Las leyes que regulan la propiedad y su herencia en las democracias contemporáneas tienen una inspiración filosófica liberal. Si queremos que la desigualdad no adquiera carácter permanente o incluso creciente, convendría sustituir la interpretación liberal por una interpretación democrática de los derechos, como ya proponía Bentham. Este artículo es una reedición ligeramente ampliada de otro ya publicado (García-Olivares, 2014).
La propiedad y su herencia en las democracias contemporáneas
Como resumen García Cotarelo y Paniagua (1987) la base filosófica sobre la que construye el liberalismo es la conciliación entre el aristotelismo, el epicureísmo y el hedonismo con el derecho natural y con el cristianismo, que cristaliza en la concepción individualista del mundo, es decir, el humanismo, la autonomía de la razón, y finalmente (a través del Renacimiento y la Reforma) la secularización moderna. Se trata originalmente de un liberalismo marcado por un “individualismo posesivo” (en palabras de C.B. Macpherson). Como resume Mairet (1989) el liberalismo distingue la esfera del estado, que es la de la autoridad política y la esfera de la “sociedad civil” o de los asuntos privados. El estado, que se ocupa del bien público, no debe introducirse en los asuntos privados, para que así quede garantizada la “libertad” de los individuos. Pero la libertad de que se trata es la del propietario. El estado únicamente preserva las relaciones de propiedad y de contrato establecidas en el pasado y en el presente por los individuos. Presupone que esa libertad existe fuera del estado, pero que se preserva con garantías gracias a él. La ecuación libertad = propiedad se plantea como evidente. En la formulación clásica de John Locke (1994 [1690], cap. V: “De la Propiedad”): “los bienes de la naturaleza están esparcidos en forma indivisa, pero (…) el hombre lleva en sí la justificación principal de la propiedad, porque él es su propio dueño y el propietario de su persona, de lo que ella hace y del trabajo que ella desarrolla; a medida que las invenciones y las artes han perfeccionado las comodidades de la vida, lo esencial de aquello que él ha empleado para asegurar su propia conservación y su bienestar nunca dejó de pertenecerle como propio, sin que haya tenido que compartirlo con otros”. Y más adelante, en ese mismo capítulo, Locke afirma que al poseer legítimamente una propiedad el propietario “no sólo puede usarla, sino además transferirla a otra persona vendiéndola o regalándola. Esto incluye también dejarla en herencia a sus herederos.”
A través de la propiedad el hombre se metamorfosea en ciudadano y puede ser declarado libre políticamente. Únicamente la propiedad, afirma Benjamín Constant en 1817, suministra el ocio indispensable para la adquisición de las luces y la rectitud de juicio, haciendo a los hombres capaces de derechos políticos. Un corolario que extrajeron Proudhon y Marx de este planteamiento es que el pueblo, al estar excluido de la propiedad, no se reconoce en el estado liberal que el burgués instituye para sí mismo, que es desde su fundación una república de propietarios.
Por otro lado, subrayan García Cotarelo y Paniagua (1987), la ideología liberal acepta como naturales y previos los privilegios que los propietarios (herederos de antiguos señores feudales, rentistas, militares y otras familias adineradas) han adquirido en el pasado, dado que las personas tienen derechos previos a toda injerencia del estado, la propiedad principalmente, en la que el poder público no debe intervenir.
No todos los filósofos están de acuerdo en la “evidencia” de la existencia de derechos naturales. Jeremy Bentham (1748-1832) argumentó en 1816 que la existencia de una “ley natural”, así como la de un “derecho natural” anterior al establecimiento de un gobierno no son más que ficciones de la imaginación, ya que el derecho pertenece al ámbito legal y sólo las leyes, y no la naturaleza ni Dios, pueden otorgar a los humanos derechos y deberes. Y, refiriéndose concretamente al derecho a la propiedad, afirma que éste es esencialmente contrapuesto a la libertad, en contra de la afirmación liberal, pues implica privar a otros de la posesión de esa propiedad: “How is your house made yours? By debarring every one else from the liberty of entering it without your leave” (Bentham 1843). El derecho, según Bentham, lo debe crear el legislador privilegiando lo que produzca la mayor felicidad para el mayor número. Como Bentham habla en el contexto de los primeros parlamentos democráticos europeos, su utilitarismo está apoyando la creación democrática de leyes por encima de la sumisión a supuestas leyes naturales abstractas. Esto no quita para que un Estado pueda considerar deseable crear leyes defensoras de “derechos humanos” considerados básicos, porque considere que ello es políticamente (o geo-políticamente) conveniente.
Jeremy Bentham (1748-1832)
Los derechos del hombre son franquías para los liberales, sin embargo, como dice Ortega, la racionalización de esos derechos por la Ilustración (Rousseau, Diderot, Holbach…) conducirá a la ideología democrática (jacobinismo, radicalismo, igualitarismo) que pronto será percibida como la adversaria del liberalismo (Tocqueville). Como lo expresó Ortega en 1925 (Ortega y Gasset 1954): “acaece que liberalismo y democracia son dos cosas que empiezan por no tener nada que ver entre sí y acaban por ser, en cuanto tendencias, de sentido antagónico. Democracia y liberalismo son dos respuestas a dos cuestiones de derecho político completamente distintas. La democracia responde a esta pregunta. ¿Quién debe ejercer el poder público? La respuesta es: el ejercicio del poder público corresponde a la colectividad de los ciudadanos. Pero en esa pregunta no se habla de qué extensión debe tener el poder público. Se trata sólo de determinar el sujeto a quien el mando compete… El liberalismo, en cambio, responde a esta otra pregunta: ejerza quienquiera el poder público, ¿cuáles deben ser los límites de éste? La respuesta suena así: el poder público, ejérzalo un autócrata o el pueblo, no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a toda injerencia del Estado. Es, pues, la tendencia a limitar la intervención del poder público”. ¿Intervenir en qué? En la propiedad privada (heredada y adquirida), podríamos añadir sin una excesiva simplificación.
Los padres fundadores del liberalismo quieren convencernos de que entregándose al negocio y a la producción, los hombres descubren la armonía, acrecientan sus riquezas, huyen de la necesidad y se hacen mejores, y frente a esto, las desigualdades iniciales de propiedad (heredadas familiarmente) se convierten en algo de importancia secundaria, en lo que no merece la pena pararse. La igualdad de todos ante la ley es suficiente para garantizar el dinamismo social. Sin embargo, esta clase de Igualdad resultó demasiado formal para amplios grupos sociales desprovistos de propiedad, que utilizaron, en los siglos siguientes, los canales democráticos, los partidos socialistas y la sindicalización para apoyar formas de igualdad más sustanciales o materiales (Laski, 2014).
Como respuesta, en parte, a esta evolución de los valores de igualdad durante el siglo XIX, el utilitarista liberal John Stuart Mill (1806-1873) abogó por un tipo de igualdad más elaborada que la mera igualdad de todos ante la ley, como es la “Igualdad de oportunidades”. Este nuevo principio ha sido incorporado por liberalismo del siglo XX y sostiene que los individuos deberían tener las mismas oportunidades en la vida para realizarse a sí mismos o para alcanzar las mismas metas. “Apunta a situar a todos los miembros de una determinada sociedad en las condiciones de participación en la competición de la vida, o en la conquista de lo que es vitalmente más significativo, partiendo de posiciones iguales” (Bobbio, 1993: 78).
Los liberales de mayor sensibilidad social, como el propio Mill, se dieron cuenta pronto de que la igualdad de derecho no era suficiente para que todos tuvieran un punto de partida igual. En algunas situaciones prácticas se necesitaban privilegios jurídicos y beneficios materiales para los no privilegiados económicamente. Y en aras de esta igualdad de oportunidades y de lograr la mayor utilidad general, Mill defiende que mediante leyes “no debería permitirse a nadie adquirir por herencia más de lo necesario para vivir con moderada independencia” (Mill 1848). Esta idea era afín a la que defendieron los sans-culottes durante la Revolución Francesa, según la cual un mismo ciudadano no debería tener derecho a poseer más que un solo taller o tienda (La Revolución Francesa).
John Stuart Mill (1806-1873)
Algunos liberales contemporáneos piensan, sin embargo, que “llevada a sus últimas consecuencias, la igualdad de oportunidades deteriora la libertad humana al impedir a las personas desarrollar libremente sus recursos, sus aptitudes y sus virtudes –condicionadas por el entorno- para obtener resultados desiguales” (Gutman, 1989: 287). El neoliberal Nozick argumenta que la noción de igualdad de oportunidades se basa en la metáfora según la cual la vida es como una carrera en la que todos deben empezar en el mismo lugar. La metáfora es inadecuada, dice, porque la vida no es una carrera en la que todos compiten por un premio previamente establecido, y además la igualdad de oportunidades violaría los derechos de los individuos:
“Hay dos caminos para intentar proporcionar esta igualdad: empeorar directamente la situación de los más favorecidos por la oportunidad o mejorar la situación de los menos favorecidos. La última necesita del uso de recursos y así presupone también empeorar la situación de algunos: aquellos a quienes se quitan pertenencias para mejorar la situación de otros. Pero las pertenencias sobre las cuales estas personas tienen derechos no se pueden tomar, aun cuando sea para proporcionar igualdad de oportunidades para otros. A falta de varitas mágicas, el medio que queda hacia la igualdad de oportunidades es convencer a las personas para que cada una decida destinar algunas de sus pertenencias para lograrlo (Nozick, 1988: 231).” Tras rebajar las posibles leyes parlamentarias igualitaristas a meras “varitas mágicas”, lo que Nozick propone en su lugar es la caridad por parte de los poderosos, la misma solución que proponían las élites cristianas en el feudalismo para aliviar la condición de los miserables.
Los ingresos de los gestores de capitales
Mientras tanto, el liberalismo se dedica a justificar las más aberrantes desigualdades en los ingresos de los profesionales asalariados del capitalismo con el argumento de que, como la mano invisible del mercado no puede equivocarse, las diferencias de sueldo obedecen a una diferencia de valor social de las aportaciones respectivas de cada uno. Veamos cuáles son esos trabajadores que, supuestamente, más contribuyen a la sociedad. Como expone G. Ingham (2010) desde que aparecieron las ciudades-estado italianas del siglo XVII, los controladores de la oferta de dinero-capital han sido los más ricos y poderosos de todas las clases capitalistas. Poco después de las navidades de 2006, Lloyd Blankenfield, director general de Goldman Sachs, informó a la junta de accionistas que las ganancias de la empresa habían aumentado un 70%, hasta 9500 millones $, lo que permitía un salario anual medio, excluyendo primas, de 620 000 dólares para los 26 000 miembros del personal y más de 50 millones de dólares para el propio Blankenfield. ¿Es por la especial brillantez profesional de estos directivos y staff por la que consiguieron esos beneficios astronómicos? La explicación que dan investigadores del mercado como Augar e Ingham es muy diferente a esa. Los mercados de valores están controlados por el oligopolio de los bancos de inversión, con la acción complementaria de los operadores y los agentes de bolsa. Éstos no son “intermediarios neutrales” para la coordinación de la oferta y la demanda de capital, sino que su posición les confiere poder para manipular el mercado de forma ventajosa para ellos (Abolafia 1996). Los operadores y agentes de bolsa obtienen ganancias infladas porque son un número restringido que cobra comisiones a sus clientes (principalmente, los gestores de fondos de los grandes fondos de pensiones y seguros) por la compraventa de acciones. Pero los bancos de inversión cuentan además con un segundo mecanismo potencialmente manipulador del mercado: tienen derecho a comerciar con acciones y participaciones por su cuenta, por lo que pueden comprar acciones baratas, promoverlas y hacer que su precio suba o usar una información sobre los cambios de precio inminentes que no está disponible para el público en general. Estas “operaciones desde dentro” han sido un rasgo presente en todos los booms de inversión del siglo XX. Además, más allá de estas prácticas, la concentración de poder en los niveles superiores de los mercados de capitales y financieros es enorme. Los bancos de inversión importantes son Goldman Sachs, Morgan Stanley, Merril Lynch, Citigroup, JP Morgan Chase, y unos pocos más, y no necesitan de hecho recurrir a la manipulación ilegal sino simplemente a su situación de oligopolio y a su información confidencial.
“Los grandes bancos de inversión saben más de la economía mundial que ninguna otra institución u organización. Saben más que sus clientes, más que sus pequeños competidores, más que los bancos centrales (…) y más que el Secretario del Tesoro de EEUU” (Augar 2006: 107).
Estos oligopolistas no pueden evitar conocer rápidamente qué activos están a punto de tener una gran demanda y por tanto elevar su precio o cuáles están a punto de caer. Y, como asesoran tanto a los compradores como a los vendedores, ganan siempre con independencia de la dirección que tome el mercado.
Debido a este oligopolio, los beneficios de Wall Street han sobrepasado largamente el rendimiento de toda la industria norteamericana durante los últimos 30 años. Sus beneficios han crecido cuatro veces más rápidamente que aquella y que el PIB americano. Por ello, la preferencia de los profesionales altos es la de ser contratados en estos servicios, y no en la economía directamente productiva.
Una vuelta de tuerca más dentro de la dinámica de acaparamiento de beneficios de Wall Street la constituye la aparición, con el cambio de siglo, de poderosas asociaciones de capitalistas del dinero llamados grupos de “capital riesgo” (Carlyle Group, Blackstone, Permira, KKR…). Son consorcios de individuos acaudalados cuya capacidad crediticia les permite obtener elevados préstamos bancarios para hacerse con empresas mediante absorciones hostiles, “reestructurarlas” para aumentar su rentabilidad y luego venderlas obteniendo un beneficio. Esto suele romper con todos los acuerdos internos previos establecidos entre la antigua dirección y los trabajadores de la empresa, muchos de los cuales son despedidos para aumentar el valor de mercado a corto plazo de la empresa. Con este tipo de operaciones, la distribución de la plusvalía se ha ido orientando cada vez más hacia el capitalista inversor, alejándose de sueldos y salarios. En parte, esto explica que las ganancias del capital en UK en 2006 aumentaran un 15% en sólo un año, mientras que la fracción de la renta nacional que recibieron los trabajadores fue la más baja desde principios de los 80.
No es sorprendente que los gestores de fondos de alto riesgo se asignen los salarios que se les antojan. En 2005, el salario anual medio de los 25 gestores de fondos de alto riesgo más destacado aumentó el 45% hasta 363 millones de dólares; los primeros de la lista eran James Simons, de Renaissance Technologies (1500 millones de dólares), T. Boone Pickens, de BP Capital Management (1400 millones de dólares) y George Soros, de Soros Fund Management (840 millones de dólares). Mucho más atrás, aunque no tanto como para no llegar a fin de mes, está el sueldo típico de un Director General de las 500 corporaciones más importantes: 10 millones de dólares (Ingham 2010).
Ni que decir tiene que estos individuos especialmente acaudalados difícilmente han reunido las fortunas necesarias para comprar una corporación, o para convencer a un banco de que les preste la cantidad faltante, sin haber nacido en familias excepcionalmente ricas y haber heredado sus inmensas fortunas.
Por otra parte, no parece que este nivel de remuneración esté determinado principalmente por su contribución funcional a la “eficiencia en las transacciones” en los mercados financieros. Todo parece indicar que los capitalistas adinerados y financieros tienen el poder de crear instrumentos y prácticas para enriquecerse. El argumento de Adam Smith de que la búsqueda individual privada de beneficios redunda en el crecimiento económico público podría tener, quizás, cierta validez en presencia de un nivel alto de competencia de mercado. Pero este escenario no tiene nada que ver con el funcionamiento del capitalismo moderno, salvo en sectores muy especiales y marginales.
Hacia una igualdad de oportunidades democrática
Es evidente que entre estos “tiburones” e inversores no se ve nunca a ningún profesional procedente de las favelas de Río, las chozas de gitanos pobres, ni las barriadas parias de Bombay. ¿Cómo es posible esto, si todos somos iguales ante la ley, y el dinamismo de la mano invisible es tal que las diferencias de patrimonio al nacer son irrelevantes? Todo el esquema conceptual liberal está tan lejos de los hechos económicos y de los problemas reales de la población mayoritaria que muchas personas reaccionan con asombro, por no decir con hilaridad o incluso con náusea, al escuchar tales argumentos. No cabe duda de que el liberalismo es una ideología muy confortable para los que tienen propiedades, pero resulta un disparate para alguien que haya nacido en una favela construida con chapa en suelo público. Y empleo el término “ideología” en lugar de “filosofía” porque una característica propia del pensamiento no ideológico sino filosófico es que puede ser defendido con igual convicción por un humano que haya nacido en una choza de una barriada paria de Bombay y por el hijo de Emilio Botín.
Todas esas aberraciones en la asignación de ingresos son apoyadas por la ideología liberal con la peregrina razón de que la propiedad y su herencia son “naturales” e intocables. Cualquiera, desde un punto de vista meramente democrático, ni siquiera socialista, podría pensar que una solución mucho más sencilla, para garantizar la igualdad de oportunidades y el dinamismo social que el liberalismo supuestamente persigue, consistiría en aprobar una ley que establezca que el máximo patrimonio que un hijo puede heredar es el equivalente a una primera vivienda de 4 habitaciones del país en el que viva. Si tras ello, quedara un excedente propiedad del difunto, este excedente pasaría automáticamente a un fondo estatal destinado a ser repartido entre los que no podrán recibir ninguna herencia de sus padres.
De este modo, el patrimonio generado por cada generación pasaría, de forma mucho más igualitaria, a la siguiente generación; los individuos de cada generación partirían de un poder económico similar a la de sus congéneres, ya hayan nacido dentro de la familia Onassis o en una choza de chatarreros ambulantes; se evitaría la aberrante acumulación de poder “no ganado” del que parten los hijos del 0.5% de familias que poseen el 38.5% de la propiedad mundial (O’Sullivan 2011); y la desigualdad derivada del éxito empresarial resultaría legitimada, pues nadie podría alegar que partió de un patrimonio radicalmente inferior a los otros.
Cómo analizó en detalle C. Wright Mills (1956), no es usual hacer una gran fortuna limitándose a alimentar un pequeño negocio, ni mediante el lento ascenso burocrático. Es más fácil y más seguro, nacer en una familia de la élite económica. Ello confiere a uno un nivel educativo alto y orientado a la empresa, contactos y recomendaciones claves, y ayudas económicas familiares en tiempo real. La importancia de haber nacido en una familia de clase alta ha sido confirmada para tiempos más recientes por Hartmann (2010). En su estudio con personas doctoradas en ingeniería, economía o derecho en Alemania, observa que la probabilidad de ser enrolado en un puesto alto de una gran empresa es respectivamente de 1/5, 1/8 Y 1/11 para doctores de familia de clase alta, media-alta y media-trabajadora, respectivamente y que, una vez enrolados, 1/3, 1/4 y 1/6 de ellos alcanzan puestos directivos, respectivamente. Si uno se fija sólo en los directivos de las mayores corporaciones alemanas, se observa que 1/200 de los doctores hijos de familia trabajadora alcanzan tales puestos, mientras que la proporción es 1/20 entre los doctores cuyos padres son gerentes y comerciantes de alto nivel y terratenientes. Esto es, incluso a nivel de formación académica máximo, la clase de tu familia paterna condiciona tu admisión entre las clases superiores.
Se puede predecir estadísticamente con gran seguridad que el número de directores generales de corporaciones nacidos en este barrio de Río de Janeiro será aproximadamente de cero, pese a la igualdad de oportunidades que predican las constituciones liberales.
El haber nacido en una familia rica de un país rico explica estadísticamente, según Milanovic (2011, Ilustración 2.3) el 80 por ciento de la renta de cualquier persona del mundo. El 20% restante deriva del género, la raza, la edad, la suerte y el esfuerzo de la persona concreta, de donde cabe inferir que la proporción del éxito o el fracaso que se debe al esfuerzo es muy pequeña, del orden del 4 por ciento.
Otra medida complementaria con las de limitación y redistribución de las herencias podría ser la propuesta por los jóvenes socialistas suizos, en favor de una ley que establezca un “salario máximo” en cualquier empresa, igual a doce veces el “salario mínimo” nacional (http://www.swissinfo.ch/spa/noticias/politica_suiza/Iniciativa_contra_salarios_exorbitantes.html?cid=34663020 ).
Internet permite sistemas nuevos de consulta democrática directa que podrían ser útiles para corregir esas aberraciones en la asignación mercantil-oligopolista de salarios. La relación de salarios que existe actualmente entre un directivo de una de las 500 corporaciones norteamericanas citadas anteriormente y el salario medio de un ingeniero norteamericano (Sethi 2012) es del orden de:
10 x 106 $ / 100 x 103 $ = 100
Sin embargo, si el valor social del trabajo de un alto directivo de empresa es percibido como 10 en una escala de 12, y el de un buen científico o un buen ingeniero es valorado como 8, ésta (10/8 = 1.25) podría ser también la relación entre sus retribuciones medias democráticamente asignadas, que podrían fluctuar en torno a ese valor medio dependiendo de parámetros de productividad y otros, tal como se hace con los complementos del salario base en la administración pública y en algunas empresas.
Medidas de este tipo tendrían un efecto social enormemente beneficioso, por los siguientes motivos:
- Limitarían la acumulación creciente de la propiedad en un número predeterminado de familias. Algunas de estas familias, como las promotoras del Club Bilderberg y la Trilateral tienen un poder económico similar al de algunos estados pero, a diferencias de estos, que persiguen en principio el bien público, aquellas persiguen sus propios intereses y tienen el poder de condicionar las políticas de los estados en esa dirección (La Transición Democrática controlada en España). Esto plantea una amenaza plutocrática creciente sobre los estados democráticos que corrompe y amenaza la democracia.
- Haría desaparecer la correlación entre la riqueza de los padres y las ganancias de los hijos. Esta correlación no es alta para hijos a mitad de su vida laboral (está en torno a 0.24 en EEUU para hijos de 37 años, según Bowles y Gintis, 2002) pues las herencias paternas suelen recibirse al final de la vida laboral y porque en los ingresos laborales concurren muchas causas, pero otorga ventajas sistemáticas a largo plazo a unas familias sobre otras.
- Proporcionaría un “activo” inicial a toda la población, lo cual estimularía la función empresarial en una base mucho mayor de individuos, así como una igualdad de oportunidades más real en el acceso a la educación y otras inversiones personales.
- Fomentaría una igualdad de oportunidades mucho más real en el mercado de trabajo, pues nadie tendría como única propiedad su fuerza de trabajo y nadie poseería propiedades exorbitantes sin haberlas ganado con su propio trabajo o iniciativa. Ello legitimaría la competencia empresarial y aumentaría la aceptación social del mercado de trabajo.
- Mejoraría el funcionamiento social, pues las sociedades igualitarias suelen funcionar mejor en todo: en calidad de vida percibida, en parámetros sanitarios, consenso social, en creatividad e innovación e incluso en productividad económica (Wilkinson y Pickett, 2009)
Puede que la visceralidad con la que muchos liberales adinerados defienden el carácter “natural” e “intocable” de la propiedad y de su herencia obedezca al miedo a un sistema democrático capaz de imponer por mayoría leyes de este tipo. Sin embargo, medidas de este tipo tendrían la virtud nada despreciable de acercar las posturas de los grupos sociales de sensibilidad socialista o comunista y la de los grupos con sensibilidad liberal.
En efecto, algunos economistas distinguen entre una desigualdad buena y otra mala por sus efectos económicos (Milanovic, 2016). La buena sería la que crea incentivos para que las personas estudien, se esfuercen en el trabajo, o inicien proyectos empresariales arriesgados. Pero la desigualdad mala comenzaría en el momento en que proporciona los medios para preservar los privilegios adquiridos. Por ejemplo, cuando la desigualdad económica es tan grande que financia eficazmente el boicot de los movimientos políticos que tendrían efectos positivos para la economía (como una reforma agraria, o la evolución de la esclavitud), o sirve para que sólo los ricos tengan acceso a la educación de calidad, o para asegurar que consigan los mejores empleos. De este modo, el talento y los conocimientos de la mayoría de la sociedad (las clases baja y media-baja) son dejados de lado.
Un sistema de igualdad de oportunidades radical como el que proponemos evitaría una gran parte de estos problemas, a la vez que evitaría la pasividad laboral que caracterizó a los países del antiguo Bloque del Este, donde los trabajadores ganaban el mismo salario independientemente de su actitud. Pero el estímulo al emprendimiento vendría de la prosperidad adquirible en la propia vida, no de la herencia recibida ni de la posibilidad de que el propio hijo reciba de una herencia superior al resto.
Por otra parte, están los motivos más allá de la economía. Hay cierta tensión en la manera como el liberalismo concibe el trabajo humano debida a que, como enfatizó Polanyi (1989), el trabajo humano no coincide con la mercancía “fuerza de trabajo”:
“Está claro que ni la fuerza de trabajo ni la tierra son mercancías (…) El trabajo no es más que la actividad económica que acompaña a la propia vida –la cual, por su parte no ha sido producida en función de la venta, sino por razones totalmente distintas-, y esta actividad tampoco puede ser desgajada del resto de la vida, ni almacenada o puesta en circulación (…) La pretendida mercancía denominada “fuerza de trabajo” no puede ser zarandeada, utilizada sin ton ni son, o incluso ser inutilizada, sin que se vean inevitablemente afectados los individuos humanos portadores de esta mercancía peculiar”.
La democracia tiene como objeto integrar a la sociedad del modo más justo, menos arbitrario y más compartido por todos que sea posible. En tal integración, la retribución justa y proporcionada del trabajo humano juega un papel importante, mientras que el mercado tiene una función mucho más limitada: dar valor a las mercancías, entre ellas, la fuerza de trabajo. Por ello, dejar funcionar al mercado de trabajo dentro de unos límites impuestos por la necesidad de garantizar la integración social, debe ser considerada una necesidad democrática.
Finalmente, está la insostenibilidad del sistema económico al que los ideales y las constituciones liberales han acabado conduciendo. En un mundo finito, la mercantilización general de las sociedades y de la naturaleza está llevando a la destrucción de los ecosistemas, los recursos y el clima planetario. Una economía sostenible exigirá un uso masivo de la democracia para abordar los problemas a que ha conducido el liberalismo y neo-liberalismo económicos, tal como analizaremos en otros artículos.
Por todo ello, deberíamos dar al liberalismo el justo descanso que se merece en los archivos de la Historia del pensamiento político y concentrarnos en la solución de los problemas sociales reales mediante el utilitarismo y el pragmatismo democráticos.
Referencias
-Abolafia, M. (1996), Making Markets. Cambridge, MA: Harvard University Press.
-Augar, P. (2006), The Greed Merchants. Harmondsworth: Penguin Books, p. 107.
-Bentham, J. (1843), Anarchical Fallacies, Being an examination of the Declarations of Rights issued during the French Revolution, in: The Works of Jeremy Bentham, vol. 2, John Bowring, Edinburgh. Disponible en: http://books.google.es/books?id=QF5GAAAAYAAJ&pg=PA489&hl=es&source=gbs_toc_r&cad=4#v=onepage&q&f=false
-Bobbio (1993), “Igualdad”, en: Igualdad y libertad, Paidós, Barcelona.
-Bowles, S. and Gintis, H. (2002), J. of Economic Perspectives 16, 3-30.
-García Cotarelo y L. Paniagua (1987), Introducción a la Ciencia Política, UNED, Madrid.
-García-Olivares A. (2014), Liberalismo y herencia de la propiedad. La reproducción de la desigualdad y su solución democrática. Intersticios 8 (1), 19-26.
-Gutman, A. (1989), “Igualdad”, en D. Miller (comp.), Enciclopedia del pensamiento político, Alianza, Madrid.
-Hartmann M. (2010), Achievement or Origin: Social Background and Ascent to Top Management, Talent Development & Excellence 2, 105-117.
-Ingham, G. (2010), Capitalismo. Alianza Editorial, Madrid.
-Laski H. J. (2014) [1936]. El liberalismo europeo. México D.F., Fondo de Cultura Económica.
– Locke, J. (1994 [1690]), Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Madrid, Alianza Editorial.
-Milanovic B. (2016). Los que tienen y los que no tienen. Madrid, Alianza Editorial.
-O’Sullivan, M. (2011), Global Wealth Report 2011, Credit Suisse Private Banking.
-Mairet, G. (1989), “El liberalismo: Presupuestos y significaciones”), En Chatelet, F. y Mairet, G. (Eds.): Historia de las ideologías, Akal, Madrid.
-Mill, J. S. (1848), Principios de economía política, libro V: Sobre la Influencia del Gobierno, Capítulo IX (1ª parte). Texto disponible en: http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/politica/mill/9.html
-Nozick, R. (1988), Anarquía, Estado y Utopía, FCE, Mexico.
-Ortega y Gasset, J. (1954), Ideas de los Castillos: Liberalismo y Democracia, en: Obras Completas, vol. II, pp. 424 y ss., 3a. ed. Madrid, Espasa Calpe.
-Polanyi (1989), La Gran Transformación: Crítica del Liberalismo Económico. Ediciones Endymion, Madrid.
-Sethi, C. (2012), Engineering Salaries on the Rise, ASME. Disponible en: http://www.asme.org/kb/news—articles/articles/early-career-engineers/engineering-salaries-on-the-rise
-Wilkinson, R. and Pickett, K. (2009), The Spirit Level: Why More Equal Societies Almost Always Do Better. Allen Lane, London, UK.
-Wright Mills, C. (1956) The Power Elite, Oxford University Press, New York.
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