influencia del pueblo más llano en la revolución: permitir sus demandas de democratización (derecho de voto universal, entrada de los no propietarios en la Guardia Nacional) podía acabar poniendo en peligro la preponderancia de la riqueza en el estado, cuando no el mismo derecho de propiedad. En efecto, la libertad económica que defendían los girondinos estaba en contradicción con algunas de las demandas de los sans-culottes, tales como: la fijación de los precios de los artículos de primera necesidad, de las materias primas y de los arriendos; regulación por ley de los beneficios de la industria, los salarios del trabajo, y las ganancias del comercio; indemnización pública a los agricultores que pierdan la cosecha; fijación de un máximo individual para las fortunas privadas; o que un mismo ciudadano no pueda tener más que un solo taller o tienda (Saboul, 1987).

La movilización popular echó abajo la constitución de 1791 e impuso una nueva que admitía la entrada de los sans-culottes. La oposición y luego abstención de los girondinos les hizo perder popularidad frente a los jacobinos o montañeses (pues ocupaban el lugar más alto de la Asamblea). Con ello, los ciudadanos pasivos (sin propiedades) entraron en masa en las asambleas de sección (que gobernaba los barrios) y en los batallones de la guardia nacional. La idea de la burguesía media, representada por los jacobinos, era que mientras la patria estuviera en peligro, el soberano (el pueblo, según Rousseau) debía estar a la cabeza de los ejércitos y de todas partes. Esta «segunda revolución» integró al pueblo bajo en la nación y con ello institucionalizó la llegada de la democracia.

La burguesía se dio cuenta de que no podía doblegar a la aristocracia, ahora aliada con potencias europeas, sin contar con el pueblo bajo, de ahí que los montañeses se aliaran con los sans-culottes. Para el girondino Brissot eso abría la puerta a «la hidra de la anarquía»; sin embargo, Robespierre apoyó algunas de las demandas de los sans-culottes afirmando: «De todos los derechos, el primero es el de existir. Por lo tanto, la primera ley social es aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios para existir; todas las demás están subordinadas a ésta».

En medio de una crisis económica fuerte y del hambre, la presión popular fue muy fuerte durante 1793. En otoño, bajo la presión de los sans-culottes, los diputados más radicales arrancan a regañadientes a la Convención (que era el nombre de la Asamblea constituyente y ejecutiva que gobernaba Francia desde el 19 de septiembre de 1792) algunas medidas económicas favorables al pueblo llano y  medidas de terror para reprimir las actividades contrarrevolucionarias.

Fructidor

Fructidor (18 agosto ~ 16 de septiembre), mes de aprobación del Terror según el calendario republicano que sustituyó al gregoriano entre 1792 y 1806.

Algunas de estas medidas fueron:

  • Supresión de todas las congregaciones religiosas (este decreto estaba vigente ya desde el 18 de agosto de 1792)
  • Tasación del precio de los granos (cereales y leguminosas).
  • Impuesto sobre la fortuna (emprunt forcé sur les riches), confiscación de las tierras de los «enemigos del pueblo» y de los sospechosos (1794), registros en los domicilios de los banqueros.
  • Tasación de los beneficios empresariales en un 5% para el mayorista y un 10% para el detallista (29 septiembre de 1793).
  • Dirigismo económico para frenar la inflación. Nacionalización de algunas industrias relacionadas con la guerra.
  • Abolición de la esclavitud
  • Obligatoriedad del tuteo
  • Reparto igualitario de las herencias que suprime los privilegios de los primogénitos
  • Censo de los indigentes que percibirán ayudas procedentes de los bienes confiscados. Se organiza la atención a los pobres a domicilio.
  • Creación del calendario republicano.
  • Creación del calendario de las fiestas republicanas. El decreto del 7 de mayo de 1794 instaura la fiesta de la Razón y la fiesta del Ser Supremo.
  • Muchas iglesias son desacralizadas y convertidas en almacenes o transformadas en templos de la Razón. 20.000 clérigos abandonan el sacerdocio y 5000 se casan.
  • Se establece la educación primaria como obligatoria y gratuita.

Junto con las medidas de descristianización que los jacobinos promovieron, se adoptó un nuevo calendario republicano, que fue usado entre 1792 y 1806. Dividía el año en estos periodos:

Otoño (terminación -ario, -aire):

  • Vendimiario (Vendémiaire) (del latín vindemia, ‘vendimia’), desde el 22, 23 o 24 de septiembre.
  • Brumario (Brumaire) (del francés brume, ‘bruma’), desde el 22, 23 o 24 de octubre.
  • Frimario (Frimaire) (del francés frimas, ‘escarcha’), desde el 21, 22 o 23 de noviembre.

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Invierno (terminación -oso, -ôse):

  • Nivoso (Nivôse) (del latín nivosus, ‘nevado’), a partir del 21, 22 o 23 de diciembre.
  • Pluvioso (Pluviôse) (del latín pluviosus, ‘lluvioso’), a partir del 20, 21 o 22 de enero.
  • Ventoso (Ventôse) (del latín ventosus, ‘ventoso’), a partir del 19, 20 o 21 de febrero.

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Primavera (terminación -al):

  • Germinal (del latín germen, ‘semilla’), a partir del 20 o 21 de marzo.
  • Floreal (Floréal) (del latín flos, ‘flor’), a partir del 20 o 21 de abril.
  • Pradial (Prairial) (del francés prairie, ‘pradera’), a partir del 20 o 21 de mayo.

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Verano (terminación -idor):

  • Mesidor (Messidor) (del latín messis, ‘cosecha’), a partir del 19 o 20 de junio.
  • Termidor (Thermidor) (del griego thermos, ‘calor’), a partir del 19 o 20 de julio.
  • Fructidor (del latín fructus, ‘fruta’), a partir del 18 o 19 de agosto.

Accediendo a imponer medidas de terror dentro de la Convención o parlamento, el terror legal se impuso sobre la acción directa del pueblo llano, manteniendo cierto  control del Estado sobre los acontecimientos.

Entre septiembre de 1793 y primavera de 1794 muchas personas fueron enviadas a la guillotina, a veces injustamente y solo por meras sospechas, pero el 71% de los ejecutados lo fueron no en París sino en zonas de guerra civil, lo cual sugiere acusaciones de participación en delitos de guerra, conspiraciones para el derrocamiento del gobierno revolucionario, o tránsfugas. Hubo entre  11.000 y 40.000 ejecuciones, según las distintas estimaciones.

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Grabado de ejecución en la guillotina durante El Terror

En la Comuna de París (el gobierno del ayuntamiento) predominaba la burguesía, que llevaba la política moderada marcada por la Asamblea Constituyente. Pero en los distritos parisinos (secciones, desde 1790) mandaban las clases populares (sans-culottes), que solo se sometían parcialmente a la dirección comunal y se arrogaban el derecho de subordinar los decretos de la Comuna a sus decisiones. En el año II, las secciones parisienses  estaban constituidas principalmente por pequeños patronos (artesanos y tenderos) y obreros que trabajaban y vivían con ellos. El igualitarismo era la característica principal de sus reivindicaciones, sin ninguna justificación teórica, salvo el derecho a la existencia y a poder vivir con el propio salario. Las condiciones de existencia deben ser las mismas para todos, pensaban. Al derecho de propiedad como valor supremo, los sans-culottes oponían el principio de la igualdad de posesiones y a partir de él imponen restricciones al ejercicio del derecho de propiedad. El 2 de septiembre de 1793, en el máximo de la presión popular, la sección de los sans-culottes delante del jardín de las Plantas pide a la Convención la limitación por ley de los beneficios de las industrias y el comercio, que nadie pueda tener más de un taller o una tienda. Estas medidas radicales «harían desaparecer poco a poco la desigualdad demasiado grande de las fortunas y crecer el número de propietarios». Ese ideal era también aceptado por los pequeños y medianos empresarios que se veían en riesgo de ser reducidos a trabajadores asalariados dependientes por los grandes capitalistas, pero producía rechazo entre los burgueses más acomodados que dirigían en gran parte el gobierno y el partido jacobino.

Por otra parte, el principio de «la soberaná reside en el pueblo»  era interpretado literalmente por los sans-culottes, que se reunían en sus asambleas de sección para practicar el gobierno directo local, mientras recelaban del sistema representativo. Estos eran proclives a los tribunales populares, y creían que el pueblo debía estar armado. No andaban descaminados, pues cuando los militantes de las secciones fueron desarmados por el gobierno en el año III, se inició su declive político. El derecho a la insurrección por parte del pueblo en armas era para ellos el corolario natural del principio de soberanía popular, aunque luego delegara esa soberanía en sus mandatarios. De julio de 1792 a septiembre de 1973 las reuniones diarias de las secciones facilitó en gran medida el apoyo que el gobierno jacobino necesitaba contra los moderados, y tendió a sustituir a las Asambleas generales a un papel de registro durante el invierno del año II.

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Los jacobinos, como liberales de la burguesía media que eran, aceptaron la reglamentación y la tasación como una medida necesaria para la guerra (para armar y avituallar a los soldados) y una concesión coyuntural a las reivindicaciones populares, pero en el fondo no creían que esas medidas debieran ser permanentes. Creían, como Rousseau, que la libertad y la igualdad eran características que debía tener cualquier sociedad racional. Pero compartían un sentimiento, casi siempre implícito, de que la democracia debía ser dirigida por ellos, pues no era posible confiar en la espontaneidad revolucionaria de los sans-culottes. De ahí que pusieran en práctica los clubs y los comités restringidos que fijaban la doctrina, concretaban la línea política, y la traducían en consignas aceptables para las masas.

La aplicación de las medidas aprobadas a finales de 1793 estaba esbozando los rasgos de una democracia social y pretendían crear una nación de pequeños propietarios, también en el campo. Los jacobinos empezaron a dar, por fin, satisfacción a los campesinos pobres a partir del 17 de julio de 1793, con la abolición definitiva, sin compensación, de todos los derechos señoriales. Paralelamente, los bienes de los emigrados, que habían sido nacionalizados, fueron puestos en venta en pequeños lotes de 2 a 4 arpents (1 arpent equivalía a unos 5.000 m2) pagaderos en 10 años (luego ampliado a 20). Se permitió la partición de los bienes comunales si era solicitado por 1/3 de la asamblea de vecinos.  En ventoso del año II (febrero a marzo de 1794) se despojó de sus bienes a los sospechosos de contra-revolucionarios para transferirlos a los patriotas indigentes. También el derecho a la asistencia de la gente del campo quedó legislado en el decreto de 22 floreal del año II (11 de mayo de 1794), con pensiones de jubilación para ancianos e impedidos, subsidios para madres y viudas con hijos, y asistencia médica gratuita a domicilio. «La felicidad es una idea nueva en Europa», declaró Saint-Just el 13 ventoso. Estas medidas no siempre eran apoyadas por el grupo de los indulgentes, o moderados seguidores de Danton.

A finales de 1793 el gobierno trató de moderar el terror y también la polarización que se estaba produciendo entre los jacobinos entre los exagerados de Hébert y los moderados seguidores de Fabre d’Eglantine, que renegaban del exceso de violencia que la revolución estaba desplegando. Éstos eran conocidos como dantonistas, pese a que la relación de Danton con ellos no estuviese clara. En los mismos meses, el Comité de Salvación Pública llegó a la conclusión de que el Gobierno Británico estaba utilizando a sus agentes en territorio francés para enemistar entre sí a los revolucionarios.

La concepción dirigista de la democracia y de la guerra que animaba a los jacobinos llevó progresivamente al gobierno a asegurarse la obediencia pasiva de las organizaciones populares y a reducir la democracia sans-culotte a algo supeditado a las leyes parlamentarias. El propio éxito de su colaboración con el gobierno burocratizó a muchos activistas de la sans-culotterie. Muchos militantes, sin estar movidos sólo por la ambición, consideraban la obtención de un cargo como la recompensa legítima a su pasada actividad. El gobierno fomentó estas ansias depurando las administraciones y secciones en las que tenía influencia y poblándolas de sans-culottes «buenos». Esto fomentó un conformismo burocrático visible entre los comisarios revolucionarios de las secciones parisienses, que al principio de la Revolución fue una punta de lanza del combate popular. Su dependencia salarial del gobierno hizo a estos comisarios mucho más obedientes a las consignas del gobierno. La democracia directa de estas secciones se vio así muy debilitada.

A principios de ventoso, reinaba un malestar político en la sans-culotterie. El malestar fue aprovechado por el grupo de los patriotas decididos o exagerados, los cordeleros a la cabeza, para tratar de desembarazarse de los moderados en los comités de gobierno (auxiliares de la Convención) y en la Convención, y proclamaron la necesidad de una santa insurrección. Pero no habían asegurado su coordinación con los sans-culotte de la calle, por lo que no fueron seguidos en masa, como habían supuesto. Hébert y otros 18 radicales fueron ejecutados en germinal del año II. El Comité no se quedó ahí y mandó ejecutar también a Danton, Fabre y otros 12 moderados del ala contraria que, supuestamente, habían sido manipulados por los prusianos o habían entregado secretos a los británicos (Hampson 1984).

La ejecución de Hébert («le Père Duchesne») y de los cordeleros, que expresaban las aspiraciones de los sans-culottes, hizo que el contacto directo y fraternal entre éstos y el gobierno revolucionario se rompiera. La represión que siguió a los procesos desarrolló en los militantes del pueblo llano un miedo que paralizó la vida política en las secciones.

Como la presión militar extranjera se estaba aliviando con los éxitos militares franceses en España y Bélgica, el ejército revolucionario fue licenciado (27 de marzo de 1794). El gobierno nunca había aceptado los objetivos sociales y la democracia directa de los sans-culottes, pese a necesitarlos para la guerra. En la nueva coyuntura internacional, más relajada, el gobierno amplió el esfuerzo de control de las instituciones y de unificación de las fuerzas políticas. Los comisarios contra los acaparamientos, defendidos por los sans-culotte, fueron suprimidos; la comuna de París depurada de los antiguos seguidores de Marat, Hébert y de los Cordeleros; y el gobierno reclamó el fin de la autonomía que tenía la democracia de las secciones con respecto a las directrices del gobierno jacobino. Se acusó a las sociedades seccionarias de «querer hacer de cada sección una pequeña república». De germinal a pradial se disolvieron 39 sociedades, con lo cual el gobierno rompía el armazón del movimiento popular. De germinal a mesidor la centralización crecía mientras el terror continuaba, pero ese terror incluía tanto a los opositores conservadores como a los demasiado radicales, todos ellos considerados contra-revolucionarios. «Se trata menos de castigar a los enemigos de la Revolución que de aniquilarlos», declaró el presidente de la Convención, Couthon. Pero lo que el gobierno ganaba en poder coactivo lo estaba perdiendo en apoyo popular, y su base social se redujo enormemente. Según Soboul (1981) «los documentos de la primavera de 1794 dan fe de la atonía de las organizaciones populares. Si las asambleas de sección todavía abordan los problemas de política general ya no es para discutir, sino para aprobar mediante el envío de felicitaciones y de testimonios de fidelidad (…) la indiferencia o la hostilidad gangrenan las secciones estrechamente dirigidas por unos comités revolucionarios burocratizados. Saint-Just escribe que la Revolución está helada«.

No está claro por qué en el auge de su poder, durante junio y julio de 1794, surgieron divisiones en el Comité de Salvación Pública, especie de gobierno ejecutivo encargado por el Consejo para el periodo de guerras, y que actuaba como una dictadura de facto. Es probable que Robespierre, con su carácter utópico y a la vez desconfiado, se hubiese convertido en un colega difícil de soportar para los otros miembros de dicho comité. Saint-Just lo apoyaba, pero Carnot y Collot dirigieron críticas contra él. La instauración del Gran Terror (Ley de Pradial, año II — 10 de junio de 1794) fue considerada innecesaria, ya que tras las victorias militares (Fleurus, 26 de junio de 1794) la Revolución ya estaba consolidada y no era preciso un régimen tan extremista. Muchos pensaron que la continuidad de «El incorruptible» al frente del Comité de Salvación Pública implicaría que Robespierre estaba ahora decidido a limpiar la República de todo aquel que pudiera rivalizar con él en el liderazgo de la nación, por lo que comenzó a fraguarse un golpe de estado en el interior del propio poder revolucionario, cuya cúpula estaba repleta de girondinos no confesos, de jacobinos deseosos de vengar las muertes de Danton y Hébert, o simplemente de gente temerosa de ser acusada de traición y ajusticiada. En un discurso a la Convención el 26 de julio de 1794, Robespierre pronunció un discurso ambiguo en el que afirmó que «existe una conspiración contra la libertad pública, la cual debe su fuerza a una coalición criminal que intriga en el seno mismo de la convención; que esta coalición tiene sus cómplices en la comisión de segur idad general y en sus secretarías y (…) en la Comisión de Salud Pública». Al día siguiente, Saint-Just llegó a la Convención con un informe del Comité sin haberlo leido a los otros miembros del mismo. Aunque se trataba de una propuesta de conciliación, algunos diputados, aterrados ante la posibilidad de que fuera a reclamar la depuración dando nombres, comenzaron a dar gritos, impidiéndole seguir con el discurso. Un grupo de diputados montañeses en los días anteriores habían planeado la caída de los robespierristas, acudiendo a los diputados de la llanura para que votaran contra él. Finalmente, después de que la mayoría le negara su apoyo, Robespierre fue acusado de dictador y detenido junto con otros dos miembros del Comité, Saint-Just y Georges Couthon.

Liberados de la cárcel por la comuna de París, que les prestó apoyo, los robespierristas se refugiaron en el edificio del ayuntamiento, respaldados por un sector del ejército mandado por el general Hanriot. Esa misma noche, las tropas leales a la Convención asaltaron el ayuntamiento. Robespierre fue conducido a la plaza de la Revolución (hoy plaza de la Concordia) y fue guillotinado junto a veintiún colaboradores, entre los que se encontraban Saint-Just, Couthon y el general Hanriot.

Más allá de la caida personal de Robespierre, el declive de la influencia y del poder de los jacobinos se debió a la base social tan estrecha en la que acabaron basando su apoyo. La desmovilización que promovieron entre los sans-culottes hizo que éstos les prestaran un apoyo cada vez más tibio; y la arbitrariedad con la que acusaron a algunos republicanos, tanto radicales como moderados, hizo que muchos republicanos empezaran a ver a los jacobinos como un grupo impredecible y amenazante.

Caído Robespierre, se disolvió la fuerza coactiva y demás resortes revolucionarios, el Club de los Jacobinos fue disuelto el 13 de noviembre de 1794 y pronto apareció el Terror Blanco. El 9 termidor  fue una jornada de engaños para los sans-culottes. Descontentos del gobierno revolucionario, no habían percibido la amenaza que suponía la caída de éste para sus intereses. El abandono de la economía dirigida y algunas medidas sociales cayó sobre ellos y hubo varios levantamientos infructuosos por su parte, el principal el 20-21 mayo de 1795. Se desencadenó la represión, tanto los republicanos moderados como los partidarios del Antiguo Régimen, apoyados en el ejército, atacaron a los sans-culottes, mientras  la gente decente respiraba tranquila. La revolución se había acabado.

Soboul (1987) subraya que la burguesía siempre llevó la voz cantante en su coalición con los sans-culottes. La falta de instrucción engendraba en las filas populares un sentimiento de inferioridad y a veces de impotencia, por lo que cuando a la sans-culotterie parisiense le faltaron los hombres de talento de la burguesía media jacobina, se encontró desorientada. Nunca se atrevió a crear desde sus propias filas ideas-guía que pudieran haber atraído a otros grupos sociales hacia una política radical autónoma e independiente de la burguesía.

¿Liberalismo o dictadura? 1795

La sans-culotterie estaba desmovilizada tras las últimas derrotas. Las masas campesinas estaban divididas: aboliendo definitivamente los derechos feudales (ley del 17 de julio de 1793), la Convención montañesa colocó por mucho tiempo a los campesinos propietarios dentro del partido del orden.

Con la aristocracia vencida y los ardores revolucionarios apagados, el reinado burgués de los notables podía comenzar. La burguesía alta organizó el estado de modo que no volviesen a repetirse los sucesos del año II: restricción de su libertad económica; limitación de sus beneficios; gente humilde imponiendo sus leyes. Se re-instauró el sistema censatorio (de derecho de voto sólo para los propietarios), y se re-estableció el valor supremo de la propiedad. Todo lo que el hombre razonable debe exigir es la igualdad civil (ante las leyes); la igualdad absoluta es una quimera, y ello se justificó diciendo que la propiedad familiar es algo natural con lo que uno nace, tan natural como «las estaturas, las fuerzas, el espíritu, la actividad, la capacidad de industria y de trabajo». Pero dado que la desigualdad de la propiedad es natural, se deduce que también es natural que nos gobiernen sólo los propietarios: «Debemos ser gobernados por los mejores: los mejores son los más instruidos, los más interesados en el mantenimiento de las leyes; ahora bien, con muy pocas excepciones, no encontrareis hombres de ese tipo mas que entre aquellos que, teniendo una propiedad, están apegados al país en que se encuentra, a las leyes que la protegen (…) El hombre sin propiedades, por el contrario, necesita un constante esfuerzo de virtud para interesarse por un orden que no le conserva nada y para oponerse a los movimientos que le ofrecen algunas esperanzas» (Boissy d’Anglas).

Desde el 8 de septiembre de 1794, las leyes que facilitaban a los pequeños agricultores convertirse en propietarios son derogadas en nombre del liberalismo y de la conveniencia de que haya grandes latifundios dedicados a la exportación e industrias dedicadas a la acumulación capitalista, y no sólo familias que cultivan para su propia subsistencia. La Constitución del año III elimina la mención a los derechos sociales de los ciudadanos que aparecía en la de 1789.

El fin de las guerras exteriores dejó al estado sometido a una profunda crisis económica y una inflación galopante debido a la explotación de los ejércitos ocupantes. En una situación de gran descontento social, la oposición contra el directorio aumentó. Los jacobinos se habían reorganizado y la oposición revolucionaria ganó un nuevo impulso bajo la figura de Babeuf, un antiguo protegido de Marat y simpatizante de los sans-culottes. Babeuf había escrito en 1789 un libro, Discurso preliminar al Catastro perpetuo en el que proponía la aprobación de una ley agraria que impidiera al propietario vender sus bienes y le obligara a devolverlos a la comunidad cuando muriera, produciéndose entonces un nuevo reparto de la tierra a razón de once fanegas por heredad. Tras 1792 llegó a la conclusión de que el medio de «dar sustento a esa inmensa mayoría del pueblo que, con toda su buena voluntad de trabajar, no lo tiene», es decir, el medio de alcanzar la «igualdad perfecta», no era limitar la propiedad, como proponían sans-culottes, hebertistas y enragés, sino suprimirla y establecer «la comunidad de bienes y de trabajos». Como los sans-culottes y los jacobinos, Babeuf proclamó que el fin de la sociedad es la dicha común y que la revolución debe garantizar la igualdad de los disfrutes. Pero como la propiedad privada introduce necesariamente la desigualdad, y la repartición igualitaria de las propiedades no puede durar mucho, el único medio de llegar a la igualdad de hecho es el de «establecer la administración en común; suprimir la propiedad particular; vincular cada hombre de talento a la industria que conozca; obligarlo a depositar el fruto en especie en el almacén común; y establecer una sencilla administración de las subsistencias que, registrando a todos los individuos y todas las cosas, hará repartir estas últimas con la igualdad más escrupulosa» (citado por Saboul). Este programa, publicado en noviembre de 1795, constituía una brusca mutación con respecto al de los jacobinos y al de los sans-culottes, pues era la primera vez que la comunidad de bienes y de trabajos, o sea, el viejo sueño utópico cristiano-milenarista del comunismo, se expresaba en forma de sistema ideológico. Ya en 1895 Babeuf había publicado la necesidad de que la producción agrícola fuese realizada también en «granjas colectivas», auténticas «comunidades fraternales» que proporcionarían mayor suma de recursos que los obtenidos mediante el cultivo individual.

La Conspiración de los Iguales, durante el invierno de 1795-96, constituyó el primer intento de hacer entrar el comunismo en la realidad. Su organización política también rompe con la empleada hasta entonces por el movimiento popular. En la cima aparece el grupo dirigente, que se apoya en un número reducido de militantes experimentados; después está el círculo de los simpatizantes patriotas y demócratas, mantenidos al margen del secreto y que no parece que hayan compartido exactamente el nuevo ideal revolucionario; por último, las masas populares a las que se trata de atraer aprovechando la crisis. Según Saboul, se trataba de una expresión de la idea de dictadura revolucionaria que Marat había presentido sin poder definirla exactamente. El liderazgo y luego la dictadura de una minoría revolucionaria más consciente era indispensable durante el tiempo preciso para la reestructuración de la sociedad.

La Conjura de los Iguales fue descubierta y Baleuf acabó en la guillotina, pero a través de Buonarroti (uno de sus camaradas en la Conspiración) sus escritos pasaron al activista comunero Blanqui, a quien hay que atribuir según Saboul, la doctrina de la dictadura del proletariado.

Comparación con otras revoluciones burguesas

Las tres guerras civiles inglesas entre 1642 y 1651 habían logrado sustituir a una monarquía potencialmente absolutista (y a sus apoyos en la Iglesia católica) por un gobierno representativo, aunque no democrático. Esto había despejado el camino al ascenso de la burguesía puritana dentro del aparato de Estado. Los derechos feudales fueron abolidos a cambio de garantizar a la aristocracia terrateniente la propiedad completa de sus bienes. Las confiscaciones y venta de las tierras de la Iglesia aceleraron la acumulación de capital en la burguesía y la antigua aristocracia ahora terrateniente. Las corporaciones y monopolios artesanales perdieron importancia económica para el Estado. La revolución final de 1688 (la «gloriosa») acabó de sancionar el compromiso político y social entre el gobierno, la burguesía y la aristocracia terrateniente.

Esta alianza dio un carácter mucho más conservador a la revolución inglesa que a la posterior revolución francesa. La primera podría caracterizarse como burguesa-conservadora y la segunda como burguesa-democrática. Aunque la Revolución Inglesa contó con muchos niveladores igualitaristas entre los soldados rasos de su ejército, no promovió ninguna adquisición de tierras entre los campesinos; estos fueron cayendo en la condición de asalariados al servicio de los grandes terratenientes o de la naciente industria urbana.

No está muy claro por qué los niveladores no consiguieron un poder mayor en el ejército y sobre el gobierno. Cueva Fernández (2006) sugiere que los oficiales no se decidían por esta senda «popular» pues aún confiaban en las cámaras parlamentarias como líderes de la Revolución, desconfiaban de la indisciplina agitadora de los niveladores, y temían que el control de la fuerza armada se les escapara de las manos. Esa desconfianza es habitual también en otras clases sociales que reciben alguna clase de compensaciones del status quo, cuando se movilizan grupos sociales que no tienen «nada que perder». Quizás, lo que aleja a clases altas e intermedias, «moderadas», de las clases bajas, «radicales» sea la diferente valoración sobre lo que merece la pena conservar del status quo, y lo que puede ser sacrificado. También juega un papel sin duda el paternalismo y el clasismo en que se educa a las clases altas y medias, que enseña a estas a valorar su propia identidad a costa de despreciar los hábitos de las clases bajas, sus estilos de interacción, sus hábitos de autocontrol de la agresividad, etc. Cromwell, que despreciaba profundamente a los niveladores, cedió unicamente, con el acuerdo de los señores locales, en aceptar que las instituciones locales fueran elegidos popularmente, así como los jurados y jueces. Pero se negó a dar a las clases populares derechos de propiedad sobre las tierras de la aristocracia. Sí que se aceptó formalmente la existencia de algunos de los derechos innatos de los ingleses (que hoy llamaríamos derechos fundamentales del hombre), que exigían los niveladores, como la libertad religiosa o los derechos procesales.

Otro factor que jugaba en contra de los niveladores es que la posesión  campesina de la tierra estaba siendo eliminada ya desde un siglo antes con los enclosures de las tierras comunales y la liberación (expulsión) de los campesinos por los nobles, que querían dedicar las tierras a pastos para la industria de la lana. Weber (1924) comenta que los campesinos ingleses fueron particularmente vulnerables porque, habitando en una isla, no eran necesitados regularmente como soldados ni por el rey ni por la nobleza, de modo que no podían entrar en relaciones de colaboración política con tales actores. Las políticas de protección de campesinos fueron desconocidas en Inglaterra y, cuando estorbaron a los nobles en su aspiración de obtener dinero metálico en los mercados, fueron expulsados de sus tierras, y nadie les garantizó a cambio propiedad alguna de las mismas, ni alguna forma de acceder a dicha propiedad. Era difícil que los nobles accedieran a cambiar su política hacia el campesinado a cambio de la fidelidad de estos en el ejército anti-monárquico, contradiciendo sus propios intereses monetarios.

En el caso de Francia, la huida al extranjero de muchos aristócratas, o su condena por traición, facilitó la nacionalización de sus tierras y la venta en pequeños lotes a los campesinos. En Inglaterra en cambio, la aristocracia era un firme aliado de la burguesía contra el rey.

En la Revolución Norteamericana, ni la libertad ni la igualdad fueron totalmente reconocidas, pese a las invocaciones al derecho natural. Los negros siguieron siendo esclavos, y la jerarquía social basada en la riqueza no sufrió alteración alguna.

Según Saboul (1987), la profundidad de los logros democráticos que se dieron en la Revolución Francesa se debió a la obstinación de la aristocracia en mantener sus privilegios feudales sin ofrecer concesiones al parlamento burgués. Ello obligó a la burguesía a aliarse más profundamente y por más tiempo con las masas rurales y urbanas, a las que tuvo que ir dando satisfacciones convincentes durante ese periodo de lucha incierta. La dictadura jacobina de la pequeña y media burguesía se apoyó en unas masas populares cuyo ideal era una democracia de pequeños productores autónomos, campesinos y artesanos independientes, que trabajara e intercambiaran libremente, con unos beneficios justos y parecidos.

Cuando se compara lo sucedido en las revoluciones burguesas con el desarrollo histórico del capitalismo desde el siglo XV, tal como nos lo describen Pirenne, Braudel, y Wallerstein, y con lo que nos enseñan Marx y Weber, puede concluirse que tanto Marx como Weber han identificado algunas fuerzas (o tendencias) causales (económicas e ideológicas) que pueden llegar a ser importantes en todos los cambios estructurales económico-políticos; pero que hay otras fuerzas importantes a esa escala de observación (miedos psico-sociológicos, hábitos, aparición de oportunidades, mal liderazgo estratégico), y todas esas tendencias se pueden combinar de diferente forma en distintos escenarios históricos. No hay un determinismo «en última instancia» de las fuerzas económicas (relaciones de producción), como no la hay en las ideologías, que a veces sirven como valores-guía efectivos para aglutinar la acción de diferentes grupos y a veces no rsultan efectivas. Pequeñas diferencias en la situación histórica hacen que las principales fuerzas o tendencias se combinen de forma diferente y conduzcan a regímenes nuevos muy distintos.

Cabe especular con que, si la guerra revolucionaria en Francia se hubiese prolongado unos años más, la alianza de la burguesía con los sans-culottes podría haber profundizado un poco más en la democratización del liberalismo propugnado por la burguesía revolucionaria. No es descabellado pensar que las demandas de la sans-culotterie de legislar los salarios máximos y las propiedades máximas heredables podrían haber sido incluidas en la nueva constitución que hubiese surgido al acabar la guerra. Ello habría conducido a un estado francés de pequeños propietarios más que a uno dominado por grandes capitalistas y financieros.

Cabe preguntarse si tal sociedad de pequeños propietarios hubiera sido estable en el contexto europeo de estados en lucha entre sí. Recordemos la advertencia que hacía el diputado Lozeau en un informe del 8 de septiembre de 1794: incluso admitiendo que fuera posible convertir a todos los campesinos en agricultores independientes, la república no debería felicitarse por ello, pues con esa autonomía familiar «el comercio, las artes y la industria pronto desaparecerían», con ello desaparecería la riqueza nacional y el poder nacional. El crecimiento del poder del Reino Unido era para muchos la demostración de que los grandes capitalistas y financieros eran una fuente de ingresos más eficaz para el estado que los pequeños propietarios casi autónomos.

Los estados en lucha suelen necesitar rentas crecientes y eso favoreció tratos bilaterales de las monarquías con empresas capitalistas grandes, como medida más a la mano para conseguir financiación. Esa colaboración había sido iniciada ya por las monarquías absolutistas, y los liberales se la encontraron como una herencia ya institucionalizada resultado de la trayectoria pasada. El acceso a la financiación de los industriosos burgueses fue clave, según Hobbes, para el triunfo de los puritanos sobre el rey en la revolución inglesa:

B: ¿Pero cómo podía el rey encontrar el dinero necesario para pagar al ejército que necesitaba para enfrentarse al Parlamento?

A: Ni el rey ni el Parlamento tenían mucho dinero en esa época, y recurrían a la benevolencia de quienes les apoyaban. Confieso que ello suponía una gran ventaja para el Parlamento. Quienes apoyaban al rey en esta faceta eran solo los lores y caballeros, que, dado que desaprobaban el funcionamiento del Parlamento, estaban dispuestos a financiar, cada uno de ellos, el pago de un número determinado de caballos; no puede considerarse que esto fuera de gran ayuda, pues el número de los que pagaban era muy reducido (…) En cambio, el Parlamento recibía contribuciones cuantiosas, no solo de Londres, sino en general de todas partes de Inglaterra (Hobbes, Behemoth or the Long Parliament, citado por Tilly, 1995)

Por otro lado y salvando las distancias, estados posteriores como la URSS, que trataron de mejorar las condiciones económicas de sus ciudadanos acabaron colocando esas necesidades en segundo plano cuando tuvieron que competir por su existencia como estado con potencias enemigas como EEUU, y acudieron una vez más a la gran producción basada en grandes inversiones de capital controladas desde el estado.

Cabe objetar que una población de pequeños propietarios o trabajadores autónomos cohesionados alrededor de su gobierno tendría un ejército mucho más fiable que el de los estados no igualitaristas. Pero es difícil saber si este factor compensaría la ventaja militar que confiere un gran excedente anual de renta nacional. ¿Podría haberse basado una política belicista o imperialista en una economía interior burguesa-igualitarista? Es difícil saberlo, me inclino a pensar que tal economía a la medida de las necesidades familiares no es posible en un marco de guerras entre estados. Pero en cualquier caso, a los estados nacionales que salían de las revoluciones burguesas les resultó más cómodo y evidente continuar la herencia recibida de la colaboración entre el Estado y los grandes capitalistas.

Fuera de un contexto de guerras entre estados o amenazas de guerra, creo que la intuición de Max Weber es correcta: la dependencia entre los estados y el gran capitalismo se relaja a tal punto, que el gran capitalismo podría ser «dejado caer» por los estados. El móvil de los capitalistas es el beneficio, no es el crecimiento en sí mismo. La competencia de mercado induce a los capitalistas a mejorar la eficiencia de sus empresas, y a aumentar su tamaño para quedarse con una fracción del mercado mayor que la de sus rivales, porque el tamaño suele dar mayores beneficios y mayor poder de control oligopólico de los precios. Los estados en lucha han facilitado esa tendencia a crecer de los monopolios aliados al propio estado durante siglos; pero en una situación en la que no hubiera estados en lucha, la tendencia a crecer de algunas empresas podría ser evitada fácilmente mediante leyes reguladoras, en aras de la autonomía de lo político y del propio estado. Si el estado quisiera, podría legislar un tamaño máximo para cualquier empresa, reduciendo así el juego capitalista a una competencia por aumentar los beneficios únicamente mediante el aumento de las eficiencias de la producción. Max Weber piensa que el capitalismo perdurará hasta que las guerras se vuelvan innecesarias en un único estado mundial. No pensó en la posibilidad de que el capitalismo pudiera entrar en crisis antes, debido a los límites ecológicos y de recursos, y a la emergencia de nuevas coyunturas revolucionarias.

Referencias

Cueva Fernandez R. 2006. Los Levellers y El Agreement: Hacia La Teoría
Constitucional Moderna. Universitas. Revista de Filosofía, Derecho y Política, nº 3, verano 2006, p. 83-96.

Hampson  N., 1984. Historia de la Revolución Francesa. Alianza Editorial, Madrid.

Hobsbawm E. J., 1964. Las Revoluciones Burguesas. Ediciones Guadarrama, Madrid.

Soboul A., 1987. Sans culotte: Gobierno Revolucionario y movimiento popular,
Alianza Editorial, Madrid.

Thiers M. A., 1841. Historia de la Revolución Francesa. Publicada en doce volúmenes en 1840-1841 en la Edición traducida y anotada por Sebastián Miñano. San Sebastián. Clásicos de Historia 80.

Tilly C., 1995. Las Revoluciones Europeas, 1492-1992. Ed. Crítica, Barcelona.

Weber M. 2012 [1924]. Historia económica general. Fondo de Cultura Económica, México D.F., México.