En este artículo, y en los dos siguientes, resumiremos las principales tradiciones políticas que se opusieron al capitalismo como forma de organizar la sociedad, pero también se opusieron al totalitarismo stalinista y a la idea de que la superación de la sociedad capitalista debía producirse mediante una dictadura liderada por una élite. La idea de que la superación del capitalismo debe ir acompañada inextricablemente por una profundización radical de la democracia es mucho más cercana al pensamiento del marxismo y el anarquismo originales de lo que la propaganda de la Guerra Fría (de un lado y otro) hizo creer a muchos.
Antecedentes del anticapitalismo
El igualitarismo era la norma de todas las sociedades pre-estatales, como vimos en Materialismo Cultural y Modos de Producción y Ensamblajes socio-técnicos y complejidad social, y con la organización estatal dio paso a formas de organizar la sociedad basadas en jerarquías económicas y de poder. Podríamos decir que los hombres se mantienen unidos porque no conocen ni imaginan una alternativa diferente a la cooperación grupal, pero luchan porque los distintos grupos generan valores y modelos de cooperación distintos. El igualitarismo es uno de estos valores, y sobrevivió a lo largo de toda la historia de las ideas políticas, en permanente lucha con los modelos no-igualitarios de organización social.
Antes de la Revolución Francesa, demócratas republicanos como Rousseau (1712-1768) habían argumentado que una sociedad con grandes desigualdades materiales no es verdaderamente democrática. “La igualdad de la riqueza debe consistir en que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar a otro, ninguno tan pobre que se vea necesitado de venderse”.
Entre los revolucionarios franceses de 1789 a 1793 (La Revolución Francesa) encontramos ya algunas propuestas precursoras de lo que luego fueron las ideas socialistas y comunistas. En esta revolución, la burguesía pequeña (tenderos, artesanos y pequeños comerciantes) se movilizó aliada con sus propios obreros, siendo denominados los sans-culottes (“los sin calzones”), en alusión a la prenda que vestían los acomodados, a diferencia de artesanos, obreros y campesinos, que llevaban pantalones largos. La burguesía acomodada, que controlaba el comercio lejano de los puertos franceses, necesitaba contar con la ayuda de los sans-culottes en su lucha contra la nobleza contra-revolucionaria interna y externa y en la guerra contra las potencias europeas anti-revolucionarias. Ello llevó a una continua disputa y negociación entre el igualitarismo que defendían los sans-culottes y la defensa genérica del principio de la propiedad por parte de la burguesía acomodada.
Como comentamos en La Revolución Francesa, en la Comuna de París (el gobierno del ayuntamiento) predominaba la burguesía, que aplicaba la política moderada marcada por la Asamblea Constituyente. Pero en los distritos parisinos (llamadas secciones desde 1790) mandaban las clases populares (sans-culottes), que solo se sometían parcialmente a la dirección comunal y se arrogaban el derecho de subordinar los decretos de la Comuna a sus decisiones. En el año II, las secciones parisienses estaban constituidas principalmente por pequeños patronos (artesanos y tenderos) y obreros que trabajaban y vivían con ellos. El igualitarismo era la característica principal de sus reivindicaciones, sin ninguna justificación teórica, salvo el derecho a la existencia y a poder vivir con el propio salario. Las condiciones de existencia deben ser las mismas para todos, pensaban. Al derecho de propiedad como valor supremo, los sans-culottes oponían el principio de la igualdad de posesiones y a partir de él imponen restricciones al ejercicio del derecho de propiedad. El 2 de septiembre de 1793, en el máximo de la presión popular, la sección de los sans-culottes delante del jardín de las Plantas pide a la Convención la limitación por ley de los beneficios de las industrias y el comercio, y que nadie pueda tener más de un taller o una tienda. Proclamaban que estas medidas «harían desaparecer poco a poco la desigualdad demasiado grande de las fortunas y crecer el número de propietarios». Ese ideal era también aceptado por los pequeños y medianos empresarios que se veían en riesgo de ser reducidos a trabajadores asalariados dependientes por los grandes capitalistas, pero producía rechazo entre los burgueses más acomodados que dirigían en gran parte el gobierno y el partido jacobino.
Por otra parte, el principio constitucional de «la soberanía reside en el pueblo» era interpretado literalmente por los sans-culottes, que se reunían en sus asambleas de sección para practicar el gobierno directo local, mientras recelaban del sistema representativo. Eran también proclives a los tribunales populares, y creían que el pueblo debía estar armado. No andaban descaminados, pues cuando los militantes de las secciones fueron desarmados por el gobierno en el año III, se inició su declive político. El derecho a la insurrección por parte del pueblo en armas era para ellos el corolario natural del principio de soberanía popular, aunque luego delegaran esa soberanía en sus mandatarios. De julio de 1792 a septiembre de 1973 las reuniones diarias de las secciones facilitó en gran medida el apoyo que el gobierno jacobino necesitaba contra los moderados, y tendió a convertir a las Asambleas generales en meras registradoras de los hechos, durante el invierno del año II.
Los jacobinos, como liberales de la burguesía media que eran, aceptaron la reglamentación y la tasación como una medida necesaria para la guerra (para armar y avituallar a los soldados) y una concesión coyuntural a las reivindicaciones populares, pero en el fondo no creían que esas medidas debieran ser permanentes. Creían, como Rousseau, que la libertad y la igualdad eran características que debía tener cualquier sociedad racional. Pero compartían un sentimiento, casi siempre implícito, de que la democracia debía ser dirigida por ellos, pues no era posible confiar en la espontaneidad revolucionaria del pueblo llano.
La aplicación de las medidas aprobadas a finales de 1793 estaba esbozando los rasgos de una democracia social y pretendían crear una nación de pequeños propietarios, también en el campo. En ventoso del año II (febrero a marzo de 1794) se despojó de sus bienes a los sospechosos de contra-revolucionarios para transferirlos a los patriotas indigentes. También el derecho a la asistencia de la gente del campo quedó legislado en el decreto de 22 floreal del año II (11 de mayo de 1794), con pensiones de jubilación para ancianos e impedidos, subsidios para madres y viudas con hijos, y asistencia médica gratuita a domicilio. «La felicidad es una idea nueva en Europa», declaró Saint-Just el 13 ventoso.
Los jacobinos de la pequeña y media burguesía se apoyaban pues en unas masas populares cuyo ideal era una democracia de pequeños productores autónomos, campesinos y artesanos independientes, que trabajaran e intercambiaran libremente, con unos beneficios justos y parecidos.
Cabe especular con que, si la guerra revolucionaria en Francia se hubiese prolongado unos años más, la alianza de la burguesía con los sans-culottes podría haber profundizado un poco más en la democratización del liberalismo propugnado por la burguesía revolucionaria. No es descabellado pensar que las demandas de la sans-culotterie de legislar los salarios máximos y las propiedades máximas heredables podrían haber sido incluidas en la nueva constitución que hubiese surgido al acabar la guerra. Ello habría conducido a un estado francés de pequeños propietarios más que a uno dominado por grandes capitalistas y financieros. Sin embargo, el triunfo de la reacción termidoriana (agosto de 1794-octubre de 1795) decantó el modelo revolucionario hacia un liberalismo que sacralizaba el derecho de propiedad y la libertad de empresa para los grandes capitalistas. La propia dinámica europea de guerras continuas entre estados, favoreció esta elección. Los estados en lucha suelen necesitar rentas crecientes y eso favoreció tratos bilaterales de las monarquías con empresas capitalistas grandes, como medida más a la mano para conseguir financiación. Esa colaboración había sido iniciada ya por las monarquías absolutistas, y los liberales se la encontraron como una herencia ya institucionalizada resultado de la trayectoria pasada. El acceso a la financiación de los industriosos burgueses fue de hecho clave, según Hobbes, para el triunfo de los puritanos sobre el rey en la revolución inglesa.
El triunfo del modelo de estado centralizado en simbiosis con las grandes empresas, condujo a una dinámica diferente a los partidarios del igualitarismo, que fue cristalizando en la idea del socialismo.
Tras el terror blanco del final de la Revolución, los jacobinos se habían reorganizado y la oposición revolucionaria ganó un nuevo impulso bajo la figura de Babeuf, un antiguo protegido de Marat y simpatizante de los sans-culottes. Babeuf había escrito en 1789 un libro, Discurso preliminar al Catastro perpetuo en el que proponía la aprobación de una ley agraria que impidiera al propietario vender sus bienes y le obligara a devolverlos a la comunidad cuando muriera, produciéndose entonces un nuevo reparto de la tierra a razón de once fanegas por heredad. Tras 1792 llegó a la conclusión de que el medio de «dar sustento a esa inmensa mayoría del pueblo que, con toda su buena voluntad de trabajar, no lo tiene», es decir, el medio de alcanzar la «igualdad perfecta», no era limitar la propiedad como proponían sans-culottes, hebertistas y enragés, sino suprimirla y establecer «la comunidad de bienes y de trabajos». Como los sans-culottes y los jacobinos, Babeuf proclamó que el fin de la sociedad es la dicha común y que la revolución debe garantizar la igualdad de los disfrutes. Pero como la propiedad privada introduce necesariamente la desigualdad, y la repartición igualitaria de las propiedades no puede durar mucho, el único medio de llegar a la igualdad de hecho es el de «establecer la administración en común; suprimir la propiedad particular; vincular cada hombre de talento a la industria que conozca; obligarlo a depositar el fruto en especie en el almacén común; y establecer una sencilla administración de las subsistencias que, registrando a todos los individuos y todas las cosas, hará repartir estas últimas con la igualdad más escrupulosa» (citado por Saboul, 1987). Este programa, publicado en noviembre de 1795, constituía una brusca mutación con respecto al de los jacobinos y al de los sans-culottes, pues era la primera vez que la comunidad de bienes y de trabajos, o sea, el viejo sueño utópico cristiano-milenarista del comunismo, se expresaba en forma de sistema ideológico. Ya en 1895 Babeuf había publicado la necesidad de que la producción agrícola fuese realizada también en «granjas colectivas», auténticas «comunidades fraternales» que proporcionarían mayor suma de recursos que los obtenidos mediante el cultivo individual.
La Conspiración de los Iguales (1795-96), intenta llevar a la práctica las ideas comunistas de Babeuf usando unos medios políticos no empleados hasta entonces por el movimiento popular. En la cima aparece un grupo dirigente, que se apoya en un número reducido de militantes experimentados; después está el círculo de los simpatizantes patriotas y demócratas, mantenidos al margen del secreto y que no parece que hayan compartido exactamente el nuevo ideal revolucionario; por último, las masas populares a las que se trata de atraer aprovechando la crisis. Según Saboul (1987), se trataba de una expresión de la idea de dictadura revolucionaria que Marat había presentido sin poder definirla exactamente. El liderazgo y luego la dictadura de una minoría revolucionaria más consciente era indispensable durante el tiempo preciso para la reestructuración de la sociedad.
La Conjura de los Iguales fue descubierta y Babeuf acabó en la guillotina, pero uno de sus camaradas en la Conspiración, Buonarroti, consiguió sobrevivir y publicó La conspiración de la Igualdad llamada de Babeuf (1828), una obra que fue decisiva para que las ideas igualitarias planteadas en la Revolución Francesa se unieran con una teoría insurreccional para la toma del poder. Esta obra, gracias en gran parte al activismo de su amigo Auguste Blanqui, se propagó entre los estudiantes franceses, y con ella la conspiración se convirtió en el «manual» de los revolucionarios de 1830 a 1850. El pensamiento de Babeuf, sistematizado por Buonarrotti, “se difundió entre el pueblo, suscitó tropeles cada vez mayores de prosélitos, agudizó la exasperación de las masas, proporcionó mitos, fórmulas, programas para su ansiosa espera de una revolución social que diera, con el bienestar, y la dignidad a los hombres” (Cole, 1974).
En 1848, Blanqui (1805-1881) estaba dispuesto a apoyar al Gobierno Provisional francés, a la vez que fomentaba una presión sobre él a través de las sociedades de izquierda y de los obreros. Pero simultáneamente, planeaba hacerse dueño del Poder mediante un golpe de Estado organizado por una minoría de revolucionarios disciplinados, adiestrados en las armas y dispuestos a hacer uso de ellas. “En las Sociedades sucesivas se negó a admitir a todos los recién llegados; pues aspiraba a crear, no un partido de masas, sino una élite revolucionaria relativamente pequeña, de hombres escogidos. Éstos, elegido el momento adecuado, cuando el descontento llegase a su punto podrían asumir la dirección efectiva de los trabajadores, para seguir gracias a ellos y a otras organizaciones obreras por el verdadero camino revolucionario, y poco a poco, mediante una dictadura, poner los cimientos de una nueva sociedad” (Cole, 1974).
Auguste Blanqui
Para Blanqui, como para Babeuf, el mejor medio para cambiar la sociedad es un partido de revolucionarios resueltos, o sea, una élite conspiradora que desconfía de las masas. Después de ella, propugna una dictadura que impondría entre otras cosas, la escuela laica y gratuita, cooperativas, una legislación socialista, etc.
Sobre esta estrategia, Friedrich Engels comentó: “Educados en la escuela de la conspiración y unidos por la disciplina estricta que es inherente a ella, partían del punto de vista de que un número relativamente pequeño de hombres resueltos y bien organizados podía, en circunstancias favorables, no sólo apoderarse del timón del estado, sino también, mediante un despliegue de intensa y despiadada energía, mantenerse en el poder el tiempo necesario para lograr que las masas participaran en la revolución… Ello implicaba por sobre todo, la más estricta centralización dictatorial.”
Karl Marx, en sus comentarios sobre la Comuna de París, se admira de la energía inquebrantable de este revolucionario radical, a quien parecía no importarle el pasar la mayor parte de su vida en la cárcel; pero criticó la inoportunidad de sus acciones y su exceso de izquierdismo. Algún tiempo después del fracaso de la Comuna, Marx reflexionó: Con un poco de sentido común, sin embargo podía haber obtenido de Versalles algún pacto beneficioso para el pueblo, que era lo único que podía aspirarse en esa época.
Socialistas utópicos
Una línea completamente distinta de razonamiento para mejorar la sociedad liberal fue la que empleó el conde Henri de Saint Simon (1760-1825). Consideraba que el conflicto de clases fundamental de la sociedad de su tiempo no era el que el enfrentaba a la «burguesía» con el «proletariado», como afirmarán otros socialistas de la línea de Blanqui, sino el que oponía a los «productores» o «tercera clase» (que incluía tanto a los patronos como a los obreros, «los que dirigían los trabajos productivos y los que los realizaban») con los «ociosos» improductivos que no contribuían en nada a la riqueza y al bienestar económico de la nación, y entre los que se encontraban en primer lugar los miembros del clero y de la nobleza.
Según Marx, sus primeras obras fueron «una simple glorificación de la moderna sociedad burguesa frente a la sociedad feudal, o sea, de los industriales y banqueros contra los mariscales y los fabricantes jurídicos de leyes de la época napoleónica». Pero la síntesis final de sus ideas, que expuso en El nuevo cristianismo (1825), permitiría considerar a Saint-Simon como socialista ya que presentaba la emancipación de la clase obrera «como la meta final de sus aspiraciones». En esta obra Saint-Simon proponía dar un sentido «social» al cristianismo para que sirviera de fundamento ideológico y moral a la nueva sociedad industrial de la que habrían sido expulsados los «ociosos». «La gran meta terrena de los cristianos, que deben proponerse para obtener la vida eterna, es mejorar lo más rápidamente posible la existencia moral y física de la clase más pobre».
Saint-Simon ve positivamente la industrialización porque cree que la abundancia que genera puede traernos un nuevo modelo social. La función del Estado sería la de facilitar el paso al nuevo modelo. Debe existir la propiedad privada, pero solo si ésta es merecida; por eso defiende la abolición del derecho a la herencia.
Carlos Fourier en Théorie des Quatre Mouvements (1808) se inspira en Saint-Simon y también en la República de los Iguales de Babeuf. Cree que una sociedad sana debe servir a la pasión humana básica, el amor fraternal, y que los demás objetivos están supeditados a éste. También cree que todas las pasiones humanas deben ser tenidas en cuenta para aprovechar lo que pueden ofrecer a la armonía social. Por ejemplo, para respetar la necesidad de cambio que los hombres experimentan (“pasión del mariposeo”), el trabajo debería ser libre y durar sólo dos horas diarias. Contra los grandes monopolios industriales, defiende asociaciones libres y voluntarias en los sectores de la producción y el consumo, donde el individualismo se combinará espontáneamente con el colectivismo. Sólo de esta manera podemos llegar a una etapa histórica de armonía, que supere a las sociedades de amos y esclavos y de patronos y asalariados.
Fig. Falansterio diseñado por Fourier
Roberto Owen (1771-1858) era un mediano empresario que pensaba que los hombres disponen de múltiples capacidades que pueden desarrollar, pero que en la mayor parte de la historia sólo habían sido enseñados a defenderse a sí mismos o a destruir a los demás. Proponía crear un orden social nuevo en que los hombres sean educados en principios que les permitan actuar unidos y crear vínculos auténticos. Proponía cubrir la tierra con grupos federados de unas 300 a 2.000 personas, organizadas según el principio del servicio colectivo intragrupal y de unos grupos con otros. Casi todas esas comunidades se disgregaron a los pocos años, salvo algunas formadas por comunidades religiosas en EEUU. Ralpf Waldo Emerson achacó el fracaso de la mayoría de comunidades de Fourier y Owen a las creencias demasiado rígidas de los utópicos sobre la absoluta maleabilidad de las personas (Kumar, 1992).
Louis Blanc (1811-1882) descubrió la condición obrera en Arras donde, de 1830 a 1832, fue el preceptor del hijo de un industrial propietario de una importante fundición. Impactado por las desastrosas consecuencias sociales de la revolución industrial, se vinculó a las ideas de Saint-Simon. En su obra La organización del trabajo atribuye todo los males que afligen a la sociedad a la presión de la competencia, por la cual los débiles son conducidos a la pobreza. Demandaba la igualdad de salarios, y la unión de los intereses personales para lograr el bien común. Emplea la fórmula, tomada de Saint-Simon: «A cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus facultades». Esto sería llevado a cabo con el establecimiento de «talleres sociales de trabajo», una especie de combinación entre una sociedad cooperativa y un sindicato.
Se podría decir que Marx tomó la Revolución Francesa como modelo de la manera de avanzar hacia una nueva sociedad; en cambio, el modelo de los socialistas utópicos era el de las primeras comunidades cristianas, con sus modos alternativos de vivir con los que esperaban convertir a sus vecinos paganos (Kumar, 1992). De ahí su énfasis en la educación de nuevos hábitos humanos, que posibilitaran una nueva cultura, apta para la nueva sociedad cooperadora. Sin embargo, el fracaso de los grandes falansterios hizo que en lo sucesivo la organización en cooperativas se intentara sólo a una escala más reducida y manejable. Estas ideas inspiraron a una gran parte de los pensadores anarquistas, a los soviets del principio de la Revolución Rusa, a las comunas anarquistas de la Guerra Civil española, y a las comunas estudiantiles de Mayo del 68 en Francia. Hoy siguen inspirando a las comunidades del Tercer Mundo que han visto en el cooperativismo una alternativa tanto al “individualismo posesivo” occidental como a los “socialismos de Estado”.
Anarquismo
Para Proudhon (1809-1865), el problema central no es la sustitución de un régimen político por otro, sino la reestructuración de un orden político que sea expresión de la sociedad misma. Piensa que los desórdenes y males sociales surgen de la organización jerárquica de la autoridad, y cree que las prácticas sociales no deben limitarse a las que el Estado establezca desde arriba. Las asociaciones de iguales son fundamentales, pero es esencial que sean libres y espontáneas, y no impuestas por el Estado como los talleres nacionales que propugnaba Louis Blanc. Ese sistema de control del Estado supondría muchas grandes asociaciones “en que el trabajo sería reglamentado, y a lo último esclavizado, mediante la política estatal del capitalismo. ¿Qué habrían ganado la libertad, la felicidad universal, la civilización? Nada. No habríamos hecho otra cosa que cambiar de cadenas, y la idea social no habría dado ni un solo paso adelante; seguiríamos bajo el mismo poder arbitrario, por no decir bajo el mismo fatalismo económico”. Como dice Erich Fromm (1976), “nadie vio el peligro que había de ser realidad con el stalinismo, más claramente que Proudhon”. También se dio cuenta de los peligros del dogmatismo, tal como se lo explicaba a Marx en una carta: “Busquemos juntos , si usted quiere, las leyes de la sociedad, la manera como se cumplen, el método según el cual podemos descubrirlas; pero por el amor de Dios, después de haber demolido todos los dogmas, no pensemos en adoctrinar al pueblo nosotros también; no caigamos en la contradicción de vuestro compatriota Lutero, que empezó con excomuniones y anatemas para fundar la teología protestante, después de haber rechazado la teología católica”.
Bakunin (1814-1876) también se da cuenta de los peligros de la centralización y de las revoluciones dirigidas desde arriba. “La combinación más desdichada que podría tener lugar sería que el socialismo se uniera con el absolutismo (…) Que el futuro nos libre de las desgraciadas consecuencias y entontecimientos del socialismo endoctrinado o de estado (…) Nada vivo y humano puede prosperar sin libertad, y una forma de socialismo que acabara con la libertad o que no la reconociera como único principio y base creadores, nos llevaría directamente a la esclavitud y a la bestialidad”. Critica las revoluciones liberales porque la libertad que proclaman sus constituciones es solamente para una minoría que oprime al resto. El reto para Bakunin era lograr una democracia como la estadounidense en Europa pero que ampliara la democracia a todos, y liberara además al hombre del sistema monetario, el poder político, el poder económico y la religión.
A diferencia del marxismo de tipo blanquista, que consideraba que la revolución debía crear unas condiciones sociales que permitieran al individuo vivir por encima de la opresión económica, Bakunin consideraba que la revolución socialista tenía que empezar de abajo hacia arriba. Proponía un orden político de individuos que se autoorganizarían en comunas, las cuales se federarían entre sí para colaborar, y estas federaciones se federarían entre sí en confederaciones.
Piotr Kropotkin en sus años de madurez
Kropotkin (1842-1921) resumió las ideas de Bakunin diciendo que el desenvolvimiento más pleno del individuo “se combinará con el mayor desarrollo de la asociación voluntaria en todo sus aspectos, en todos los grados posibles y para todos los fines posibles”. Crítico, como todos los anarquistas, con el autoritarismo, escribió en 1920 una dura carta a Lenin reprochándole la práctica de amenazar con asesinar a los prisioneros de guerra para protegerse de sus adversarios: “Pienso que deben tomar en cuenta que el futuro del comunismo es más precioso que sus propias vidas. Y me alegraría que con sus reflexiones renuncien a este tipo de medidas. Con todo y estas muy serias deficiencias, la revolución de Octubre ha traído un enorme progreso. Ha demostrado que la revolución social no es imposible, cosa que la gente de Europa Occidental ya había empezado a pensar, y que, a pesar de sus defectos está trayendo algún progreso en dirección a la igualdad. Por qué entonces golpear a la revolución empujándola a un camino que la lleva a su destrucción, sobre todo por defectos que no son inherentes al socialismo o al comunismo, sino que representa la sobrevivencia del viejo orden y de los antiguos efectos destructivos de la omnívora autoridad ilimitada?” Piotr Kropotkin, nacido en una familia aristocrática, fue uno de los más brillantes geógrafos y naturalistas europeos de finales del siglo XIX, pero abandonó una incipiente carrera científica para dedicarse a promover la causa del anarquismo. Las propias observaciones, la experiencia directa y su íntimo contacto con la miseria y la pobreza del campesinado ruso y finlandés, durante su labor científica como geógrafo, fueron las causas que impulsaron a Kropotkin a rechazar el cargo de presidente de la sección de Geografía Física de la Sociedad Geográfica Rusa.
¿Pero qué derecho tenía yo a estos goces de un orden elevado, cuando todo lo que me rodeaba no era más que miseria y lucha por un triste bocado de pan, cuando por poco que fuese lo que yo gastase para vivir en aquel mundo de agradables emociones, había por necesidad de quitarlo de la boca misma de quienes cultivaban el trigo y no tenían suficiente pan para sus hijos? De la boca de alguien ha de tomarse forzosamente, puesto que la agregada producción de la humanidad permanece aún tan limitada… Por eso contesté negativamente a la Sociedad Geográfica. (P. Kropotkin, Memorias de un revolucionario)
El desarrollo de las ideas anarquistas merecerían un artículo aparte, que abordaremos en el futuro.
Karl Marx
Como afirma Juan Carlos Portantiero ( https://nuso.org/articulo/el-socialismo-como-construccion-de-un-orden-politico-democratico/ ), el Marxismo de Marx (1818-1883) es una prolongación de la tradición socialista del siglo XIX, que va de Saint Simon y Proudhon hasta Stuart Mill y Spencer. En esta tradición, cuanto más débil sea el Estado más libre será la sociedad. Como escribe Marx en La Cuestión Judía: Allí donde el Estado político ha alcanzado su verdadero desarrollo, lleva el hombre, no sólo en el pensamiento, en la conciencia, sino en la realidad, en la vida, una doble vida, una celestial y otra terrenal, la vida en la comunidad política, en la que se considera como ser colectivo, y la vida en la sociedad civil, en la que actúa cómo particular; considera a los otros hombres como medios, se degrada a sí mismo como medio y se convierte en juguete de poderes extraños. Toda la historia no habría sido sino una enajenación del hombre de sus propias potencias humanas, “la consolidación de nuestra propia producción en una fuerza objetiva que está por encima de nosotros, fuera de nuestro control, que defrauda nuestras esperanzas, que aniquila nuestros cálculos”.
Desde su ruptura juvenil con Hegel, Marx concibe la historia de las revoluciones sociales como un movimiento de progresiva emancipación de la sociedad contra el despotismo del Estado, que aliena al individuo. La Revolución Francesa habría sido una emancipación contra el feudalismo que cristaliza en el nuevo régimen estatal liberal. Y revoluciones como la Comuna de París, un intento de emancipación de la sociedad contra el despotismo liberal, en un intento de instaurar regímenes democráticos. A su vez, el socialismo sería una etapa de profundización y radicalización de la democracia burguesa, que conduciría a una democracia no sólo formal sino también sustancial, material. Lo cual implicaría que la mayoría pondría la economía al servicio de todos, no sólo de una minoría. Esta clase de democracia, al sustituir la representación política por una participación política total (no sólo formal) de las personas, conduciría a largo plazo y en todo el mundo, al desmantelamiento del Estado por innecesario y a su sustitución por las propias instituciones democráticas reales surgidas de abajo-arriba (situación final de comunismo mundial).
Algunas de las ideas de Marx sobre cómo sería una democracia popular tras la revolución socialista estaban inspiradas en la auto organización popular espontánea que observó durante la Comuna de París, la sublevación obrera que controló brevemente la ciudad de marzo a mayo de 1871. También fue influido probablemente por tradiciones radicales de pensamiento político como la de los Cartistas británicos, los demócratas franceses y los antifederalistas estadounidenses. Marx subraya la necesidad de hacer rendir cuentas a los representantes, la importancia de la supremacía legislativa sobre el ejecutivo y la necesidad de una transformación popular más extensiva de los órganos del Estado, especialmente de la administración pública (Bruno Leipod, en: https://kaosenlared.net/la-democracia-esta-en-crisis-y-karl-marx-puede-ayudarnos/ ). La revocación sería uno de los mecanismos necesarios: daría a los ciudadanos el poder de sancionar inmediatamente a los representantes en lugar de esperar años para las siguientes elecciones. También los “mandatos imperativos”, que posibilitarían que los electores dieran instrucciones jurídicamente vinculantes a los representantes, permitirían a los ciudadanos participar directamente del proceso legislativo, e impediría a los “funcionarios electos” incumplir sus promesas de campaña. Abogó por elecciones mucho más frecuentes, como mínimo anuales, y también por un ejecutivo sin poderes “de tipo monárquico”, muy vigilado por la Asamblea legislativa. Desconfiaba de los ejecutivos presidencialistas, con líderes que se presentaban como la “encarnación del espíritu nacional” en vez de como simples funcionarios provisionales delegados del pueblo. Sugería que el poder legislativo es el más democrático de los tres poderes estatales y no debía permitir ninguna clase de cesarismo en los poderes ejecutivo y judicial.
Propuso también abrir la burocracia estatal a elecciones públicas y someterla al mismo poder de revocación que proponía para los representantes políticos. Según Marx, esto haría que las instituciones estatales concretas dejaran de ser grupos corporativos separados y ajenos al pueblo, para pasar a estar bajo continua supervisión pública. Acusaba, de hecho, a los funcionarios de ser una “casta entrenada”, un “ejército de parásitos del Estado”, una clase de “aduladores y sinecuristas ultra remunerados”. Y sostenía que los “trabajadores llanos” eran capaces de llevar a cabo los asuntos del gobierno más “modesta, concienzuda y eficientemente” que sus supuestos “superiores naturales” (Bruno Leipod).
El modelo que Marx tenía en mente parece similar al de la antigua democracia ateniense, donde los ciudadanos rotaban entre ser gobernantes y gobernados a través del uso de loterías que asignaban posiciones administrativas. Y donde escuchaban a distintas comisiones de expertos en asuntos fuera de su conocimiento y deliberaban con ellos antes de tomar una decisión. Si el poder político debía permanecer “en manos del propio pueblo”, era imperativo para este “desplazar la maquinaria del Estado, la maquinaria gubernamental de las clases dominantes, por una propia”.
Además, en la sección sobre La Tendencia Histórica de la Acumulación Capitalista del volumen 1 de El Capital, Marx representa a la propiedad de los medios de producción en el comunismo en tanto en cuanto propiedad individual de los trabajadores, y no como propiedad social o estatal. Se trata de la propiedad de los «individuos sociales asociados», no de una propiedad estatal. No obstante, en el Anti-Dühring (1878), Engels interpreta este parágrafo de Marx como que el proletariado se apodera del poder político y convierte los medios de producción en propiedad estatal. Lenin adoptó la interpretación de Engels y estableció la ecuación del comunismo como la propiedad común o estatización de los medios de producción. Sin embargo, en La Guerra Civil en Francia, Marx señala de nuevo que el comunismo posible no es otra cosa que el control coordinado y planificado de la producción nacional llevado a cabo por la asociación de cooperativas: “si las sociedades de cooperativas unificadas regulan la producción nacional en virtud de un plan común (ein Plan), asumiéndolo bajo su control y poniendo término a la constante anarquía sumado a las constantes convulsiones periódicas que son fatales para la producción capitalista, ¿Qué otra cosa sería esto, caballeros, sino el comunismo, el comunismo posible?” (citado por Jeong, 2017). Así pues, la concepción de Marx sobre la propiedad y la posesión en el comunismo era cercana a la que proponían los anarquistas, y bastante alejada de la que impusieron los bolcheviques.
Muchas tradiciones políticas se inspiraron en los escritos de Marx desde finales del siglo XIX hasta la actualidad: el marxismo-leninismo (con sus versiones troskista, estalinista y maoísta), el socialismo democrático de Rosa Luxemburgo, el socialismo humanista, el austromarxismo, el marxismo crítico de la Escuela de Frankfurt, el eurocomunismo, el marxismo analítico, y la socialdemocracia de izquierdas, entre otros. Aparte del marxismo, el anarquismo fue el otro gran movimiento anti-capitalista histórico.
El bolchevismo y la renuncia a la democracia de base
Según Sabine (1987), la opinión dominante de los marxistas antes de 1917 era la de Karl Kautsky: el socialismo incluía la organización social de la producción y la organización democrática de la sociedad. Además, la revolución se produciría en los países más avanzados económicamente del mundo, que eran ya democracias formales, con lo cual bastaría con: (i) dar un contenido material a esa democracia, poniéndola al servicio de cualquier decisión que los hombres quieran tomar, y (ii) poner toda la potencia productiva del capitalismo, al servicio de toda la sociedad, no sólo de los antiguos propietarios. Cuando Lenin vio la situación pre-revolucionaria que se desataba en Rusia, fue abandonando ese modelo marxista para proponer la idea de origen blanquista de que un partido de profesionales revolucionarios puede tomar el poder y obtener posteriormente el apoyo de la mayoría.
Sin embargo, tras la Revolución anti-zarista de 1905 una gran parte de Rusia se había organizado en soviets, agrupaciones o asambleas de obreros, soldados y campesinos. El espontaneísmo revolucionario de los soviets y su democracia asamblearia estaban lejos de las estrategias que proponía Lenin. Estaban más cerca de las ideas anarquistas, y también de las mencheviques, con su federalismo de partidos socialistas. De modo que los modos democráticos que imperaban en los soviets fueron considerados por Lenin como secundarios frente al objetivo principal, que para él era hacer la revolución.
Tras la revolución exitosa de octubre, se inicia la guerra civil, y ello produce inicialmente una dualidad entre el poder territorial de los soviets y el poder centralizado del Partido, que es quien debe dirigir las operaciones militares contra el Ejército Blanco (exmilitares zaristas, mencheviques y socialistas anti-bolcheviques, aliados con militares extranjeros de Estados Unidos, Japón, Francia y el Imperio británico principalmente), apoyo denominado «Intervención Aliada en Rusia»). La necesidad de un mando militar único reforzó al Partido Comunista frente a los soviets.
Como dice http://es.wikipedia.org/wiki/Rebeli%C3%B3n_de_Kronstadt , el fin de la guerra civil desató la oposición interna en el propio Partido Comunista ruso a finales de 1920. Los grupos comunistas de oposición, del sector más izquierdista y con un proyecto semisindicalista, amenazaban a la dirección del partido. Otra parte del partido defendía la descentralización surgida de la guerra civil y la entrega de parte del poder a los sóviets locales.
Kronstadt, una fortaleza naval en la isla de Kotlin, frente a Petrogrado (San Petersburgo), había mantenido la influencia anarquista, presente ya en 1917. La isla era favorable a la autonomía de los sóviets locales. Los marinos de esta fortaleza habían tomado parte en importantes enfrentamientos militares al servicio del Gobierno bolchevique, pero se mostraron desde el comienzo recelosos de posibles intentos de centralización y de abandono del sistema de sóviets en favor de una posible dictadura. En Kronstadt había también comunistas desencantados con la evolución del Gobierno, y exigieron la aplicación de un programa de reformas que recordaba las reivindicaciones de corte anarcosindicalista de 1917: elección de los sóviets, inclusión de los partidos socialistas y anarquistas en el poder, libertad económica para campesinos y obreros, fin del poder de los partidos y del monopolio bolchevique del poder, disolución de los nuevos organismos burocráticos surgidos durante la guerra o restauración de los derechos civiles para la clase trabajadora.
Las exigencias aprobadas en la reunión del buque Petropávlovsk el 28 de febrero de 1921, similares en algunos puntos a las exigidas por los mencheviques, fueron las siguientes:
- En vista de que los actuales sóviets no expresan la voluntad de los obreros y campesinos, celebrar inmediatamente nuevas elecciones mediante voto secreto, con libertad para que todos los obreros y campesinos puedan realizar propaganda electoral en el período previo;
2. Dar libertad de expresión y prensa a los obreros y campesinos, a los anarquistas y a los partidos socialistas de izquierda;
3. Asegurar la libertad de reunión para los sindicatos y las organizaciones campesinas;
4. Llamar a una conferencia no partidaria de obreros, soldados del Ejército Rojo y marineros de Petrogrado, Kronstadt y de la provincia de Petrogrado, para una fecha no posterior al 10 de marzo de 1921;
5. Liberar a todos los prisioneros políticos de los partidos socialistas, así como a todos los obreros, campesinos, soldados y marineros encarcelados en vinculación con los movimientos laborales y campesinos;
6. Elegir una comisión que revise los procesos de quienes permanecen en las prisiones y campos de concentración;
7. Abolir todos los departamentos políticos, porque a ningún partido deben dársele privilegios especiales en la propagación de sus ideas o acordársele apoyo financiero del Estado para tales propósitos. En cambio, deben establecerse comisiones culturales y educacionales, elegidas localmente y financiadas por el Estado;
8. Retirar de inmediato todos los destacamentos de inspección caminera;
9. Igualar las raciones de todos los trabajadores, con excepción de los que realizan tareas insalubres;
10.Suprimir los destacamentos comunistas de combate en todas las ramas del ejército, así como las guardias comunistas que se mantienen en las fábricas y talleres. Si tales guardias o destacamentos resultaran necesarios, se designarán en el ejército tomándolos de sus propias filas y en las fábricas y talleres a discreción de los obreros;
11.Dar a los campesinos plena libertad de acción respecto de la tierra, y también el derecho de tener ganado, con la condición de que se las arreglen con sus propios medios, es decir, sin emplear trabajo asalariado;
12.Requerir a todas las ramas del ejército, así como a nuestros camaradas los cadetes militares (kursanty), que aprueben nuestra resolución;
13.Pedir que la prensa dé amplia publicidad a todas nuestras resoluciones;
14.Designar una oficina de control itinerante;
15.Permitir la producción de los artesanos libres que utilicen su propio trabajo.
Entre las reivindicaciones más importantes exigidas por los rebeldes, se encontraban la reelección libre —como estipulaba la Constitución— de los sóviets, el derecho de libre expresión y la total libertad de acción y comercio. Según uno de los dirigentes ponentes de la moción, las elecciones resultarían en una derrota del Partido Comunista y un «triunfo de los logros de la Revolución de Octubre». Los bolcheviques, que sopesaban por entonces un programa mucho más ambicioso en medidas económicas que el exigido por los marinos, no podían tolerar, sin embargo, el reto a su poder que suponían las reivindicaciones políticas, que cuestionaban su legitimidad como representantes de los intereses de las clases trabajadoras. Exigencias que el propio Lenin llegó a defender en 1917, se vieron en 1921 como un intento “contrarrevolucionario” de derrocar al Gobierno.
Al día siguiente, el 1 de marzo, acudieron alrededor de quince mil personas —más de un cuarto de la población de la base— a una gran asamblea reunida por el propio sóviet local y presidida por el dirigente del comité ejecutivo de éste. Las autoridades pensaban apaciguar los ánimos de la multitud y enviaron como principal orador a Mijaíl Kalinin, presidente del Comité Ejecutivo Central Panruso (VTsIK). La multitud aprobó una moción que exigía la elección libre de los consejos, libertad de expresión y prensa para los partidos anarquistas y socialistas de izquierda, para los obreros y campesinos; libertad de reunión, una amnistía política, la supresión de los departamentos políticos en el Ejército y la Armada, raciones iguales salvo para aquellos con trabajos de especial dureza —los comunistas disfrutaban de mejores raciones—, libertad económica y de organización para los campesinos o permiso para producir artesanalmente. Los presentes aprobaron así por abrumadora mayoría la resolución adoptada anteriormente por el Petropávlovsk. Una parte notable de los numerosos comunistas presentes en la multitud apoyaron también la moción. Las protestas de los dirigentes comunistas fueron rechazadas, pero Kalinin pudo regresar sin problemas a Petrogrado.
El Gobierno acusó a los opositores de contrarrevolucionarios dirigidos por Francia y proclamó que los rebeldes estaban dirigidos por el general Kozlovski, antiguo oficial zarista responsable por entonces de la artillería de la base. El mismo día 2, toda la provincia de Petrogrado quedó bajo la ley marcial y el Comité de Defensa presidido por Zinóviev obtuvo poderes especiales para enfrentarse a los rebeldes. Trotski presentó diversos artículos de la prensa francesa en los que dos semanas antes se anunciaba el alzamiento, como prueba de que este era un plan urdido por los emigrados y la Entente, postura que Lenin adoptó también pocos días más tarde en el X Congreso del Partido.
A pesar de la aparente intransigencia y disposición gubernamental a aplastar la revuelta por la fuerza, muchos comunistas preferían una solución negociada al conflicto y la aplicación de reformas exigidas por los marinos. En realidad, la actitud inicial del Gobierno no fue tan intransigente como parecía; el propio Kalinin indicó que las reivindicaciones eran parcialmente aceptables con algunas alteraciones. El Sóviet de Petrogrado proclamó la sinceridad de los marinos, “que habían sido engañados por ciertos agentes contrarrevolucionarios”. La actitud del Gobierno de Moscú, sin embargo, fue más dura que la de los dirigentes presentes en Petrogrado.
Los críticos con el Gobierno, parte de ellos comunistas, acusaban a este de haber convertido los ideales de la revolución de 1917 en una burla y haber implantado un régimen violento, corrupto y burocrático. En parte, los diversos movimientos de oposición dentro del propio partido —comunistas de izquierda, centralistas democráticos u oposición obrera— habían influenciado la redacción de estas críticas, pero sus dirigentes no apoyaron finalmente la revuelta. Ni los miembros de la Oposición Obrera ni los Centralistas Demócratas apoyaron la sublevación; bien al contrario, participaron en su supresión.
Parte de las tropas enviadas por el Gobierno a aplastar la revuelta se pasaron a los amotinados; se les había indicado que esta era contrarrevolucionaria pero, tras ser capturados y habérseles comunicado que obreros y marinos sólo habían eliminado la «comisarocracia», se unieron a los rebeldes. El Gobierno tuvo serios problemas para utilizar tropas regulares o comunistas de base contra el alzamiento y hubo de emplear principalmente unidades de cadetes (kursanty) y de la Cheka. La dirección del asalto quedó en manos de altos dirigentes del partido, que tuvieron que venir a toda prisa desde el X Congreso del Partido que se estaba celebrando en Moscú para encabezar la operación.
La pretensión de los alzados de haber desencadenado una «tercera revolución» que retomase los ideales revolucionarios de 1917 y acabase a la vez con los desmanes del gobierno bolchevique suponía una grave amenaza para éste: podía minar el apoyo popular, dividir el partido y crear un gran movimiento de oposición. Para evitarlo y lograr sobrevivir, el Gobierno necesitaba que todo alzamiento pareciese contrarrevolucionario, lo que explicaba su oposición frontal a Kronstadt y la campaña de propaganda desencadenada en su contra.
El levantamiento fracasó al final en el intento de derrocar al leninismo y al partido único, aunque aumentó la percepción de la imposibilidad del mantenimiento del sistema del «comunismo de guerra» y aceleró la implantación de la «Nueva Política Económica» (NPE), que suponía posponer la aplicación del programa del partido y aplicar parcialmente las reivindicaciones de los rebeldes, aunque desde arriba. El anuncio de la implantación de la NPE minó la posibilidad de un triunfo de la rebelión ya que alivió el descontento popular que alimentaba el movimiento huelguístico en las ciudades y las revueltas en el campo. El X Congreso del partido, celebrado al tiempo que tenía lugar la rebelión, puso las bases para la implantación de una economía mixta que satisfaciera mínimamente los deseos del campesinado de disponer de parte de sus cosechas, requisito para que los comunistas conservasen el poder en opinión de Lenin. Comienza así en Rusia la política paternalista y autoritaria de “todo para el pueblo pero sin el pueblo”, que daba la razón a los temores anarquistas sobre la estrategia leninista.
Si las exigencias económicas se cumplieron parcialmente gracias a la adopción de la NPE, no sucedió lo mismo con las reivindicaciones políticas de los rebeldes de Kronstadt. El autoritarismo gubernamental se acentuó: se desbarató la oposición interna y externa y no se restauraron los derechos civiles. El Gobierno reprimió a los partidos de izquierda, mencheviques, socialrevolucionarios o anarquistas. El 17 de marzo, el Gobierno menchevique georgiano partía al exilio y en mayo Lenin afirmaba que el lugar para los socialistas que se oponían al partido era la cárcel o el exilio. Aunque a algunos se les permitió partir al exilio, miles de ellos acabaron en cárceles de la Cheka o en el exilio interior, en el norte, Siberia o Asia central. A finales de año, el sueño de los rebeldes de un autogobierno popular se había frustrado completamente y la dictadura del partido comunista estaba implantada.
Por su parte, el Partido Comunista reaccionó en el X Congreso reforzando la disciplina interna, prohibiendo el debate de ideas y la actividad de las facciones y aumentando el poder de las organizaciones encargadas de mantener la disciplina de los afiliados. Estas medidas debían asegurar que la dirección del partido siguiese identificándose con los representantes de los intereses del proletariado y no surgiese una oposición que pudiese cuestionar esta asunción. Lenin se arrepintió al final de su vida de haber apoyado estas medidas, al igual que más tarde Trotsky, pues facilitaron el ascenso de Stalin y la eliminación de las diversas corrientes que se le opusieron.
Como resume bien http://es.internationalism.org/rm/2006/95_estalo : Ya en 1919, el grupo Centralismo Democrático, liderado por Ossinky, Smirnov y Sapranov, había comenzado a alertar contra el “marchitamiento” de los Soviets. En 1923, el Grupo Obrero, encabezado por Miasnikov expone importantes críticas y advierte de los problemas que surgen al permitir que el partido bolchevique se transforme en un partido de Estado.
Un aspecto que favoreció la extensión del autoritarismo y de la contrarrevolución burocrática, fue la presentación ideológica que hizo Stalin de Rusia, como una víctima de enemigos de todas clases, internos y externos, y su aprovechamiento del prestigio de Lenin. Se presentó como continuador de Lenin y defensor de los principios marxistas, para ello se auto-denomina en todos sus discursos como “marxista-leninista”, un término puramente propagandístico.
Stalin se apoyó personalistamente en el clientelismo que el Estado burocrático generaba, hasta sentirse suficientemente seguro para eliminar físicamente a viejos militantes bolcheviques, acabar con los restos del antiguo poder popular, imponer por dictado mayores ritmos de trabajo, o aliarse con otras fuerzas totalitarias o imperialistas del extranjero. En el momento culminante de la represión estalinista, el «gran terror» de 1937-1938 en la URSS se practicaron 2,5 millones de detenciones, y entre 1921 y 1953 se fusiló por motivos políticos a 800.000 personas y otras 600.000 murieron en prisión, según los archivos recientemente estudiados del Ministerio del Interior (Mvd-Mgb) y de la policía de estado (Ogpu-Nkvd) de Stalin (https://www.lavanguardia.com/internacional/20010603/53596492212/todos-los-muertos-de-stalin.html ).
El marxismo democrático de Rosa Luxemburgo
Ya desde principios del siglo XX, muchos miembros de la Segunda Internacional se opusieron a la estrategia leninista. La más notable fue Rosa Luxemburgo (1871-1919), la intelectual y activista marxista alemana asesinada por para-militares en 1919. Rosa Luxemburgo subrayó que el capitalismo crea siempre desigualdad entre los individuos, pero rechazó desde el principio las tendencias totalitarias que detectó en el pensamiento de Lenin. Por ello, su propuesta ilustra una de las maneras de recoger lo mejor del anarquismo y lo mejor del marxismo no doctrinario para plantear una alternativa futura al capitalismo.
Rosa Luxemburgo hacia 1895-1900
Rosa Luxemburgo afirmaba que en épocas de paz, la formación de una masa revolucionaria suficientemente amplia pasaba por la lucha ideológica, lo que Gramsci llamará luego la “guerra de posiciones”; y esa integración ideológica de las masas se hace actuando, no leyendo textos teóricos. Lo importante no es destilar intelectualmente la esencia de la situación, sino crear prácticas que erosionan ahora al sistema y preparan su próxima sustitución por otro; la elaboración teórica es un complemento auxiliar de esas prácticas, no su eje central.
Rosa Luxemburgo afirmaba también que la revolución anti-capitalista debería ser democrática o no sería; y para ella, democracia significaba soberanía popular. La democracia debe estar siempre presente, tanto dentro de las organizaciones políticas como en el gobierno de la futura sociedad. Por este motivo, critica frontalmente en 1904 (en “Cuestiones de organización de la social democracia rusa”) la concepción leninista de partido de vanguardia, el partido jerarquizado y liderado por una élite de revolucionarios profesionales autónomos con respecto a la masa popular.
Esta concepción leninista presuponía que las masas no eran conscientes de los elementos esenciales de la situación, que sólo eran percibidos por la vanguardia del partido y, por tanto aquellos sólo podían ser dirigidos por estos. Para ella, por el contrario, un verdadero partido revolucionario “engloba y expresa el conjunto de los intereses progresistas de la sociedad y de todas las víctimas oprimidas por el orden social burgués”. La acción política es una acción espontánea y libre de las masas populares, y esa acción debe ser apoyada por el partido, y no al revés. Lo importante es la movilización de los de abajo (hoy diríamos “el 99% frente al 1%”), no la perspicacia intelectual y táctica de los intelectuales de esa masa ni de las cabezas más visibles de sus partidos políticos.
Para Rosa Luxemburgo, los medios son importantes porque pueden marcar el resultado final, por eso afirma: «La revolución proletaria no requiere de terror para lograr sus objetivos; odia y repudia el asesinato. No precisa de estos instrumentos de lucha porque no lucha contra individuos, sino contra instituciones, porque no entra al combate con ilusiones ingenuas cuya frustración tendría que vengar con sangre. No es un intento desesperado de una minoría de moldear el mundo a su ideal mediante la violencia«, y recomendaba a sus copartidarios socialistas: “No debemos olvidar que la historia no se hace sin grandeza de espíritu, sin una elevada moral y sin gestos nobles”.
Tras los acontecimientos de 1917 en Rusia, Rosa Luxemburgo apoyó la revolución rusa, pero criticó a los bolcheviques en tres aspectos: la política agraria, el derecho de autodeterminación y la cuestión democrática. “Los bolcheviques habían defendido simultáneamente la consigna de ¡Todo el poder a los soviets! y la convocatoria de una Asamblea Constituyente. Rosa Luxemburgo no comprende el viraje adoptado por los bolcheviques al disolver el Parlamento como tampoco al restringir el derecho de voto. Admite que la Asamblea Constituyente podía no ser verdaderamente representativa, pero afirma que en ese caso la disolución debería haber ido acompañada de una convocatoria de nuevas elecciones, realizando una defensa expresa de la existencia de instituciones representativas bajo un gobierno que se proclama socialista (…) Frente a una frase de Trotski («Como marxistas nunca fuimos adoradores fetichistas de la democracia formal») contesta: «Es cierto que nunca fuimos adoradores fetichistas de la democracia formal. Ni tampoco fuimos nunca adoradores fetichistas del socialismo ni tampoco del marxismo….Lo que realmente quiere decir (esa frase) es: siempre hemos diferenciado el contenido social de la forma política de la democracia burguesa, siempre hemos denunciado el duro contenido de desigualdad social y falta de libertad que se esconde bajo la dulce cobertura de la igualdad y la libertad formales. Y no lo hicimos para repudiar a éstas sino para impulsar a la clase obrera a no contentarse con la cobertura sino a conquistar el poder político, para crear una democracia socialista en reemplazo de la democracia burguesa, no para eliminar la democracia»” (Vera, 1994).
El socialismo es entendido por Rosa Luxemburgo como una ampliación y una sustantivación de la democracia formal, extendiendo la participación en la toma de decisiones, económicas y políticas, a masas de población que nunca habían sido preguntadas sobre sus anhelos vitales y su destino.
Esa amplia libertad de crítica y de iniciativa popular es también una necesidad que, para Rosa Luxemburgo, deriva de la complejidad que tendrá una sociedad socialista, para cuya construcción no hay fórmulas preestablecidas ni probadas. Hay que actuar mediante prueba y error, mediante “miles de formas nuevas e improvisaciones (…) La vida pública de los países con libertad limitada está tan gobernada por la pobreza, es tan miserable, tan rígida, tan estéril, precisamente porque, al excluirse la democracia, se cierran las fuentes vivas de toda riqueza y progreso espiritual. (…) Toda la masa del pueblo debe participar” (Rosa Luxemburgo, citada por Vera, 1994). Para Rosa Luxemburgo era evidente que “la libertad sólo para los que apoyan al gobierno, sólo para los miembros de un partido (por numeroso que éste sea) no es libertad en absoluto. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera diferente. No a causa de ningún concepto fanático de la «justicia», sino porque todo lo que es instructivo, totalizador y purificante en la libertad política depende de esta característica esencial, y su efectividad desaparece tan pronto como la «libertad» se convierte en un privilegio especial”.
En un ambiente de desconfianza contra libertad, la nueva organización política de base de las masas, los soviets, pierde su función democrática y degenera: “con la represión de la vida política en el conjunto del país, la vida de los soviets también se deteriorará cada vez más. Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que sólo queda la burocracia como elemento activo. Gradualmente se adormece la vida pública, dirigen y gobiernan unas pocas docenas de dirigentes partidarios de energía inagotable y de experiencia ilimitada. Entre ellos, en realidad, dirigen sólo una docena de cabezas pensantes, y de vez en cuando se invita a una élite de la clase obrera a reuniones donde deben aplaudir los discursos de los dirigentes, y aprobar por unanimidad las mociones propuestas. En el fondo, entonces, una camarilla. Una dictadura, por cierto: no la dictadura del proletariado sino la de un grupo de políticos, es decir, una dictadura en el sentido burgués, en el sentido del gobierno de los jacobinos” (Rosa Luxemburgo, citada por Vera, 1994).
Como afirma Vera (1994), conociendo la evolución que tuvo la política leninista hacia el estalinismo, resulta difícil no leer con un estremecimiento esas proféticas palabras de Rosa Luxemburgo sobre el destino que puede sufrir toda revolución que sustituya la autodeterminación y la autonomía política de las masas por la dictadura de una camarilla jacobina.
Referencias
Cole, G. D. H. (1974). Historia del pensamiento socialista, 1t., México, Fondo de cultura Económica.
Jeong, Seongjin (2017). “El Comunismo de Marx como una Asociación de Individuos Libres: Una Revisión”. https://marxismocritico.com/2017/11/29/el-comunismo-de-marx-como-una-asociacion-de-individuos-libres-una-revision/
Kumar, K. (1992). El pensamiento utópico y la práctica comunitaria. Robert Owen y las comunidades owenianas. Política y Sociedad, ll, pp. 123-143.
Sabine, G. (1987). Historia de la teoría política. México, FCE.
Soboul A., 1987. Sans culotte: Gobierno Revolucionario y movimiento popular,
Alianza Editorial, Madrid.
Vera, Juan Manuel (1994). “Rosa Luxemburgo y la democracia”. Iniciativa Socialista 28, febrero 1994. https://fundanin.net/2018/06/26/rosa-luxemburgo-y-la-democracia/
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