El anticapitalismo democrático contemporáneo

Con este artículo finalizamos el análisis histórico del anticapitalismo democrático que iniciamos en El anticapitalismo democrático (I): De los primeros socialistas a Rosa Luxemburgo y continuamos en El anti-capitalismo democrático durante el siglo XX.

El marxismo analítico

Esta escuela fue fundada en la década de los 80 por J. Roemer, J. Elster, G. A. Cohén y E. O. Wright con el objetivo de aclarar sistemáticamente los conceptos marxistas básicos, eliminar todo lo que sean dogmas, y reconstruir los conceptos fundamentales en una estructura teórica más coherente, mediante el uso de la lógica, la matemática y la construcción de modelos.  Michael A. Lebowitz (https://kmarx.wordpress.com/2018/05/20/es-marxismo-el-marxismo-analitico/ ) considera que esta escuela no es propiamente marxista, porque defienden que se puede concebir una economía socialista que incluya formas de “explotación justa”, algo que para él no está de acuerdo con la filosofía de Marx. Lebowitz cita también al propio Roemer, quien tras considerar superados los conceptos principales del marxismo, afirma que “no está del todo clara”: “las líneas que separan el marxismo analítico contemporáneo y la filosofía política izquierdista-liberal contemporánea” (como podría ser la filosofía política de Rawls, basada en el concepto de justicia). En mi opinión es secundario si estos autores deben ser llamados marxistas o no; sí es cierto que la fuente de inspiración de muchas de sus ideas es Marx. Según Lebowitz, los marxistas analíticos caen a veces en presupuestos neoclásicos refutados por la antropología, como el de que los intereses y las decisiones racionales de los individuos son anteriores a las sociedades, cuando es a la inversa, son ideologías emergentes de la estructura social, a la que los individuos pueden (o no) adscribirse. Ernest Mandel criticó los prejuicios liberales y formalistas que se esconden a veces en los modelos del marxistas analíticos en su propuesta alternativa del determinismo paramétrico. En descargo de los analíticos, podemos decir que si no estamos estudiando la génesis histórica de una cosmovisión y unos intereses, podemos limitarnos a modelar cómo tales intereses hacen interaccionar a los sujetos, una vez institucionalizados y regulados legalmente como un conjunto de “reglas del juego” microsociales; y tal estudio es útil sociológicamente.

Por otra parte, los marxistas analíticos usan modelos matemáticos que admiten la inclusión de muchos de los supuestos marxistas, incluidos los que cita Mandel, y que pueden ser muy útiles para estudiar la dinámica social. Por ejemplo, la teoría de juegos, basada en la obra de Mancur Olson en The Logic of Collective Action. Los autores de esta escuela tratan de representar matemáticamente los mecanismos que relacionan las dinámicas de nivel macrosocial y microsocial (o de prácticas y decisiones individuales y de grupos pequeños). Este problema quedó irresuelto tanto por Marx como por la propia teoría sociológica, que sólo muy recientemente está tratando de abordar este problema (Modelos Complejos en Ciencias Naturales y Sociales). Sin duda, sustituir explicaciones teleológicas por mecanismos expresables matemáticamente es una buena práctica científica.

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También es convincente el argumento de Roemer (1986) de que el modo de producción capitalista surge, esencialmente, de una distribución inicial de propiedad muy desigual, que permite a los grandes propietarios comprar medios de producción y comprar luego fuerza de trabajo; mientras que la mayoría sin propiedades, sólo puede vender su fuerza de trabajo. Basta esa desigualdad inicial y leyes que fomenten y protejan los mercados laboral, de mercancías, y financiero, para que se pueda generar un modo de producción capitalista. También parece convincente su “concepto moderno” de explotación como “una injusticia en la distribución del ingreso resultante de una distribución injusta de las dotaciones”. En suma, la explotación es simplemente desigualdad: “las consecuencias distributivas de una desigualdad injusta en la distribución de activos y recursos productivos”

También es digna de ser discutida la afirmación de Elster de que juzgamos injusta la explotación porque “a lo largo de la historia ha tenido casi siempre un origen causal totalmente sucio, en la violencia, la coerción o la desigualdad de oportunidades”. Pero “¿qué ocurriría si hubiera un “camino limpio” hacia la acumulación? (…) ¿Qué pasa si algunas personas optan por ahorrar e invertir en lugar de consumir (formando así un acervo de capital)? “¿Podría alguien objetar si estas personas inducen a otras a trabajar para ellas ofreciéndoles un salario superior al que podrían ganar en otra parte?” Efectivamente, en ese escenario hipotético de Elster, muchos socialistas podrían estar de acuerdo con el punto de vista liberal, pues ambos pueden aceptar la desigualdad así surgida, siempre que proceda de una igualdad real de oportunidades. Lo único que un socialista añadiría probablemente es que la propiedad así generada durante tu propia vida no tienes derecho a transmitírsela a ninguna otra persona, sino que pasaría a un fondo colectivo administrado por el Estado, y destinado a repartirse por igual entre los nacidos. En una sociedad igualitarista, toda propiedad debe surgir del propio esfuerzo laboral o empresarial, no de la herencia. De este modo, cada miembro de una generación partiría con idénticas propiedades que cualquier otro (García-Olivares 2014). Otros socialistas,  de personalidad menos liberal, no estarían de acuerdo con Elster en que “la explotación no es un concepto moral fundamental”, y argumentarían que debemos buscar una sociedad en la que ningún ser humano pueda contratar a otro, que toda empresa debiera ser cooperativa, etc. Pero no está claro que esto sea tan ideal; podría argumentarse que permitir la iniciativa empresarial privada da dinamismo y adaptabilidad a la sociedad, y que además de la estricta igualdad de propiedad inicial, se podrían imponer por ley otras medidas favorables a la igualdad, como límites a los salarios máximos y mínimos que un propietario privado podría tener en su empresa. Si se quisieran evitar la aparición de grandes millonarios, se podría simplemente utilizar un impuesto sobre el patrimonio muy progresivo, como el utilizado después de la II Guerra Mundial en muchos países occidentales. Esto alejaría las propuestas de los marxistas analíticos del liberalismo clásico y las acercaría a la renovación del socialismo socialdemócrata de Piketty, que comentaremos luego. Incluso así, la duda que surge es si mantener conceptos como explotación y trabajo, que han surgido en el marco de una economía capitalista, no socavará a cualquier sociedad que los use, aunque pretenda ser mucho más igualitaria que el capitalismo que conocemos. Eso es lo que sugiere precisamente Kurz y su escuela.

Robert Kurz (1943-2012) y el fetiche del trabajo

Kurz coincide con Postone en que replantear la crítica del capitalismo exige centrar el análisis en las categorías básicas de la crítica de la economía política marxiana: el valor, el trabajo, la mercancía y el dinero; ambos autores argumentan que dichas categorías no son consustanciales a toda formación social ni están inscritas en la constitución antropológica del ser humano, sino que constituyen un rasgo específico y definitorio del capitalismo.

El dinero y el trabajo, incluso ocasionalmente la mercancía, ya existían antes del desarrollo de la sociedad capitalista, pero sus funciones sociales eran otras muy distintas a las que asumen en el capitalismo, tal como lo analizó Polanyi en La Gran Transformación. La especificidad del capitalismo como sociedad productora de mercancías es que en él estas categorías constituyen la totalidad de la vida social, las formas de conciencia y de praxis social, convirtiéndose en una especie de “a priori trascendental” (Maiso y Maura, 2014). A estas categorías, Marx las denominó de hecho «formas de ser» y «determinaciones de la existencia» del sujeto humano bajo el capitalismo.

Kurz sostiene que ni los intereses personales de los capitalistas, ni el crecimiento económico, ni el desarrollo de las fuerzas productivas constituyen lo esencial del capitalismo. La esencia del capitalismo sería que el capital y el trabajo, como «valor que se autovaloriza a sí mismo», pasa a ser el «sujeto automático» (Marx) del proceso social, convirtiendo a los sujetos vivientes –como productores, vendedores y compradores de mercancías– en sus agentes inconscientes. El capitalismo, utilizando los conceptos de valor, trabajo, mercancía y dinero, sometería a los seres humanos, y hasta a la propia estructura social clasista, a los imperativos de la economía como una esfera separada y autónoma, que se ha desgajado del resto de actividades sociales y se ha convertido en instancia reguladora de todos los ámbitos de la existencia.

Como afirma el Manifiesto contra el trabajo (Grupo Krisis, 1999): “Desde la perspectiva del trabajo, el contenido cualitativo de la producción cuenta tan poco como desde la perspectiva del capital. Lo que interesa es únicamente la posibilidad de vender óptimamente la fuerza de trabajo. No se persigue la determinación común del sentido y fin del propio quehacer. Si alguna vez se tuvo la esperanza de que tal determinación autónoma de la producción se podía hacer real en las formas del sistema de producción de mercancías, la «mano de obra» se ha quitado ya hace tiempo tal ilusión de la cabeza. De lo único de lo que se trata ya es de «puestos de trabajo», de «ocupación»; los propios conceptos demuestran ya el carácter de fin en sí mismo de todo el montaje y la falta de poder de decisión para los partícipes. Qué, para qué y con qué consecuencias se produce le importa tan poco al vendedor de la mercancía fuerza de trabajo, en última instancia, como al comprador. Los obreros de las centrales atómicas y de las fábricas químicas cuando más airadamente protestan es cuando se habla de desactivar sus bombas de relojería. Y los «empleados» de Volkswagen, Ford o Toyota son los más fanáticos partidarios de los programas de suicidio automovilístico. Y no meramente porque se tengan que vender obligatoriamente para que se les «permita» vivir, sino porque se identifican ciertamente con esta existencia estúpida. Para sociólogos, sindicalistas, sacerdotes y otros teólogos profesionales de la «cuestión social», todo esto sirve de demostración del valor ético-moral del trabajo. El trabajo forma la personalidad, dicen. Tienen razón. La personalidad de zombis de la producción de mercancías que no son capaces ya de imaginarse una vida fuera de su “rueda de hámster” tan amada, para la que se preparan cada día.”

reloj y trabajo

Kurz señala que con la tercera revolución industrial (la microelectrónica) el capitalismo habría alcanzado un límite interno debido a que la automatización es tan veloz que el ahorro de fuerza de trabajo productora no puede ser compensada con la incorporación de nuevos consumidores globales. De modo que la tasa de beneficio tiende a caer. A esto respondería la propia evolución hacia la globalización y la financiarización de la economía: «A la huida del capital hacia “afuera”, hacia los mercados mundiales, se corresponde la huida hacia “arriba”, hacia los mercados financieros separados del proceso de producción real». El predominio de la economía financiera en las últimas décadas no habría sido una aberración del sistema que estuvo a punto de arruinar la “sana economía real”, sino que la anticipación de ganancias futuras mediante el crédito habría permitido compensar las crecientes dificultades de valoración (conversión en dinero) de lo producido en el presente.

Como afirma el Manifiesto contra el trabajo (Grupo Krisis, 1999): “Los «especuladores malos», eso se dice con más o menos pánico, quieren destrozar toda la hermosa sociedad del trabajo, porque se juegan, por pasárselo bien, todo el «buen dinero», del que «hay suficiente», en vez de invertir, de manera aplicada y respetable, en maravillosos «puestos de trabajo», con los que se pueda seguir dando «pleno empleo» a una humanidad de parias locos por trabajar. Sencillamente no les entra en las cabezas que no es la especulación, ni mucho menos, la que ha paralizado las inversiones reales, sino que éstas han dejado de ser rentables desde la tercera revolución industrial y que los movimientos especulativos son sólo su síntoma. En vez de comprender que todos nosotros nos estamos volviendo inevitablemente no-rentables y que, en consecuencia, lo que hay que atacar, en tanto que obsoleto, es el criterio de la rentabilidad, junto con sus fundamentos de la sociedad del trabajo, se prefiere demonizar a «los especuladores»; tanto ultraderechistas como autónomos, probos funcionarios sindicales y nostálgicos keynesianos, teólogos sociales y tertulianos insignes y, en general, todos los apóstoles del «trabajo honrado» cultivan unánimemente esta imagen barata del enemigo.

El crédito valoriza las mercancías producidas hoy, para las cuales no hay demanda suficiente, mediante un préstamo que hipotéticamente pagará el crecimiento futuro de la demanda. Si la confianza en la continuación del crecimiento declina, el resultado inmediato será una crisis financiera. Este escenario de crisis financieras es el que nos aguarda en el futuro próximo, y no constituiría una transición hacia un nuevo modelo de acumulación, sino la entrada en un periodo de declive del sistema capitalista. Pero las fórmulas de lucha del pasado no sirven en esta nueva fase del capitalismo. La caza del especulador, o las hipotéticas insurrecciones populares que se pudieran producir en el futuro favorables a la vuelta de un modelo keynesiano, serían para Kurz formas de «anticapitalismo reaccionario», o «movilización de ciegos sentimientos de odio e impotencia». La lógica de la valoración se ha impuesto en todas las esferas de la vida, y no podemos esperar que ningún sujeto pueda subvertirla (Maiso y Maura, 2014). Esto conduce al diagnóstico de Anselm Jappe, colaborador de Kurz: «Abandonado a su propio dinamismo, el capitalismo no conduce al socialismo, sino a las ruinas. Si fuese capaz de tener intenciones, se le podría suponer la de ser la última palabra de la humanidad». El capitalismo moriría así por colapso: desestabilización climática, destrucción de los ecosistemas, derribo del estado social, precarización del trabajo, empobrecimiento de las clases medias, desempleo masivo, crecimiento de población “superflua” que ya no puede ser integrada, nihilismo e insolidaridad generalizados, y estrategias individualistas de supervivencia. Así, mientras el lema de Rosa Luxemburgo a principios del siglo XX fue “socialismo o barbarie”, el de Kurz de principios del siglo XXI sería “capitalismo y barbarie”.

Obsérvese que en esta perspectiva de Kurz y el grupo Krisis, la crisis del capitalismo contemporáneo no deriva principalmente de la rigidez de los precios del petróleo y de la dificultad que esto provoca en la acumulación ampliada de capital. Esta teoría la discutiremos en otro artículo cuando hablemos del decrecentismo y el límite de los recursos. La crisis derivaría principalmente de la contracción de la masa salarial, producto de la automatización. Mientras siga habiendo algo de competencia de mercado, aunque sea limitada y oligopólica, la disminución de la masa salarial (respecto a la plusvalía extraída por los capitalistas) disminuye la valorización de las mercancías producidas, que no pueden ser absorbidas por la demanda agregada en contracción. En estas circunstancias, el que hubiera oferta de energía ilimitada y flexible no haría ninguna diferencia. Sin duda que una oferta limitada y rígida de petróleo puede destruir  a corto plazo los sectores económicos particulares más dependientes de esta materia prima energética; pero este efecto, se añadiría a la tendencia general hacia la crisis de sobreproducción (o sub-demanda) causada por la automatización en todos los sectores.

En mi opinión, la única esperanza que nos quedaría es que, en el contexto de la profunda descomposición social y ecológica que nos aguarda, los valores y conceptos asociados al funcionamiento capitalista pierdan todo sentido. Ello, en lugar de dar paso a un absoluto nihilismo como teme Kurz, podría dejar la vía libre a valores y prácticas ajenos a la lógica de la mercancía, prácticas que ahora mismo están siendo ensayadas en centros de nucleación, nichos o intersticios del sistema (García-Olivares y Solé, 2014). Cabe la esperanza de que, llevada por su instinto de supervivencia, la gente experimente con esas propuestas post-capitalistas antes de que todas las instituciones sociales colapsen.

El Autonomismo de Negri y Hardt

El planteamiento autonomista, que tuvo mucho predicamento a fines de los noventa y principios de los años dos mil, fue otro de los intentos de encontrar alternativas a las debacles totalitarias del siglo pasado: Cambiar el mundo sin tomar el poder de Holloway, o Multitud de Hardt y Negri. Estos análisis se acercan a posturas anarquistas cuando ponen en duda la necesidad de centrarse en la toma del poder, el partido de masas, o la gestión del Estado post-revolucionario.

Este planteamiento parte de la experiencia del Global Action Day (30 de noviembre de 1999). Aquel día, se manifestaron en Seattle colectivos muy heterogéneos procedentes de una gran cantidad de países distintos y sembraron el caos en la cumbre de la OMC y en toda la ciudad, que quedó saturada por la multitud, y las fuerzas policiales desbordadas. Se trataba de grupos de anarquistas, ecologistas, religiosos, comunistas, agricultores, e incluso personas sin adscripción política que se sumaron a la causa, que luego fue llamada “Movimiento Antiglobalización”. Como afirma Straehle (2013): “Esa jornada evidenció que las nuevas luchas ya no iban a poder reducirse al atávico maniqueísmo que propició una guerra de bloques. Además, al contrario que en el 11 S, esta fecha dejó claro que la historia no solamente consiste en un asunto de política exterior, de geopolítica o de relaciones internacionales; a partir de ese momento los distintos gobiernos debían prestar mayor atención a una política interior que cada vez lo es menos merced a las consecuencias y externalidades que los propios promotores de la globalización causaron (…) entonces se reveló con claridad que la presunta victoria incontestable [del sistema] en el ámbito de las ideas no era más que un ingenuo espejismo (…) la presunta victoria ideológica del capitalismo liberal quedaba completamente en entredicho. ¿Qué ideología era capaz de concitar la oposición de un abanico tan diverso de posturas, muchas de ellas tradicionalmente enfrentadas entre sí?”

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Global Action Day, Seattle, 1999

Hardt y Negri (2004) detectan un nuevo sujeto colectivo en esta forma de converger grupos heterogéneos en un mismo lugar y de forma sincronizada, hacia un objetivo común. La estructura es completamente horizontal, y nadie representa al colectivo ni habla en nombre de todos.

A largo plazo, el cambio tecnológico, al igual que los cambios ecológicos, pueden producir una erosión gradual de los flujos que definen el hiper-ciclo de automantenimiento de un sistema económico, así como facilitar la aparición de centros de nucleación de nuevas prácticas económicas en nichos locales (García-Olivares y Esteban, 1989; García-Olivares 2019). En particular, Castells (2012) ha subrayado la capacidad que tienen las nuevas tecnologías de la información y comunicación (TIC) para empoderar a las comunidades en relación con los grandes propietarios. Esta capacidad deriva de que la generación de redes o “ciudades virtuales” a través de Internet es capaz de crear colectivos que realizan prácticas económicas (generadoras de servicios) y políticas (persecución sincronizada de intereses compartidos) sin que los grandes propietarios puedan adquirir la propiedad y el control de esas prácticas. En este sentido, Hardt y Negri (2004) están de acuerdo con que la “revolución de la información (…) provee nuevos espacios de libertad”. Estas capacidades creativas y heterogéneas de la multitud quiebran, según estos autores, la capacidad de los procesos capitalistas de aislar y explotar.

Una debilidad del planteamiento de Hardt y Negri (2004) es que describe la multitud como asentada en el capitalismo cognitivo y en el trabajo inmaterial (lo que algunos autores han denominado el posfordismo), con lo cual esta nueva forma de movilización política excluiría a los movimientos políticos no pertenecientes al llamado Primer Mundo. Otra debilidad es su exceso de optimismo. La limitación más importante de la multitud probablemente consista en que frecuentemente se queda encerrada en una política de mínimos, “la de un irrebasable denominador común, dado que la falta de homogeneidad interna impide que un proyecto más ambicioso o extenso pueda ser llevado a cabo por elementos tan dispares” (Straehle, 2013). En consecuencia, se podría hablar de una forma de movilización muy poderosa en la protesta inesperada, pero no en la presión sistemática. De hecho, Hardt y Negri no explican cómo una multitud surgida de las TIC puede operar exitosamente en presencia de un Estado que se arroga el monopolio de la violencia legítima, y que no duda en emplearla cuando lo cree necesario.

Seattle y Génova no lograron frenar la ofensiva neoliberal, la Primavera Árabe no ha servido para constituir verdaderas democracias; la revolución islandesa no consiguió perturbar la dinámica de los partidos políticos clásicos; el movimiento 15-M en España no impidió que la derecha española continuara con la corrupción y los éxitos electorales en los años siguientes, y el Régimen político parece imposible de reformar por Podemos, el partido surgido de aquella movilización. También en Argentina y otras áreas geográficas, las estrategias de movilización autónoma de la mayoría sin liderazgo desde arriba condujo a movilizaciones tipo 15-M que se auto disolvieron sin concretarse en nada palpable al final de su ciclo. De modo que, al menos a a corto plazo, estos nuevos sujetos colectivos no parecen conducir a cambios estructurales del sistema.

Chantal Mouffe y Ernesto Laclau

Para Mouffe y Laclau, el desafío de la izquierda es encontrar la manera de articular las reivindicaciones de los nuevos movimientos sociales (feministas, antirracistas, homosexuales, ecologistas) con las reivindicaciones formuladas en términos de clase.

Para Mouffe, el espacio de lo político no es ni el espacio de la economía ni el de la ética. Lo político no es un espacio de agregación de voluntades ni un espacio de deliberación racional.  Ni el individualismo ni el racionalismo pueden captar la naturaleza de lo político. La creencia en la posibilidad de una reconciliación final gracias a la razón (en la que creyeron tanto los ilustrados como la política de la deliberación de Habermas) ignora el hecho del antagonismo. El individualismo ignora el hecho de que los sujetos políticos son sujetos colectivos con identidades compartidas. Añadiría también con Lakoff, que esos sujetos colectivos comparten también marcos metafóricos con los cuales han construido su mundo compartido y en los cuales les gustaría vivir. El marco metafórico de algunos sujetos colectivos es con frecuencia poco coherente con el de otros grupos, y ello genera ese antagonismo del tipo “nosotros/ellos”. Cuando una persona es nacionalista, ha movilizado afectos, deseos y recuerdos, y los ha asociado a una identidad compartida. Ello no es propiamente ni un proceso racional ni una demanda individual.

“Toda la política tiene que ver con la formación de un “nosotros”. Uno no puede formar un “nosotros” sin un “ellos”. Cualquier identidad colectiva implica dos” (Mouffe, 2010).

“La política tiene que ver con el conflicto y la democracia consiste en dar la posibilidad a los distintos puntos de vista para que se expresen, disientan. El disenso se puede dar mediante el antagonismo amigo-enemigo, cuando se trata al oponente como enemigo –en el extremo llevaría a una guerra civil– o a través de lo que llamo agonismo: un adversario reconoce la legitimidad del oponente y el conflicto se conduce a través de las instituciones. Es una lucha por la hegemonía” (Mouffe, 2010).

Frente a la separación total entre los movimientos, propugnada por el neo-liberalismo y por algunos posmodernos, Laclau y Mouffe (2015) piensan que la izquierda debe fomentar cadenas de equivalencias entre las diferentes luchas para que, cuando los trabajadores definan sus reivindicaciones, tengan en cuenta en ellas las reivindicaciones de los negros, los inmigrantes y las feministas; y recíprocamente, cuando las feministas definan sus reivindicaciones, no lo hagan sólo en términos de género, sino que asuman también las de otros grupos. El resultado buscado es una larga cadena de equivalencias entre todas las luchas que radicalizan y profundizan la democracia. Esa cadena o red entrelazada puede acabar constituyendo una nueva hegemonía, contraria a la neoliberal, que acabe institucionalizando las nuevas demandas democráticas. En el lenguaje de Lakoff, se trataría de una integración de los marcos metafóricos que usan los distintos movimientos sociales críticos en un marco metafórico común agonista del marco metafórico dominante que usa el neo-liberalismo.

Obreros y estudiantes@LaVanguardia-Web

La democracia sería el espacio social en el que todos reconocemos la legitimidad de tener marcos metafórico-conceptuales diferentes sobre el mundo posible, e identidades colectivas diferentes, y la legitimidad de luchar por hacer mayoritarias los propios marcos e identidades. Esto es, aceptamos sublimar nuestros antagonismos en agonismos. Agonismo en el seno del cual los adversarios están de acuerdo en los principios democráticos de libertad e igualdad, pero confrontan en el significado y contenidos que tienen.

Contra la concepción determinista de la historia, Mouffe defiende lo contrario, «que siempre es posible cambiar las cosas políticamente e intervenir en las relaciones de poder para transformarlas«. La lucha de la izquierda no necesita «destruir el orden democrático liberal y construir un nuevo orden partiendo de cero«. Se trataría más bien de una guerra de posiciones (Gramsci) en la cual la izquierda actuaría para que los principios de libertad e igualdad de las sociedades liberales-democráticas se lleven realmente a la práctica.

Según Mouffe y Laclau, en la política democrática hay una construcción de un pueblo, lo que Gramsci llamaría una voluntad colectiva, lo nacional-popular, y en este sentido se puede hablar de populismo. En Europa los movimientos populistas que están ganando terreno son de derecha porque construyen el pueblo mediante un antagonismo con los inmigrantes. Si, en cambio, la construcción del nosotros es en confrontación con los grupos económicos, el populismo es de izquierda (Mouffe, 2010).

Las ideas de Mouffe y Laclau tuvieron una influencia importante en los fundadores del partido político Podemos en España.

El socialismo participativo de Piketty

Piketty (2019) reformula la frase «La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases», del Manifiesto Comunista de Engels y Marx (1848) de la siguiente manera: “la historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de las ideologías y de la búsqueda de la justicia”. “La posición social, por muy importante que sea, no basta para forjar una teoría de la sociedad justa, una teoría de la propiedad, una teoría de las fronteras, una teoría de la fiscalidad, de la educación, de los salarios o de la democracia”.

Las coaliciones deben construirse y no presuponer que se formarán debido al origen de clase común; dependen de las experiencias históricas compartidas. El fracaso de los igualitaristas por promover un bloque mayoritario favorable a la redistribución en el siglo XIX se debió, por ejemplo, a que las clases campesinas y rurales (incluso cuando no eran muy ricas) desconfiaban de los posibles intentos de los socialistas y del proletariado urbano de atacar la propiedad privada en su conjunto (temores que no estaban totalmente infundados y que los más ricos no dejaban de azuzar para asustar). De modo que no ha bastado con conseguir el voto universal para que surgiera automáticamente una mayoría favorable a la redistribución, aunque este fue el temor que llevó a las clases más acomodadas a negarse inicialmente a universalizar el sufragio.

Según Piketty (2019), “no reflexionar sobre el régimen institucional y político que debería aplicarse inmediatamente después de la gran revolución, conduce generalmente a echarse en manos de un poder estatal hipertrofiado e indefinido, [y ello condujo a]  los desastres comunistas estalinistas y maoístas, así como del abandono de cualquier ambición igualitaria e internacionalista que se derivó de su fracaso. El desastre comunista ha logrado incluso dejar en un segundo plano los daños causados por las ideologías esclavistas, colonialistas y racistas, así como los vínculos profundos que relacionan estas ideologías con el propietarismo y el hipercapitalismo, lo cual no es poca cosa.

El fracaso de la Revolución Francesa a la hora de aumentar el igualitarismo en la distribución de la propiedad sugiere que las ideologías tienen poca influencia mientras no conduzcan a ensayos institucionales y a demostraciones prácticas, que deben sobrevivir en el contexto de las crisis, las luchas sociales, las insurrecciones y los equilibrios posibles entre intereses contrapuestos. En esos contextos, los actores a menudo recurren al repertorio de ideologías políticas y económicas desarrolladas en el pasado, o inventan nuevas herramientas sobre la marcha, pero esto requiere de un tiempo para probarlas en la práctica que generalmente falta. La ventaja de las instituciones establecidas es que funcionan en la práctica, aunque no sean del todo compatibles con las nuevas ideas culturales que se han ido gestando y que los revolucionarios traen en la cabeza. Las nuevas ideas son más coherentes con los intereses de las nuevas élites y fuerzas triunfantes, pero no han tenido tiempo de probar ensamblajes socio-técnicos nuevos que puedan ser más compatibles con los nuevos intereses dominantes, y que a la vez funcionen (atraigan a la mayoría social hacia las nuevas prácticas). Por ejemplo, que un Estado centralizado fuese capaz de crear instituciones capaces de recolectar impuestos y de impartir justicia en todo el territorio nacional, mejor que lo hacían los nobles en sus respectivos territorios y sin caer en el despotismo, era algo que no estaba claro en tiempos de Montesquieu, pero que la práctica política de la Francia revolucionaria acabó confirmando.

Una vez que era patente la viabilidad de un Estado republicano funcional, quedaba la cuestión de la abolición de los «privilegios», concepto que aglutinaba a todas las fuerzas revolucionarias, pero que abría todo un abanico de interpretaciones diferentes en ellas. Piketty (2019) cita a Jonathan Israel, quien antes de la Revolución distingue las posturas de los ilustrados «radicales», como Diderot, Condorcet, Holbach, o Paine, de las posturas de los «moderados», como Voltaire, Montesquieu, Turgot, o Smith. Los radicales generalmente apoyaron la idea de una sola Asamblea, en lugar de Cámaras separadas para los diferentes estamentos, así como el fin de los privilegios de la nobleza y el clero, con alguna forma de redistribución de la propiedad, y una mayor igualdad entre clases, sexos y razas. Los moderados (que podemos llamar «conservadores») tendían a desconfiar de las Asambleas únicas y de la abolición radical de los derechos de los terratenientes, ya fueran señores o negreros, así como a mostrar una mayor fe en el “progreso natural”. Fuera de Francia, un representante de esta corriente moderada  fue Adam Smith.

Los sistemas socio-técnicos ensayados podrían haber sido otros muy diferentes si las tensiones bélicas y políticas hubieran sido diferentes o la organización y planificación estratégica de los sans-culottes hubiera sido más audaz (La Revolución Francesa). Piketty cita también las propuestas del revolucionario angloamericano Thomas Paine dirigidas a parlamentarios franceses en 1795, que consistían en gravar las herencias hasta en un 10 por ciento con el fin de financiar un ambicioso sistema de renta universal.

Como las revoluciones burguesas no pudieron triunfar sino con el apoyo directo de grandes masas del “tercer estado”, en su mayor parte no propietarios, las constituciones post-revolucionarias, aun siendo liberales en su inspiración principal, suelen incluir declaraciones igualitaristas contradictorias con sus declaraciones propietaristas. Por ejemplo, comenta Piketty: “la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aceptada en agosto de 1789 por la Asamblea Nacional francesa  comienza con una promesa de igualdad absoluta, que marca una clara ruptura con la vieja sociedad estamental: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Luego, el artículo introduce la posibilidad de una desigualdad justa, pero bajo ciertas condiciones: «Las distinciones sociales sólo pueden basarse en la utilidad común». Y continúa con: «La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». Con lo que el conjunto de este Artículo primero se presta a ser interpretado y utilizado de manera contradictoria (…) Este artículo podría invocarse para organizar alguna forma de redistribución de la propiedad y promover el acceso de los más pobres a la riqueza. Sin embargo, el artículo 2 puede leerse en un sentido mucho más restrictivo, ya que sugiere que los derechos de propiedad adquiridos en el pasado constituyen derechos «naturales e imprescriptibles» y, por lo tanto, no pueden ser refutados o puestos en tela de juicio fácilmente”. El cómo se desarrollen estas constituciones en el futuro, dependerá, según Piketty, de que las herramientas político-económicas que surjan de la lucha ideológica y de intereses entre los grupos igualitaristas y anti-igualitaristas, se muestren más o menos funcionales para reequilibrar la sociedad más allá de sus presentes crisis y contradicciones.

En particular, Piketty contrapone la ideología liberal del propietarismo exacerbado, que “sacraliza la propiedad y la transforma en una solución sistemática” para cualquier problema social, con el propietarismo crítico, cuya forma más influyente ha sido la socialdemócrata. Ésta concibe la propiedad privada como supeditada a objetivos superiores, y propone formas mixtas de propiedad: privada, pública y social. Piketty se posiciona cerca de los autores que privilegian las explicaciones funcionalistas sobre las basadas en el conflicto, en el debate sobre las causas del cambio estructural de las sociedades (Ensamblajes socio-técnicos y complejidad social). Por ello, propone un conjunto de soluciones económico-políticas que podrían desarrollar el propietarismo crítico de los social-demócratas en una dirección mucho menos contradictoria y más igualitarista que donde la dejaron ellos, y serían funcionales para los problemas sociales actuales.

Piketty (2019) analiza las políticas económicas social-demócratas que permitieron mantener las desigualdades en niveles moderados entre 1945 y 1975 en Occidente, y cómo podrían recuperarse y ampliarse esas políticas en la actualidad para superar las contradicciones del actual capitalismo neo-liberal.

A principios del siglo XX el Estado era esencialmente el garante del orden y el derecho de propiedad (tanto en el interior del país como internacionalmente), pero las guerras, las crisis y las revoluciones mostraron abiertamente los límites del mercado autorregulado y la necesidad de usar el Estado para añadir un componente social y redistributivo en la economía. Es tras la II Guerra Mundial cuando ese estado social toma su forma definitiva en los estados social-demócratas occidentales.

En Europa, la necesidad durante la I Guerra Mundial del reclutamiento militar masivo (que había que financiar ineluctablemente por necesidad nacional) fue clave para que se ensayase por primera vez la imposición fiscal altamente progresiva. La revolución bolchevique fue otro factor de la misma importancia que el anterior, y actuó en el mismo sentido de promover estados sociales que des-radicalizaran a las masas. Estos Estados sociales debían ser financiados de alguna manera. En EEUU, la Revolución bolchevique y luego la Gran Depresión de 1929 fueron choques mucho más severos que la I Guerra Mundial, y tuvieron una influencia mucho mayor en la adopción del New Deal por Roosvelt y los demócratas. El miedo a la Revolución tuvo un papel importante en la aceptación de medidas impositivas progresivas y de justicia social en las élites capitalistas de todos los países desarrollados. Sin embargo, en Suecia, que no participó en la Primera Guerra Mundial, esta Guerra tuvo un papel inapreciable en la adopción de un Estado social ambicioso y una alta progresividad fiscal. Las luchas sociales, en cambio, sí tuvieron un papel decisivo. En Italia, los tipos impuestos a las rentas altas en el periodo de entreguerras se mantuvo alrededor del 20 y el 30 por ciento, pero saltó posteriormente de forma repentina a más del 80 por ciento en 1945-1946, tras la caída del fascismo y el establecimiento de la República Italiana, en un contexto en el que los partidos comunistas y socialistas gozaban de una gran popularidad.

Esto confirma, según Piketty, que las movilizaciones políticas (o su ausencia) son, sobre todo, la variable que explica los grandes cambios en la fiscalidad y en las desigualdades. Pero a esas luchas se añaden las reflexiones y los debates sobre la justicia social, la fiscalidad progresiva y la redistribución de la renta y de la propiedad, que estaban ya muy presentes en el siglo XVIII y durante la Revolución francesa, pero que adquirieron una nueva dimensión en la mayoría de los países a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, a la vista de la altísima concentración de la riqueza que estaba generando el capitalismo industrial, y a la vista de la fuerte influencia que tenían la educación y la difusión de ideas e información en el desarrollo económico. Según Piketty, el encuentro entre esta evolución intelectual con una serie de crisis militares, financieras y políticas, en parte causadas por tensiones desigualitarias, fue lo que condujo a la transformación del régimen desigualitario de la Belle Époque en la alternativa moderada socialdemócrata. Al mismo tiempo, se compartieron y conectaron cada vez más experiencias a escala mundial, lo que condujo a una rápida difusión de las prácticas del momento.

boulevard-americano-Jean Beraud

Café Americano, óleo sobre tabla de Jean Béraud (1897) en que se observa a un grupo de burgueses en un bulevar de París durante la Belle Époque

Esta descripción de Piketty encajaría bien con el marco que propone Archer para explicar el cambio de la estructura social. En su esquema, las variables relevantes son el conflicto entre agentes sociales más o menos movilizados en el contexto de una estructura político-económica previa y de unos sistemas ideológicos que son más o menos coherentes con las demandas de los agentes y con las estructuras existentes (Ensamblajes socio-técnicos y complejidad social).

Tras la II Guerra Mundial, y hasta la actualidad, los impuestos obligatorios en los países occidentales estuvieron entre el 45 y el 50 por ciento de la renta nacional. Esto significa que el sector público podría hacer trabajar a la mitad de la población activa, remunerándola igual que el promedio del sector privado, utilizando en media el mismo equipamiento, locales, etc. y produciendo la mitad del producto interior bruto del país. En la práctica, en los años 2000-2020, el empleo público en las distintas administraciones nacionales, regionales y locales, escuelas, institutos, universidades, hospitales, etc., representaba en torno al 15-20 por ciento del empleo total, frente al 80-85 por ciento del empleo privado. Esto se debe a que la mayoría de los impuestos y cotizaciones no se utilizan para remunerar empleos públicos, sino para financiar transferencias (pensiones, prestaciones sociales, etc.) y adquirir bienes y servicios al sector privado (edificios y obra pública, equipos, servicios externos, etc.).

Se impusieron tipos muy altos (del orden del 80%) en la parte alta de la distribución de ingresos pero no eran suficientes, por sí solos, para generar los ingresos necesarios con los que financiar el Estado social. Por ello, se desarrollaron al mismo tiempo otros impuestos que gravan el conjunto de salarios y rentas. La combinación de estas dos visiones complementarias del papel de la fiscalidad (reducción de las desigualdades, financiación del gasto) es lo que permitió transformar las sociedades propietaristas en sociedades socialdemócratas.

Las causas esenciales del agotamiento del modelo socialdemócrata como referente, a partir de los años 80, las resume Piketty en estos puntos:

  • Las nuevas formas de reparto del poder y de propiedad social en las empresas se limitaron durante mucho tiempo a un reducido número de países (Alemania y Suecia, en particular); no se explotaron lo suficiente, a pesar de que aportan algunas de las respuestas más prometedoras para superar la propiedad privada y el capitalismo.
  • La socialdemocracia no ha logrado abordar con eficacia la importante necesidad de igualdad en el acceso a la formación y al conocimiento, especialmente en la educación secundaria y superior; las clases bajas han notado que los partidos socialdemócratas enfocaban su mensaje en las clases medias educadas, y han ido quitándoles su apoyo. La izquierda electoral ha pasado de ser el partido de los trabajadores al partido de los titulados (lo que Piketty llama «la izquierda brahmánica»).
  • El pensamiento socialdemócrata ha dejado de desarrollar sus propuestas igualitaristas en temas de fiscalidad y, más concretamente, sobre la fiscalidad progresiva de la propiedad. Sobre todo, no ha conseguido sentar las bases de nuevas formas federales transnacionales de soberanía compartida y de justicia social y fiscal.

La izquierda no socialdemócrata tras la Gran Guerra tendió a centrar sus propuestas económicas en las nacionalizaciones. Esto ha asustado siempre a los trabajadores independientes, sobre todo porque estos partidos nunca indicaron de forma clara cuáles eran sus intenciones a largo plazo con respecto a la pequeña propiedad privada, ni cómo concebían el papel de la pequeña propiedad privada en la sociedad ideal que imaginaban. Además, entre 1920 y 1960, los partidos socialistas y comunistas siempre defendieron mucho mejor las demandas fiscales de los trabajadores por cuenta ajena que la de los autónomos. Con el final de la URSS los partidos socialdemócratas abandonan las propuestas de nacionalización, pero sin sustituirlas por un programa económico alternativo. Esto provocó un abstencionismo electoral creciente en las clases baja y media-baja.

Además, la izquierda actual se está dividiendo entre un centro-izquierda promercado y una izquierda pro-redistribución, más radical y en busca de nuevas respuestas a la desigualdad. Por su parte, la derecha electoral está dividida entre una derecha promercado y una derecha nativista y nacionalista, que ve en el repliegue identitario y en el social-nativismo antiinmigrante la solución a los desafíos que surgen de los excesos del sistema económico mundial.

Piketty muestra con datos que los votantes de la mayoría de países occidentales están divididos en cuatro partes de tamaño aproximadamente equivalente: un bloque ideológico internacionalista-igualitario, un bloque internacionalista-desigualitario, un bloque nativista-igualitario y un bloque nativista-desigualitario. El eje igualdad-desigualdad y el eje nativismo-internacionalismo pueden graduarse empíricamente según el grado de acuerdo que se muestre con las afirmaciones: “Por justicia social, debemos quitar a los ricos para dárselo a los pobres”, y “Hay demasiados inmigrantes en nuestro país”, respectivamente. De igual tamaño que cualquiera de estos cuatro grupos es el quinto grupo de los abstencionistas. Así, las sociedades del Primer Mundo se pueden caracterizar electoralmente como divididas en cinco grupos con aproximadamente un 20% de apoyo cada uno.

Según Piketty, la capacidad de los internacionalistas (pro-inmigrantes) e igualitarios de unirse para formar un bloque hegemónico dependerá de la capacidad para desarrollar un programa que pueda describirse como federalista social, basado en la idea de que la redistribución y el internacionalismo pueden reforzarse mutuamente. Si no, será imposible. En EEUU, estas dos tendencias están generando fuertes tensiones dentro del Partido Demócrata (recuérdese la pugna en las primarias de hace cuatro años entre el internacionalismo-igualitarismo moderado de Sanders en su pugna con el internacionalismo neo-liberal de la Señora Clinton), división que continúa hoy en día.

La derecha mundial también está dividida entre nativistas (la derecha nacionalista, v.g. Trump) e internacionalistas (la derecha neo-liberal, v.g. Macron). La derecha nacionalista es algo más igualitarista que la neo-liberal, pero de forma muy limitada pues ambos bandos coinciden en que no hay alternativa al dumping fiscal a favor de los más ricos.

Según Piketty, los países del este europeo como Polonia o Hungría se sienten decepcionados con la Unión Europea  porque durante la última década la salida de beneficios de los inversores alemanes y franceses, del orden del 4-7% del PIB, supera la entrada neta de ayudas desde la Unión Europea (del orden del 0.2-0.3%  del PIB). Se trata de países pequeños económicamente y sin capacidad de iniciativa económica propia, que han quedado rehenes de las políticas de la Unión Europea, y su única alternativa económica como países es convertirse en paraísos fiscales. El cierre de la Unión Europea a cualquier escenario redistributivo común les ha llevado a polarizarse entre liberales-conservadores (pan-europeístas) y conservadores nacionalistas. Dado que es impensable extraer recursos ni del dinamismo económico nacional ni de las élites (que rechazan los impuestos muy progresivos), los liberal-conservadores pan-europeístas confían en la magia del mercado a escala europea y en el progreso futuro que supuestamente acabará trayendo; los conservadores nacionalistas abogan, en cambio, por un cierre paternalista en lo social-nativista (favorecer económicamente a los nacidos en el país frente a los extranjeros) como forma principal de apoyo a las clases populares y medias. El cierre de las perspectivas redistributivas y federalistas de “izquierda” tiene el peligro de que este escenario se convierta en general en toda Europa.

El total de propiedades privadas (inmobiliarias, profesionales y financieras, netas de deudas) de los hogares alcanza en la década de 2010 alrededor del 500-600 por ciento de la renta nacional en la mayoría de los países ricos (frente a apenas el 300 por ciento en los años 1970-1980). Desde un punto de vista estrictamente técnico, sería posible que la Fed norteamericana o el Banco Central Europeo crearan el equivalente al 600 por ciento del PIB o de la renta nacional en dólares y en euros y que intentaran comprar la totalidad del capital privado de Estados Unidos y Europa occidental, con el fin de, por ejemplo, financiar un futuro Green New Deal o financiar la educación de las clases populares. El problema de esto, según Piketty, es doble: (i) los bancos centrales y sus consejos de administración no están más preparados para administrar la totalidad de las propiedades de un país que el sistema de planificación centralizado de la Unión Soviética en su momento; ello debería hacerse bajo una arquitectura democrática, parlamentaria y de confrontación de ideas, no en el de un Consejo de Gobierno que delibera a puerta cerrada. (ii) sería peligroso promover la idea de que todo puede resolverse mediante la creación de dinero y la deuda; los impuestos (debatidos y decididos colectivamente, recaudados en función de la riqueza y la capacidad contributiva de cada individuo) deben seguir siendo el principal instrumento que permite a una comunidad movilizar recursos para llevar a cabo un proyecto político común, sobre todo teniendo en cuenta los grandes riesgos que se nos acumulan de cara al futuro y a su crecimiento económico. Piketty no se para a discutir tales riesgos, y esta es probablemente la principal debilidad de su estudio.

Piketty cree que es posible alcanzar un socialismo basado en un sistema mixto de propiedad individual y propiedad social, y en una democratización profunda del sistema de enseñanza media y superior, y de la participación de los trabajadores en las empresas. En esta social-democracia actualizada, la propiedad privada sería sustituida a largo plazo por la propiedad temporal. Cada individuo podría acumular propiedades a lo largo de su vida pero esas propiedades regresarían a la colectividad en su mayor parte al pasar a la generación siguiente (mediante fuertes impuestos a las herencias). También se institucionalizarían impuestos a la propiedad muy progresivos, que permitirían una dotación universal de capital a todos los ciudadanos (que les sería entregado a la edad de 25 años). Ello facilitaría que las grandes fortunas no pudieran transmitirse a los descendientes, ni acumularse a lo largo de las generaciones en unas pocas familias privilegiadas. El principio de la igualdad de oportunidades quedaría así satisfecho, algo que pueden apoyar tanto los temperamentos socialistas como los liberales. García-Olivares (2014) propuso una idea similar.

Los fondos públicos se obtendrían de un impuesto anual progresivo sobre la propiedad, un impuesto progresivo sobre las herencias y un impuesto progresivo sobre la renta. El impuesto anual sobre la propiedad y el impuesto sobre sucesiones aportarían (conjuntamente) ingresos equivalentes al 5 por ciento de la renta nacional aproximadamente, que se utilizarían en su totalidad para financiar la dotación de capital. Mientras que el impuesto progresivo sobre la renta, en el que Piketty incluye las cotizaciones sociales y un impuesto progresivo sobre las emisiones de carbono, aportaría en torno al 45 por ciento de la renta nacional y permitiría financiar el resto del gasto público, en particular la renta básica y, sobre todo, el Estado social (incluido el sistema sanitario y educativo, los regímenes de pensiones, etc.).

La dotación de capital a los jóvenes de 25 años sería de un 60% del patrimonio medio (120.000 euros de media en los países occidentales, que tienen un patrimonio medio de 200.000 euros PPA). En el sistema actual, el 50% de la población no recibe prácticamente nada de herencia. Se trataría de un sistema público y universal de herencia.

La tabla siguiente muestra un ejemplo que da Piketty de los tipos impositivos que permitirían recaudar los fondos que se han comentado. Las tres primeras columnas corresponden a los impuestos sobre la propiedad, y las dos últimas al impuesto sobre la renta.

tabla Piketty

En los países de Europa occidental, en los años 1990-2020, el impuesto sobre la renta (incluyendo el impuesto sobre beneficios empresariales) representa en torno al 10-15 por ciento de la renta nacional, las cotizaciones y otros gravámenes sociales alcanzan entre el 15 y el 20 por ciento de la renta nacional, y los impuestos indirectos (IVA y otros impuestos sobre el consumo), entre el 10 y el 15 por ciento de la renta nacional. El total de impuestos obligatorios se han estabilizado pues en torno al 40-50 por ciento de la renta nacional. Para Piketty los impuestos indirectos (como el IVA) son regresivos y no tienen ninguna justificación real, por lo que deberían ser sustituidos por impuestos sobre la renta o la propiedad. Salvo los impuestos indirectos destinados a corregir una externalidad, como el impuesto sobre el carbono. Pero en este caso, habría que buscar una forma de hacerlos progresivos, que graven más a quienes realmente emite más, y que no perjudiquen a quienes no tienen ninguna alternativa limpia.

Para volver a igualar la inversión educativa en las clases bajas con las que de facto disfrutan las clases altas (que se mantienen mucho más tiempo dentro del sistema educativo), Piketty propone asignar a cada persona la inversión media educativa del país y, si esta persona abandona la educación antes de agotar la asignación, podría utilizar el capital educativo restante en cualquier momento a lo largo de su vida, cuando reanude su formación en cualquier campo.

Se facilitaría la cogestión de obreros y propietarios en las grandes empresas, con consejos de administración en los que los asalariados tendrían la mitad de los votos. Se institucionalizarían por ley sistemas que limitarían el tamaño de las grandes empresas.

Se regularía la financiación privada de los partidos políticos, mediante una cuota de unos 5 euros al año donada por cada ciudadano al partido político de su preferencia.

Finalmente, Piketty propone un federalismo global para la estructuración de las diferentes naciones, y una organización cooperativa de la economía global. Tal federación podría empezar, en lo económico, por acuerdos entre los Estados que les permitieran dejar de ejercer la competencia entre ellos y empezar a cooperar fiscalmente. El objetivo sería conseguir que los beneficios obtenidos por las grandes empresas multinacionales se distribuyeran entre los Estados de forma transparente, en función de la actividad económica real desarrollada en los distintos territorios, con unos tipos impositivos mínimos compatibles con el nivel general de los impuestos y la financiación del Estado social. En la práctica, si este escenario no llega a materializarse, cualquier grupo de países (incluso uno solo) podría actuar de forma aislada, recaudando la participación en el impuesto mundial sobre los beneficios empresariales que le corresponde según la venta de bienes y servicios realizada en su territorio.

La propuesta de Piketty es un socialismo que mantiene algunos de los principios del liberalismo social de los fundadores del liberalismo, incluido el mercado y la aceptación de la explotación, siempre que estén en un marco regulado estatalmente. En esto, se podría considerar cercano a las propuestas del marxismo analítico. Una debilidad de su propuesta es que la simple presentación ideológica de alternativas sociales racionales nunca ha sido suficiente para el cambio estructural, sólo uno de los factores. Le ha faltado a Piketty analizar otros factores que podrían contribuir a que los grupos favorables a soluciones igualitaristas aumenten su poder político. Una segunda debilidad es la ausencia de un análisis sobre el impacto previsible que el presente sistema económico va a sufrir, debido a: (i) las crisis medioambientales, energéticas y de recursos que se nos avecinan, y (ii) las dificultades para la valorización de la producción que la creciente automatización provoca.

Ecología Política y Partidos verdes

La Ecología Política, el pensamiento fundador de los partidos verdes, ocupa según Florent Marcellesi (2013) un espacio político propio, caracterizado por su énfasis en  la autonomía (del individuo o de la comunidad para decidir su propio camino), la solidaridad (dentro de la comunidad o del espacio público para no dejar a nadie excluido) y la responsabilidad (hacia los países del Sur, las generaciones futuras, el planeta y los demás seres vivos).

Las ideologías políticas pueden ser clasificadas usando tres ejes independientes: el eje liberal-colectivista, el eje autoritario-libertario y el eje productivista-antiproductivista. Usando estos ejes, Marcellesi sitúa la Ecología Política en el espacio ideológico ocupado por el volumen en gris de la figura siguiente.

marcellesi-Ecologia Politica

Espacio político ocupado por la ecología política. De Marcellesi (2012)

Según Marcellesi, la ecología política tomaría una posición intermedia entre liberalismo y colectivismo; tendría una amplia variedad de posturas entre antiproductivismo intenso y antiproductivismo moderado; y tendría un posicionamiento muy variado entre libertarismo y libertarismo moderado. El centro de gravedad de los verdes estaría en una posición antiproductivista, libertaria, y ni liberal ni colectivista. Como referencia, la izquierda alternativa española tendería a ser más colectivista y productivista que la ecología política de los verdes; mientras que la socialdemocracia española tendería a ser más liberal y productivista que los verdes.

La tendencia libertaria de los verdes procede de su radicalidad democrática, la participación desde lo local, el empoderamiento personal y comunitario, y la crítica al autoritarismo del Estado y de las instituciones de dominación denunciadas por Illich. En el eje económico (liberalismo-colectivismo), la ecología política promueve la justicia social, ambiental y global, tratando de superar tanto el neoliberalismo como el marxismo ortodoxo. Pero algunos proponen marcos eco-socialistas sin mercado, otros marcos eco-socialistas con mercados regulados, y otros marcos liberales con mercados relativamente libres. Aquí la discusión de ideas continúa, y algunos proponen un sistema mixto que mantenga: (i) un mercado (no oligopólico) como sistema muy adaptativo a las necesidades materiales, (ii) un sistema público con su poder regulador, y (iii) un sector de economía cooperativa, solidaria y sin ánimo de lucro, para el desarrollo de lo común. Yo mismo propuse este modelo en García-Olivares y Solé (2014). En cuanto al eje productivista-antiproductivista, las posturas se inclinan hacia olvidarse del crecimiento económico e incorporar algún tipo de decrecimiento a la agenda política. Pero hay cierta variabilidad entre propuestas como la del decrecimiento de Latouche, la prosperidad sin crecimiento de Jackson, el “New Deal Verde” de tipo neo-keynesiano, o una “economía verde” que a través de una economía plural con mercado disminuya la huella ecológica, evite el efecto rebote y garantice la igualdad y la solidaridad.

Hay sectores de la ecología política que no sólo abogan por reducir la jornada laboral y repartir el trabajo, sino que critican a la sociedad del trabajo y su ideología (y en esto se acercan a los planteamientos de Kurz). Además, tratan de desconectar de manera más o menos radical la renta y la contribución productiva, de ahí su interés por la Renta Básica Universal. Como la ecología política se nutre de fuentes diversas, las posturas políticas que se discuten son más amplias que las que proceden del anti-capitalismo, pero no cabe duda de que un sector importante del discurso verde es anti-capitalista.

Comentábamos en Los grandes cambios estructurales de los sistemas sociales que los partidos verdes han adoptado en las décadas pasadas la estrategia de entrar en las instituciones por vía electoral y presionar desde dentro hacia políticas en la dirección ecológica y eco-socialista. Esta estrategia es coherente con un tipo de activista que Dahle (2007) denomina radicales multi-frente. Estos activistas no creen que el sistema actual pueda crear élites que persigan una estructura social y una economía futuras diferentes. Pero creen que el cambio futuro exige un cambio en las instituciones, a la vez que un cambio en los hábitos de vida y los valores. Por ello, la estrategia adecuada sería multi-frente: acciones de abajo-arriba en la sociedad civil, combinadas con participación en la toma de decisiones gubernamentales a través de los partidos verdes. A diferencia de los luchadores de base, que creen que el cambio de actitudes en la sociedad, mediante el ejemplo, debe preceder a cualquier cambio de las instituciones dominantes, los verdes suelen considerar que ambas transformaciones deben ser simultáneas.

Distintas personas suelen cambiar de una estrategia a otra a lo largo de su vida. Dahle cita como ejemplo a James Robertson, un “luchador de base” en los 70 y 80, que mejoró su fe en el establishment británico posteriormente, pasando a ajustarse al perfil de un radical multifrente. En contraste, Erik Dammann y Rajni Kothari eran inicialmente “Radicales multifrente”, pero se volvieron más pesimistas a lo largo de los años. La globalización creó un nuevo contexto económico-político ampliamente aceptado que les resultó muy difícil combatir desde dentro del sistema. Ello les llevó a acercarse a las estrategias de los “luchadores de base” y los “revolucionarios pacientes”. Estos últimos creen que la estrategia ahora debe ser pedagógica y de apoyo a los experimentos cooperativos, solidarios y de transición a pequeña escala, para que cuando comiencen los “grandes sustos”, estas experiencias estén disponibles para ser copiadas por la mayoría. En mi opinión, esta es la estrategia con más probabilidades de éxito de todas (García-Olivares y Solé, 2014).

Muchos miembros de partidos verdes inicialmente eran “luchadores de base” que querían que sus partidos entraran en las instituciones solamente como medio amplificador de sus demandas. Pero la práctica institucional convirtió a muchos (v.g. Daniel Cohn-Bendit, el líder de Mayo del 68) en “luchadores multi-frente”, cuando no directamente en “reformistas”. En estos últimos casos, el sistema los ha cambiado más a ellos que ellos al sistema. Un ejemplo llamativo que cita Dahle es el de Jonathan Porrit, un líder de los Verdes británicos, que opinaba que el capitalismo «destruirá el planeta mucho antes de que logre satisfacer las necesidades de las personas que dependen de ese planeta», y ahora es un defensor a ultranza del capitalismo verde, y cree que el capitalismo es la única fuerza global capaz de lograr la reconciliación entre la sostenibilidad ecológica y la búsqueda de la prosperidad.

El éxito electoral de los partidos europeos ha crecido discretamente a lo largo de los años en Europa. Con el paso de los años, han ido incorporando, además de la sostenibilidad ecológica, otras materias a su agenda política como el feminismo, el apoyo a las sociedades abiertas, la defensa de las minorías o el europeísmo (Cornago, 2019). Han  contribuído a la toma de consciencia ideológica de la insostenibilidad de nuestras formas de vida, pero su papel como motor de cambio en cuestiones ambientales, sociales y económicas ha sido hasta ahora reformista y limitado.

Anti-capitalismo ecológico, Ecosocialismo y Decrecentismo

Como afirma Facundo Nahuel Martín ( http://www.democraciasocialista.org/?p=5008 ), Marx definió al capital como un “sujeto automático”, un proceso de resortes objetivos ciegos, que las personas no podemos controlar. Eso significa dos cosas: primero, que los proyectos de administrar políticamente al capital son utópicos, mientras que ser revolucionarios constituye el único realismo progresista posible. Mientras no interrumpamos el sujeto automático que gobierna nuestras vidas, palabras como “democracia” o “política”, ligadas al proyecto de que la humanidad controle su destino, en lugar de que lo controlen la ganancia de las empresas o el mercado, no van a tener verdadero sentido.

La acumulación primitiva de capital, en la que las primeras fortunas capitalistas se formaron a costa de la expropiación de tierras comunes, colonización y esclavismo, es un proceso que según el geógrafo marxista David Harvey (2012), se ha mantenido activo a lo largo de toda la historia del capitalismo, modificando sus formas y convirtiéndose actualmente en una acumulación por desposesión. La evolución del urbanismo ilustra este proceso. Como resume muy bien https://www.traficantes.net/noticias-editorial/david-harvey-la-conquista-del-espacio, “Las ciudades a partir de los años setenta abandonan su función política como meras gestoras del modelo fordista-keynesiano que privilegiaba el Estado-nación, y se «independizan» como entidades políticas con capacidad de establecer una interlocución directa con la masa de capitales financieros desterritorializados que emerge del proceso de concentración de capital-dinero de los años setenta y ochenta. Este cambio de posición relativa implica que las ciudades, a la manera de las empresas, compiten por captar flujos financieros transnacionales mediante la reorganización de su espacio físico y su estructura social conforme a los principios de la hegemonía financiera neoliberal como proyecto de clase de los propietarios de dinero. Esto, a su vez, implica que las coaliciones de élites locales se encostren en los aparatos estatales locales y, a través de ellos, lancen amplios programas de desarrollo de burbujas inmobiliarias, reorganización del espacio público, captación de rentas de todo tipo, privatizaciones de activos públicos y disciplinamiento de la fuerza de trabajo. La llamada ciudad marca Barcelona, destinada a posicionar a la ciudad en este esquema, sería nuestro ejemplo más cercano”. Estas estrategias conducen a lo que Harvey denomina acumulación por desposesión, es decir, “a las formas de captar la riqueza social que no pasan tanto por la sustracción del plusvalor como valor nuevo que surge de un proceso de producción, como a la captación de la riqueza ya producida o de la riqueza no producida por medios capitalistas —los activos naturales serían el mejor ejemplo de esta segunda forma (…) El crédito inmobiliario, la pérdida de activos públicos por la privatización o la apropiación masiva de recursos naturales, en nuestro caso mediante medios financieros, son estrategias de acumulación centrales para el capitalismo actual. Los programas de austeridad, punta de lanza de la gestión neoliberal de la crisis, que en la actualidad sufre medio mundo y muy en especial España, no serían más que una forma coordinada de este tipo de acumulación. En términos políticos, este análisis de Harvey acaba con un cierto tipo de marxismo que privilegiaba de manera excesiva las luchas en el lugar de trabajo, y más en concreto del obrero industrial, como lugar donde se jugaba la derrota del capitalismo. Un entorno de acumulación por desposesión generalizada nos devuelve a un escenario en el que las luchas por la vivienda como valor de uso, los impagos de la deuda, las luchas por los servicios públicos y por los bienes comunes, por el espacio público o por la titularidad social del conocimiento y la tecnología, tienen tanta importancia como las luchas en el lugar de trabajo y en torno al mercado laboral.”

Pero esta desposesión alcanza también a los ecosistemas protegidos, a recursos como el agua o los genes, que el capitalismo reconvierte hacia fines privados, y entonces el aumento del PIB se basa en la destrucción de unos bienes de valor incalculable y cuya desaparición aumenta el riesgo de colapso ecológico global.

Además, el mantenimiento de las tasas de ganancia implica una publicidad continua para fomentar el consumismo y una obsolescencia programada aceptada por todas las corporaciones, lo cual unido al crecimiento continuo genera un despilfarro de recursos insostenible (https://www.elsaltodiario.com/pensamiento/entrevista-david-harvey-estados-unidos-donald-trump-primera-parte ).

En un planeta cuyos recursos son finitos, la irracionalidad e insostenibilidad del sistema económico provoca un peligro real de colapso ecológico, energético y climático. Existe una simbiosis fundamental entre la naturaleza y el ser humano que la economía tanto neoliberal como socialdemócrata está olvidando. El sistema económico es una parte del ecosistema, y no al revés. La naturaleza es fuente de vida (la pachamama, tierra-madre, como dicen los pueblos indígenas de América del Sur) y de servicios esenciales para la vida y para la reproducción de los animales humanos. No se puede agredir ni destruir la biosfera sin atentar contra la vida humana. Tal como argumentaron los marxistas de la Escuela de Frankfurt, la biosfera no puede ser explotada en función de una racionalidad puramente instrumental, característica del tipo de modernidad vinculada económica y culturalmente con el capitalismo. Esta clase de racionalidad está degradando la biosfera y llevándonos cerca de los límites de su capacidad de sostenernos. El «grito de la tierra» se llama desertificación, deterioro del clima, pérdida de suelos fértiles, y aparición de virus que estaban confinados en especies cuyos ecosistemas han sido invadidos por el Hombre (François Houtart, citando a Leonardo Boff en https://kmarx.wordpress.com/2014/06/08/un-socialismo-para-el-siglo-xxi-cuadro-sintetico-de-reflexion/ ).

La mayor parte de los ecosocialistas promueven el fin del crecimiento económico y el decrecimiento del consumo, sobre todo en los países del Primer Mundo,  hasta niveles sostenibles por los ecosistemas. El ecosocialismo decrecentista busca un sistema social que sea capaz de sostener a una sociedad digna y humana en equilibrio con los ecosistemas y los recursos planetarios. Rechaza los modos de producción y las actividades que destruyen de manera irreversible el ambiente natural. Identifica la economía del crecimiento perpetuo como la mayor amenaza que sufre hoy en día la humanidad, y aboga por un decrecimiento voluntario que nos equilibre de nuevo con la capacidad de sustentación que tiene la biosfera.

Uno de los defensores del anticapitalismo decrecentista fue André Gorz (1923-2007). En su libro Adiós al proletariado criticó lo que denominó la “religión marxista del proletariado, que era el fondo mismo del maoísmo y el estalinismo. El maoísmo francés tenía un fondo profundamente cristiano: deificaba al proletariado como redentor de la humanidad. Se suponía que los proletarios no tenían nada, ni siquiera patria, que eran excluidos de la sociedad y por lo tanto los únicos capaces de asumir su redención, moral y política. Al mostrar que ese pensamiento, esa religión, no tenía consistencia, yo había llegado a conclusiones en las que decía que, dada la forma en que se desarrolla el capitalismo, el estrato que podía alimentar un movimiento de superación de esta sociedad era la no-clase de los neo-proletarios posindustriales. Ese neo-proletariado posindustrial lo tenemos ahora” (Entrevista con Gorz en 1999: https://www.antroposmoderno.com/antro-version-imprimir.php?id_articulo=63 ). Afirma que, en su formulación socialdemócrata, los trabajadores quieren lo mismo que los propietarios: ganar dinero. Sin embargo, “las reivindicaciones obreras más fundamentales y más radicales han sido combates contra la lógica económica, contra la concepción utilitaria, mercantilista, cuantitativista del trabajo y de la riqueza” (…) “Por el hecho de reducir todo a categorías económicas, el capitalismo es un antihumanismo. Afirma que “para que la ecología tenga toda su carga crítica y ética debe comprender que las devastaciones de la Tierra, la destrucción de las bases naturales de la vida, son las consecuencias de un modo de producción, y que este modo de producción exige la maximización de los rendimientos y el recurso a técnicas que violan los equilibrios biológicos”. Y a la inversa: la ecología política, con su teoría crítica de las necesidades, “conduce a su vez a profundizar y a radicalizar aún más la crítica del capitalismo” (Lowy, 2017). Para Gorz, la supervivencia humana exige rechazar la ecología social-liberal y su defensa de un capitalismo verde, y alinearse con un anticapitalismo que lleve a un cambio civilizatorio radical, e incluya el decrecimiento económico.

Se da cuenta de que el trabajo asalariado está en vías de desaparición y que el saber cobra creciente importancia en el proceso productivo. Aunque inicialmente se deja llevar por cierto determinismo optimista relacionado con las nuevas tecnologías microelectrónicas, se da cuenta pronto de la ambivalencia estructural de estas técnicas, que pueden servir tanto para la hipercentralización como para la autogestión. De hecho, el potencial emancipador que deriva de ellas es actualmente abortado por la monopolización del saber y del tiempo de trabajo por los propietarios. Pero si la clase obrera se apoderase de los medios de producción del capitalismo sin cambiarlos radicalmente, “acabaría por reproducir (como se hizo en los países sovietizados) el mismo sistema de dominación” −y podría añadirse: el mismo sistema de destrucción del medio ambiente. Según Gorz, sólo una economía comunista (en el sentido real que este término tenía para Marx) “puede permitirse el lujo de buscar la mayor satisfacción al menos coste posible. Sólo ella puede romper con la lógica de la máxima ganancia, del máximo derroche, de la máxima producción y el máximo consumo, y sustituirlos por el buen sentido económico: el máximo de satisfacción con el mínimo de gasto” (…) “La misma idea de que la búsqueda de ‘más’ y ‘mejor’ pueda ceder ante la búsqueda de valores extraeconómicos y no mercantiles, esta idea es extraña a la sociedad capitalista. Es, en cambio, esencial al comunismo”. Y apoyándose de nuevo en el joven Marx, proclama: “El sentido fundamental de una política eco-social (…) es restablecer políticamente la correlación entre menos trabajo y menos consumo, por una parte, y más autonomía y más seguridad existenciales, por otra, para cada cual. Se trata, dicho de otra manera, de garantizar institucionalmente a los individuos que una reducción general de la duración del trabajo abrirá a todos (…) una vida más libre, más tranquila y más rica” (Lowy, 2017).

Para Gorz, el futuro no pertenece a la industria del pasado sino al desarrollo de la economía popular. Gente que recicla material mecánico e informático descartado y es capaz de fabricar máquinas-herramienta, máquinas con programas informáticos, con viejo material recuperado. Cooperativas informales de autoproducción. Hay una lucha política continua entre la aspiración de la base a la autonomía y la aspiración de la cúpula a la universalidad, impuesta por los Estados.

El escritor de Alemania Oriental Rudolf Bahro publicó dos libros donde insistía en la relación entre socialismo y ecología –La alternativa en Europa del Este y Socialismo y supervivencia. Bahro criticó al Socialismo realmente existente de Alemania Oriental, hasta ser deportado a Alemania Occidental, donde fue uno de los fundadores del Partido Verde. Critica el reformismo de los sindicatos obreros, que no desean en el fondo cambiar el sistema capitalista, y esa misma crítica la acaba lanzando sobre los verdes. Para él, la política verde debía consistir en despertar la conciencia de la gente, no en acumular votos, y en 1985 abandonó el partido. Acusó a los Verdes de no querer salir del sistema industrial capitalista. Sus ideas tuvieron cierta influencia sobre la parte del ecologismo que más tarde se llamó ecología profunda.

Otro de los precursores del ecosocoalismo fue el ecólogo Barry Commoner, quien en los años 70 defendió que el sistema de empresas privadas en competencia era incompatible con la estabilidad ecológica y que la acumulación de capital, intrínseca al funcionamiento del capitalismo, estaba basándose en parte en la destrucción del capital biológico (Commoner, 1973, Cap. XII). Commoner (1975) fue también de los primeros en defender una transición hacia una economía basada en energía solar renovable y en el uso de metano obtenido sintéticamente y mediante fermentación de aguas residuales, estiércol y biomasa. Proponía eliminar de inmediato el uso de petróleo y carbón y sustituirlo por gas natural de origen fósil, que haría de puente durante la transición de las fuentes fósiles a las renovables.

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Las ideas de Commoner sobre la sustitución del capital biológico por capital económico fueron desarrolladas, desde el punto de vista económico, por Herman Daly, el promotor de la economía estacionaria. Su planteamiento es muy detallado y se asemeja a un sistema de mercado fuertemente intervenido y con un sector público muy desarrollado, que garantizaría la sostenibilidad ecológica más estricta, a la vez que cierto igualitarismo y reparto equitativo de la producción. Su modelo combina por tanto ideas liberales con propuestas socialistas. Daly se ha resistido sin embargo a definir como capitalista o como socialista su modelo económico, y afirma que es más bien “una tercera vía, que podría formar una síntesis futura del socialismo y el capitalismo en una economía de estado estacionario y eventualmente en una sociedad completamente justa y sostenible”(Daly, 1980).

Las ideas de Barry Commoner fueron desarrolladas por John Bellamy Foster, James O’Connor y Elmar Altvater, tres economistas marxistas que investigaron en la disciplina de la Economía Ecológica. En su libro con Magdoff (Magdoff y Foster 2011), Bellamy Foster propone la unión de fuerzas socialistas y ecologistas para promover no el crecimiento económico, sino el desarrollo humano sostenible. Esto significaría producción suficiente para todos y no más. La necesidad de mantener el cambio climático limitado a 2ºC exige un cambio en todas las prioridades consumistas hasta ahora alentadas por el capitalismo, y un cambio radical en la manera como nos relacionamos con los otros seres humanos y con las cosas. Este cambio es incompatible con el sistema del capitalismo mundial porque: (1) su búsqueda de una acumulación interminable de capital conduce a una producción que debe expandirse constantemente para proporcionar ganancias; (2) su sistema agrícola y alimentario contamina el medio ambiente y no permite el acceso universal a alimentos de calidad; (3) destruye sistemáticamente el medio ambiente; (4) aumenta continuamente la desigualdad de ingresos y riqueza dentro y entre países; (5) cierra el paso a cualquier solución que no sea tecnológica a los crecientes problemas sociales y ecológicos; y (6) promociona y premia las personalidades que menos empatizan con otros seres humanos, con las comunidades y con la naturaleza. Magdoff y Foster (2011) proponen movilizarse a lo largo de estas líneas:

  • Establecer un impuesto al carbono del tipo propuesto por James Hansen, en el que el 100 por ciento de los dividendos se devuelven al público. Esto alentaría la conservación, al tiempo que impondría la carga a aquellos con las mayores huellas de carbono y la mayor riqueza.
  • Bloquear las nuevas plantas de carbón (sin secuestro de CO2) y cerrar las viejas.
  • Bloquear cualquier intento de producir hidrocarburos a partir de arenas y esquistos bituminosos para reemplazar la disminución del suministro de petróleo crudo.
  • Hacer que los Estados Unidos participen con las otras naciones del mundo para redactar un acuerdo mundial para una reducción drástica de las emisiones de carbono. Esto debería seguir el Acuerdo de los Pueblos de la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra (Fuhem). Se debe proporcionar un fondo para ayudar a los países en desarrollo a pagar los costos asociados con la adaptación al cambio climático.
  • Presionar a los países ricos para que respalden la contracción y la convergencia de las emisiones de carbono a nivel mundial, avanzando hacia las emisiones mundiales per cápita uniformes, con recortes mucho más profundos en los países ricos con grandes huellas de carbono per cápita.
  • Poner fin a la extracción de recursos naturales propensos a daños ambientales excesivos. La explotación del petróleo de aguas profundas no debería permitirse en absoluto.
  • Hacer un uso más eficiente de la energía, junto con reducir el uso de energía.
  • Satisfacer todas las necesidades energéticas del mundo con viento, agua y luz solar (WWS), eliminando el uso de combustibles fósiles, sin recurrir a los biocombustibles o la energía nuclear.
  • Promover el transporte público, incluidos los tranvías de alta velocidad para viajes interurbanos y trenes ligeros y carriles exclusivos para autobuses en las ciudades, para reducir la dependencia del automóvil.
  • Hacer que la justicia ambiental sea parte de los procesos de decisiones políticas. Los barrios pobres, las aldeas y los países no deben usarse como vertederos, incineradoras o para ubicar industrias especialmente contaminantes.
  • Fomentar una agricultura sostenible que elimine las prácticas agrícolas industriales ecológicamente destructivas. Detener la cría inhumana de animales de granja en condiciones poco saludables, y que requieren el uso rutinario de antibióticos. Comprar alimentos directamente de los productores en los mercados de agricultores y a través de cooperativas de consumo directo.
  • Combatir las divisiones extremas entre la ciudad y el campo, y el desarrollo urbano descontrolado que erradica las áreas rurales, y al mismo tiempo impone más demandas a las zonas rurales.

Magdoff y Foster proponen unirse a los crecientes grupos ambientalistas que entienden que la lucha debe ser tanto social como ambiental. En el Tercer Mundo, están surgiendo también organizaciones campesinas que promueven nuevas formas de agricultura ecológica y de relación con la tierra. Otros movimientos globales con quienes cooperar sería la Red de Ecoaldeas, Ciudades en Transición, el movimiento por la justicia climática y el Foro Social Mundial.

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Método Jadam de agricultura orgánica

Altvater (2011) hace notar que los cambios de procesos económicos a largo plazo no son considerados revolucionarios sino retrospectivamente, y sugiere que los experimentos actuales de economía cooperativa, solidaria y sin ánimo de lucro podrían constituir alternativas económicas convincentes y factibles en los próximos shocks externos e internos que sufrirá el sistema capitalista. Estos shocks  externos serán según Altvater el cénit del petróleo y las crisis financieras. La economía solidaria constiuiría según este autor una nueva cosmovisión, una crítica radical y a la vez práctica del capitalismo, que ilustra una manera de salir de él partiendo de prácticas que comienzan a funcionar dentro de él. Yo mismo defendí una idea similar en García-Olivares y Esteban (1989) y García-Olivares y Solé (2014). La economía solidaria se vuelve atractiva porque el neoliberalismo no ofrece una perspectiva de vida digna y segura para la mayoría de la gente, y esa perspectiva empeorará con las crisis que se avecinan.

El australiano Ted Trainer llamó también a los socialistas a desarrollar un sistema que satisficiera las necesidades humanas, en contraste al sistema capitalista, que crea necesidades imaginarias insostenibles. Propone una economía estacionaria, pero con tasas de consumo entre 10 y 100 veces inferiores a los que estamos acostumbrados en el Primer Mundo. Fue de los primeros en subrayar que las renovables no podrían satisfacer una demanda económica en expansión, por lo que un sistema basado en energías renovables tendría que venir acompañado de una reducción drástica del consumo mundial. Para favorecer la transición hacia el nuevo sistema, propone comenzar creando en el sistema actual nichos demostrativos basados en ecoaldeas inteligentes conectadas en red, que proporcionen estilos de vida saludables, trabajo y educación con un consumo neto muy reducido, y altas tasas de reciclado y reutilización de materiales. Su web contiene materiales útiles para los que quieran adscribirse a esta “vía de la simplicidad”: http://thesimplerway.info/ .

El ecosocialista belga Daniel Tanuro se adhiere al consenso científico recogido por el IPCC, y sostiene que las emisiones netas globales de CO2 deben reducirse en un 100% para 2050, y ser negativas en lo sucesivo, para tener una probabilidad media de mantenerse por debajo de 1,5 °C de calentamiento. Pero los poderes económicos y los Estados prefieren superar este umbral con la esperanza de que la geoingeniería del futuro pueda «enfriar» la Tierra. “Es una locura absoluta, pero es a estas «soluciones» de aprendizaje de brujo  hacia las  que el «capitalismo verde» se está moviendo hoy. ¿Por qué? Porque la única manera racional de equilibrar la ecuación del clima es intolerable para él. ¿En qué debería consistir? Se debe decretar una movilización general, hacer un inventario de todas las producciones inútiles o peligrosas, todos los transportes inútiles y eliminarlos por completo, sin compensación para los accionistas, hasta que se logren las reducciones de emisiones necesarias. No hace falta decir que esta operación requiere medidas drásticas, especialmente la socialización de los sectores de energía y crédito, la reducción masiva de horas de trabajo sin pérdida de salarios, la reconversión del personal de las empresas hacia actividades útiles con ingresos garantizados, y el desarrollo de los servicios públicos democráticos” (Daniel Tanuro 2019). Es decir, es imposible alcanzar aquellos objetivos sin una ruptura revolucionaria anticapitalista. Critica también a los grupos colapsistas que afirman que “el colapso es inevitable”, porque generalizan de forma infundamentada las tendencias del capitalismo actual, como si la acción humana no pudiera cambiar ya esas tendencias. Estoy de acuerdo con Tanuro en que en un sistema complejo como es una sociedad, donde las leyes económicas son emergencias de la auto-organización de los consensos, treguas y conflictos entre agentes grupales y tecnologías (Ensamblajes socio-técnicos y complejidad social), decir que una trayectoria social concreta es inevitable, es casi siempre una nueva forma de determinismo económico mecanicista. La economía capitalista actual nos lleva al colapso, pero la acción social siempre puede reestructurar la dinámica económica, en cualquier fase de degradación en que se encuentre. Por supuesto que las condiciones serán muy diferentes si nos movilizamos ahora que si lo hacemos en la década de 2030, en pleno declive de la energía fósil. Discutiremos esto en un futuro artículo.

Michael Löwy es otro autor imprescindible de esta escuela, así como Ian Angus y Victor Wallis. Autores eco-socialistas y “eco-anarquistas” imprescindibles en España son Jorge Riechmann, Carlos Taibo, Santiago Muiño y Yayo Herrero. Yo también he investigado en esta línea (García-Olivares y Esteban, 1989; García-Olivares y Solé, 2014; García-Olivares y Beitia, 2019; García-Olivares, 2020) pero de forma mucho más esporádica que los autores anteriores.

Casi todos los tipos de eco-socialismo incluyen hoy algún tipo de decrecentismo o, al menos, creen que hay que frenar urgentemente el crecimiento económico en los países del Norte y buscar una economía estacionaria, capaz de generar prosperidad sin necesidad de crecer (Jackson 2009). Donde no hay acuerdo es en el nivel de actividad económica industrial que una economía sostenible y post-capitalista será capaz de proporcionar. Por otra parte, algunos autores  eco-socialistas consideran que el término decrecimiento es inapropiado para países del Sur, donde puede ser conveniente la continuación del crecimiento económico en un hipotético decrecimiento de la economía del Norte global. “Pero tampoco en el Norte se puede emplear esa fórmula de manera general ya que deberían “decrecer” determinados sectores de la economía mientras que, por el contrario, otros tendrían que conocer un “crecimiento” significativo: aquéllos precisamente destinados a satisfacer las necesidades y capacidades básicas de los seres humanos y de la biosfera planetaria, incluyendo entre ellos los destinados a socializar los trabajos de cuidados” (Pastor 2009).

El eco-socialismo decrecentista busca una sociedad futura que use fundamentalmente fuentes energéticas y materiales renovables y sostenibles con baja tecnología, pues una parte importante de los procesos de alta tecnología exigen el uso de minerales que son ya muy escasos. El uso de recursos no renovables será el objetivo de una gestión colectiva, asegurando así su racionalidad, y la implementación de procesos de reciclado y reutilización. El uso de una agricultura completamente orgánica, no dependiente de minerales finitos ni de combustibles fósiles, será parte importante de este modelo.

El eco-socialismo incorpora conceptos procedentes de la tradición socialista. Primero, el predominio del valor de uso sobre el valor de cambio. El valor de uso es lo que contribuye a la calidad de la vida humana en todas sus dimensiones. El valor de cambio es una valoración para el intercambio mercantil, que debería tener una función subordinada al primero. Reinsertar la economía en la sociedad sería el objetivo, defendido ya por Karl Polanyi.

Otro principio sería la participación democrática aplicada a todos los niveles de la vida colectiva, desde el local hasta el global. Propone extender la democracia representativa a todos los niveles de la actividad colectiva, incluyendo la economía. También la promoción de la democracia participativa o directa en todos los sectores. No se trata solo de la dimensión territorial (pueblos, barrios, aldeas), sino también de las empresas y de las administraciones.

El principio de interculturalidad promovería el derecho de los pueblos frente al derecho de los negocios; la protección de las culturas autóctonas; la socialización de los resultados de la ciencia, llevando a un mínimo los monopolios industriales y las patentes; el fomento de la laicidad de los Estados, como base del diálogo filosófico y espiritual.

Aunque el decrecentismo incorpora conceptos procedentes del eco-socialismo, y hay cierta intersección entre ambos movimientos, el decrecentismo se ha nutrido también de ideas ecologistas y de ecología política no necesariamente anti-capitalistas. En futuros artículos continuaremos discutiendo el fértil debate que se está produciendo actualmente sobre la necesidad de una sociedad justa y sostenible, en los campos de la ecología política, el ecosocialismo y el decrecentismo. También comentaremos algunos debates que se han producido entre autores de estas tendencias y autores de tendencia colapsista.

Referencias

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García-Olivares, A. and Solé, J. (2014). End of growth and the structural instability of capitalism- From capitalism to a symbiotic economy. Futures 68, p. 31-43

García-Olivares, A. (2019). Ensamblajes socio-técnicos y complejidad social. Intersticios 13 (2), 93-118.

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