El libro El Amor y Occidente, de Denis de Rougemont (Ed. Kairós, 2006) es una obra clave para entender el origen de la manera como los occidentales vivimos lo que llamamos «amor romántico».
En un lugar de esta obra, el autor sugiere que cuando un occidental dice «amor mío», se está refiriendo, en primer lugar, a una persona física, el objeto de su amor; pero a la vez, está aludiendo a una parte de él o ella misma, que le falta, y que la otra persona representa. Y, según Rougemont, esta forma de vivir el amor procede del misticismo cátaro. Es más, invierte la interpretación freudiana de que el amor romántico es una sublimación del instinto sexual, para afirmar que la interpretacción del amor como un acto sexual es una mundanización de un éxtasis místico previo, que toma el éxtasis sexual como una forma de aproximarse al éxtasis místico del que procede.
Para Rougemont, el lenguaje pasional expresa, no el triunfo de la naturaleza sobre el espíritu, sino el exceso del espíritu sobre el instinto. “El amor existe cuando el deseo es tan grande que supera los límites del amor natural”, decía el trovador Guido Cavalcanti en el siglo XIII. Y el hecho de superar los límites del instinto, define al hombre en tanto que espíritu. Este hecho solo es el que nos permite hablar.
El amor-pasión, que es el «amor al amor» según Rougemont, es el impulso que va más allá del instinto y, con ello, miente al instinto, que sólo busca la satisfacción inmediata.
En lo que sigue, resumiremos el contenido del libro, añadiendo de vez en cuando algunos comentarios interpretativos.
El mito de Tristán e Isolda
Este mito celta de la saga de los de Los caballeros de la Mesa Redonda, de alrededor del año 1120, para Denis de Rougemont, es uno de los mitos más importantes e influyentes de la cultura occidental, porque trasluce un conjunto de metáforas constituyentes de la manera en que esta cultura concibe el amor.
Wagner plasmó la leyenda en la ópera Tristán e Isolda, estrenada en 1865 en Munich y estrenada en España en 1899 en el Teatro del Liceo de Barcelona. En esta ópera, Tristan es presentado como el héroe romántico condenado por su destino, que no es otro que la Voluntad schopenhaueriana, autor de quien Wagner era profundo admirador. Para algunos críticos de Wagner, esta ópera constituyó el cénit de la música semitonal occidental y dio paso a la investigación en nuevas formas musicales. El liebestod final o “muerte de amor” de la soprano Isolda es uno de los pasajes más populares del repertorio operístico.
La historia de Tristán e Isolda
Tristán nace en desgracia. Su padre acaba de morir y su madre Blancaflor no sobrevive al parto. De ahí el nombre del héroe y el cielo de tormenta que cubre la leyenda. El rey Marcos de Cornualles, hermano de Blancaflor, se lleva al huérfano a su corte y lo educa.
Un gigante irlandés, Morholt, acude a Cornualles a exigir su tributo en jovencitas o jovencitos, pero Tristán da muestras de poderes sobrenaturales ya de adolescente y, recién armado caballero, mata a dicho gigante. En la lucha, sin embargo, recibe una estocada envenenada. Sin esperanzas de sobrevivir, embarca a la aventura llevándose sólo su espada y su arpa, hasta abordar la orilla irlandesa. La reina de Irlanda es la única que posee el secreto del remedio que puede salvarle. Pero el gigante Morholt era hermano de esa reina y Tristán se guarda de confesar su nombre y el origen de su mal. La princesa real Isolda, lo cuida y lo cura. Así termina el prólogo.
Unos años más tarde, el rey Marcos decide casarse con la mujer de la que un pájaro le llevó un cabello de oro, y que resultará ser de su sobrina Isolda, y encarga a Tristán la búsqueda de esa “desconocida”.
Una tempestad arroja de nuevo al héroe a Irlanda. Allí combate y da muerte a un dragón que amenazaba la capital (motivo consagrado por muchas tradiciones posteriores). Herido por el monstruo, Tristán es cuidado de nuevo por Isolda. Un día ésta descubre que el herido no es sino el asesino de su tío. Coge la espada de Tristán y amenaza con matarle en su baño. Entonces éste le revela la misión que el rey Marcos le encargó. Isolda se detiene, pues quiere ser reina y también admira la belleza del joven.
Tristán y la princesa navegan hacia las tierras de Marcos. En alta mar, el viento amaina y el calor es pesado. Tienen sed y la sirvienta Brangania les da de beber, por error, el “vino con hierbas” destinado a los esposos, que es un filtro de amor preparado por la madre de Isolda. Lo beben y entran así en un destino “que no les abandonará ni un día de sus vidas, pues han bebido su destrucción y su muerte”. Se confiesan su amor y ceden a él.
Pese a la falta, Tristán sigue comprometido con la misión que recibió del rey. Conduce pues a Isolda a Marcos, pese a la traición que le ha hecho. Brangania, sustituyendo a Isolda con astucia, pasa la primera noche nupcial con el rey, salvando así a su ama de la deshonra (se supone que por haber perdido ya la virginidad) a la vez que expía personalmente el error fatal que cometió con la bebida.
Sin embargo unos barones “felones” denuncian al rey el amor de Tristán e Isolda y Tristán es desterrado. Pero gracias a una nueva astucia (escena del vergel), convence a Marcos de su inocencia y vuelve a la corte.
El enano Froncín, cómplice de los barones, intenta sorprender a los amantes sembrando “flor de trigo” entre el lecho de Tristán y el de la reina. Marcos encomienda una nueva misión a Tristán y éste, quiere reunirse una última vez con su amiga la noche antes de su partida. Salva de un salto el espacio que separa los dos lechos, pero una herida reciente en su pierna se abre con el esfuerzo y deja unas gotas de sangre. Marcos y los barones, alertados entonces por el enano, irrumpen en el dormitorio y ven las manchas de sangre, prueba del adulterio. Isolda será entregada a una banda de leprosos como castigo, y Tristán, condenado a muerte. Se evade (escena de la capilla), libera a Isolda y con ella se adentra en el bosque de Morrois.
Durante tres años llevan en él una vida “áspera y dura”. Un día Marcos les sorprende durmiendo, pero Tristán, no se sabe si intencionadamente o por azar, ha colocado su espada entre los cuerpos desnudos (esto lo hacían los caballeros que habían jurado vasallaje a una dama que amaban, generalmente ya casada, cuando dormían con ella, como símbolo de la castidad que iban a mantener durante la noche). Emocionado por lo que toma como un signo de castidad, el rey no los toca y, sin despertarlos, sustituye la espada de Tristán por su espada real.
Pasados tres años, el filtro deja de actuar. Sólo entonces, Tristán se arrepiente e Isolda se pone a añorar la corte. Van en busca del ermitaño del bosque Ogrín, quien les recrimina: “¡El amor por fuerza os domina! ¿Cuánto durará vuestra locura?”. Pero ellos no se pueden arrepentir de su amor mutuo y no piden perdón, pues dicen no ser responsables de él: “Señor, por Dios omnipotente, él no me amara ni yo a él si no fuera por un cocimiento del que bebí y él bebió: ese fue el pecado”. Por mediación de Ogrín, Tristán ofrece al rey la devolución de su mujer y Marcos promete su perdón. Los amantes se separan cuando el cortejo real se aproxima, pero Isolda suplica a Tristán que permanezca en el país hasta estar segura de que Marcos la trata bien. Y le declara que se reunirá con él a la primera señal de su parte, sin que puedan retenerla “ni torre, ni muro, ni castillo fortificado”.
En casa de Orri, el guardabosque, tienen varias citas clandestinas. Pero los barones felones sospechan y fuerzan un “juicio de Dios” para que Isolda pruebe su inocencia. Gracias a un subterfugio triunfa en la prueba: antes de agarrar el hierro candente, que supuestamente deja intacta la mano del que no miente, jura no haber estado jamás en los brazos de ningún hombre, aparte de los de su dueño y los del campesino que acaba de ayudarla a bajar de la barca. Pero tal campesino era Tristán disfrazado y Dios parece condescender con tal juramento literalmente cierto…
Pero nuevas aventuras se llevan lejos del país a Tristán durante un tiempo, y la falta de noticias hace que piense que Isolda ha dejado de amarle. Es entonces cuando consiente en casarse, más allá del mar, “por su nombre y por su belleza”, con otra Isolda, “la de las blancas manos”. Tristán la dejará virgen, pues añora a “Isolda la rubia”.
Finalmente, herido de muerte y envenenado de nuevo por esta herida, Tristán hace llamar a la reina de Cornualles, la única que aún puede curarle. Llega, y su barco enarbola una bandera blanca, signo de esperanza. Isolda la de las blancas manos vigila la llegada y, atormentada por los celos, se acerca al lecho de Tristán y le anuncia que la vela que llega es negra. Tristán muere sin esperanza. Isolda la rubia desembarca en ese instante, sube al castillo, ve el cuerpo de su amante, lo abraza y muere.
La lucha entre código medieval y amor cortés
La novela de Tristan e Isolda es la primera en la que los códigos de la “caballería cortés” se ponen por encima del derecho feudal. Esta clase de novelas sustituyeron a partir del siglo XII a las dominantes hasta entonces, que eran los cantares de gesta.
El caballero bretón, exactamente igual que el trovador del sur de Francia, se reconoce vasallo de una Dama elegida, aunque de hecho continúa siendo vasallo de un señor. De ello nacen conflictos de derecho, en los que esta novela toma partido sistemáticamente por el código de caballería “cortés”. Por ejemplo, llama la atención que se llame “felones” a unos barones que sólo están mostrando lealtad a su señor, denunciando las infidelidades de Isolda. Según el código de vasallaje, serían “felones” si no lo hicieran. Por lo tanto, se les llama felones en virtud de otro código, que es el de la caballería del Midi: es felón todo el que revela los secretos del amor cortés.
El amor cortés nació de una reacción contra la anarquía de las costumbres feudales. El matrimonio en el siglo XII se había convertido para los señores en una simple herramienta para enriquecerse y anexionarse tierras en forma de dotes o herencias. Cuando tal negocio funcionaba mal, se repudiaba a la mujer, muchas veces con el pretexto del incesto. Bastaba con alegar sin demasiadas pruebas un parentesco en cuarto grado para obtener la anulación por parte de la iglesia. A tales abusos, generadores de querellas y guerras interminables, el amor cortés opuso una fidelidad independiente del matrimonio legal y fundamentada sólo en el amor. Llega incluso a declarar que el amor y el matrimonio no son compatibles, como en un famoso juicio que tuvo lugar en casa de la condesa de Champagne, una de las promotoras del amor cortés.
Como Tristán y el autor de la obra comparten tal actitud, la felonía medieval y el adulterio son excusados o incluso exaltados como expresión de fidelidad a una ley superior que es el donnoi, es decir, el amor cortés. Donnoi, o domnei en provenzal, designa una relación de vasallaje instituida entre el amante-caballero y su Dama o domina.
Orígenes de la actitud del amor cortés
Es conocida la descripción que hace Nietsche de los orígenes de la actitud racional en la Grecia de Sócrates y Eurípides [Nietsche, El Nacimiento de la tragedia]. Para el griego de tiempos de homero, el cuerpo estaba animado por una fuerza vital que salía del cuerpo cuando éste moría, sin embargo, este aliento vital era algo aparentemente no unificado por una pulsión principal. Era propio de los estados superiores de ánimo el estar como infundido de energía superior, a la que se daba procedencia divina (“Era Marte que me cegó”). La ética homérica exaltaba un estado de inspiración maníaca, que era también aquella en la que los poetas creaban.
El giro de la época de los sofistas consistió en la invención del alma [Escohotado 1975]. Para Platón, que articula filosóficamente ese concepto y actitud, el alma es la Idea de la vida en cuanto el viviente participa de ella, e incluye facultades racionales, facultades apetitivas y facultades pasionales. Pero la experiencia de estar constituidos por una pluralidad de lugares es una experiencia de error e imperfección. Por el contrario, hay una capacidad en el espíritu humano que es la de verse a sí como uno, a pesar de la multiplicidad de sus determinaciones y experiencias. Esta capacidad es interpretada por Platón como un signo de su afinidad en naturaleza con lo eterno y uno, que para él es superior a lo cambiante y efímero. Esta capacidad es la facultad racional del alma. Al igual que el cuerpo tiende a la salud, el alma tiende a un estado de orden donde la razón está en primer lugar. La razón es la capacidad de ver el Orden de las cosas.
Platón nos habla en Fedro y en El Banquete de un furor que va desde el cuerpo hacia el alma, para trastornar su orden con una especie de inspiración maníaca o arrebato de origen divino, que llamará Entusiasmo, que significa “endiosamiento”. Se trata de una especie de delirio divino o Deseo Total por un ser amado, al que el alma no consigue oponerse con sus facultades racionales. Rougemont le llama Eros y quizás algunos griegos clásicos responzabilizaran a este dios Eros del “rapto” que sufrían cuando tenían este sentimiento. Desde nuestra mentalidad contemporánea, atea y cientifista, podríamos llamarlo también “deseo arrebatado” y también “amor-pasión”.
Fotos: Eros y Psique. Museo del Louvre, París.
Rougemont sugiere influencias iraníes y órficas en la Grecia clásica para explicar el origen de esta actitud que en lo sucesivos denominaremos “pasión”. Sin embargo, bien puede haber una tendencia humana extendida en muchas culturas a divinizar el propio deseo cuando éste se percibe como inmanejable por la propia voluntad y opuesto a las convenciones sociales. En cualquier caso, como dice Marina (El Rompecabezas de la sexualidad), todas las culturas humanas parecen haber conocido algo parecido al Eros griego y todas se han prevenido contra él por considerarlo antisocial, peligroso para las instituciones. Llevados por esa pasión irracional, los hombres son capaces de romper los matrimonios, cometer incesto, romper los límites entre hombre y animal y entre hombre y Dios, decían los antiguos griegos.
Plotino y el Aeropagita, al igual que otros neoplatónicos, enseñaron esta actitud de origen arcaico a los hombres de la Edad Media, sobre todo en sus formas místicas: unión del alma humana con Dios en los estados de amor más elevados.
En contraste con el amor-pasión, el cristianismo ortodoxo promovió un tipo de amor que consideraba superior al Eros y que denominó con la palabra griega Ágape.
Agapē (en griego αγάπη) es el término griego para describir un tipo de amor incondicional y reflexivo, en el que el amante tiene en cuenta sólo el bien del ser amado y no el propio. Filósofos griegos del tiempo de Platón emplearon el término para designar el amor universal, opuesto al amor personal, sea amor a la verdad o a la humanidad.
El cristianismo ortodoxo afirma que entre Dios y el hombre hay un abismo esencial y ninguna unión sustancial entre ambos es posible. Sólo una “comunión” cuyo modelo está en el “matrimonio” entre la Iglesia y su Señor. Para que se produzca esa comunión debe haber un descenso de la Gracia que va de Dios al hombre.
Para Rougemont el Eros o amor-pasión es una especie de fusión o disolución del individuo en el dios. En el Ágape en cambio, para que haya comunión es necesario que haya dos sujetos y que estén presentes el uno para el otro, o sea que sean prójimo el uno para el otro. Además, el sujeto del Ágape mantiene en todo momento su facultad racional ordenando sus actos y sus deseos, a diferencia del sometido a la pasión.
Así, podríamos decir que ágape describe la relación estable y comprometida que existe entre dos individuos que se quieren profundamente, pero libres de pasión.
A partir del siglo III, la religión Maniquea se extendió entre la India y Europa promoviendo una versión muy particular del “amor-pasión” que relajaba las prevenciones contra esta clase de amor, siempre que se manifestara dentro de un contexto místico o religioso. Originaria de Irán, la doctrina de Manes tomó formas cristianas, budistas, musulmanas o zoroastrianas según el lugar geográfico en que evolucionó.
El dogma fundamental de todas las sectas maniqueas es la naturaleza divina o angélica del alma, que está prisionera de las formas corporales creadas y de la noche de la materia. El lamento del alma es:
Salida de la luz y de los dioses; Héme aquí exiliada y separada de ellos (…) Soy un dios de dioses nacido; Pero reducido ahora al sufrimiento.
Rougemont enfatiza que la fe maniquea es esencialmente lírica: no se presta a ninguna exposición racionalista y objetiva; sólo se realiza en una experiencia a la vez angustiada (por el estado caído) y entusiasmante (por la naturaleza angélica del verdadero yo).
La influencia de Mani se prolonga en los siglos siguientes a través del gnosticismo y en las sectas neomaniqueas de Asia Menor, de las que se nutre a su vez la herejía cátara o “albigense” del siglo XII en Europa.
Según la “Iglesia del Amor” que es como se llamó también a la herejía cátara, Dios es amor, pero el mundo es malo. Dios no puede ser pues su creador, que es en cambio, el Príncipe de las Tinieblas, el Ángel Caído o Lucifer, llamado El Demiurgo por los cátaros. Éste tentó a las almas o ángeles diciéndoles que “más les valía estar abajo, donde podrían hacer el mal y el bien, que arriba, donde Dios sólo les permitía el bien”. Lucifer les mostró a las almas “una mujer de belleza resplandeciente” para acabar de convencerlas. Las almas-ángeles, habiendo seguido a Satán y a la mujer de belleza resplandeciente, fueron presa en cuerpos materiales, que les eran y continúan siéndoles extraños. El alma, desde entonces, se encuentra separada de su espíritu, que continúa en el Cielo. Tentada por la libertad, se ha hecho prisionera de un cuerpo con apetitos terrenales, sometido a las leyes de la procreación y la muerte. Pero Cristo vino entre nosotros para mostrarnos el camino de vuelta hacia la luz. Ese Cristo, parecido al de los gnósticos y al de Manes, no se encarnó de hecho: sólo tomó la apariencia de un hombre.
Los maniqueos conocían desde hacía siglos los mismos sacramentos que los cátaros: la imposición de las manos, el beso de paz y la veneración de los puros. La veneración maniquea se dirige siempre a la “forma de luz” que en cada hombre representa su propio espíritu, que permaneció en el cielo, fuera de la manifestación, y que acoge el homenaje de su alma por un saludo y un beso.
Lucifer sólo reinará mientras dure el error de las almas. Al término del ciclo de sus pruebas, que comporta varias vidas, la creación será reintegrada a la unidad del Espíritu original, los pecadores serán salvados y el propio Satán volverá a la obediencia del Altísimo.
La secta se dividía en los “Perfectos”, que habían jurado solemnemente su renuncia al mundo y al contacto con su mujer caso de estar casados, y los simples “creyentes”. San Bernardo de Claraval, que combatió la herejía con todas las fuerzas de su inteligencia, pudo decir de los Cátaros: “No hay ciertamente sermones más cristianos que los suyos, y sus costumbres eran puras”.
La condena de la carne es de origen maniqueo y albigense, aunque tiene raíces platónicas.
La escuela Sufí del Islamismo y el Tantrismo indio podrían ser influencias más o menos lejanas del amor cortés.
El tipo de amor que cantan los trovadores en las regiones en que se extendía la herejía cátara era un amor, según Rougemont, del tipo Eros o pasión, completamente simbiótico con la religiosidad cátara.
El éxito de esta clase de amor, en contra del ágape cristiano ortodoxo entre las élites es explicado por Rougemont diciendo que el matrimonio cristiano impuso una fidelidad de por vida (sacramento) que fue insoportable para muchos. El amor-pasión promovido por los gnósticos y por los cátaros fue una alternativa creíble y opuesta al nuevo sacramento.
Tanto trovadores como cátaros glorifican la castidad y el amor sin realización, permanentemente buscado e insatisfecho, se burlan del matrimonio, y promueven una especie de “amor al amor” por encima de la posesión del objeto amado concreto. A veces, dice Rougemont, los trovadores que exaltan a su dama-señora parecen estar hablando de la María-Sofía de los gnósticos (el Principio Femenino de la Divinidad) y otras veces del Anima o de la parte espiritual del hombre a la que el alma presa llama nostálgica. El rito de vasallaje a la Dama-señora en el amor cortés se parece a la escena cátara del momento de la muerte, cuando la forma de Luz, la que es su espíritu, se le aparece al sujeto y le consuela con un beso, mientras su ángel, saliendo del cuerpo, le tiende la mano derecha y le saluda igualmente con un beso de amor. Así dice la leyenda que murió el trovador Jaufré Rudel en brazos de la Condesa de Trípoli, recibiendo, un beso, una mirada y un saludo.
Como afirma René Nelli, “los documentos del siglo XIII revelan que casi todas las damas de Toulouse, Albi, Carcasone y el Condado de Foix, que acogían y protegían a los trovadores, eran, en vísperas de la Cruzada contra ellos, si no “perfectas” al menos “creyentes” (citado por Rougemont). En 1250, tras la sangrienta y lamentable cruzada que destruyó toda la región, el catarismo estaba definitivamente vencido, pero la Iglesia encontraba aún ante ella esa otra herejía, “el Amor”, que sabía muy bien “que había hecho siempre causa común con el catarismo” (René Nelli). Según este autor, unos quince trovadores fueron cátaros o al menos “catarizantes”, entre ellos Raimon de Miraval, Raimon Jordan, Peire Vidal, Guilhem de Durfort, Pedro Rogier de Mirepoix y Mir Bernat, así como Peire Cardenal. Y se podría decir que la totalidad de ellos estaban sumergidos en la cultura cátara de la región incluso si no eran conscientemente “catarizantes”.
Los trovadores recogen también elementos de la retórica erótica sufí.
Por ejemplo, según los místicos de la escuela iluminista de Sohrawardi en Irán, una joven deslumbrante espera al fiel a la salida del puente Cinvat y le declara: “¡Yo soy tú mismo!”. Y según ciertos intérpretes de la mística de los trovadores, la Dama de los pensamientos no sería sino la parte espiritual y angélica del hombre, su verdadero yo.
Obra «El Puente Chinvat», de Pablo Zárate. https://www.behance.net/gallery/89122/El-Puente-Chinvat
La prosodia del zéjel es la misma que reproduce el primer trovador, Guillermo de Poitiers, en cinco de los once poemas que nos quedan de él, así que la influencia andalusí en los poetas corteses parece demostrada.
A su vez, el assay o asag, prueba a la que la Dama somete a su aspirante, podría tener un origen gnóstico transmitido en Occidente por los cátaros y recuerda a las teorías tántricas de la India. El asag se convertirá en el siglo XIII en la prueba heroica de la castidad guardada en el lecho, desnudo con desnudo, como en muchos romances en que los amantes se acuestan desnudos pero separados por una espada, un cordero o un niño; y si ceden al deseo, es la prueba de que no se aman con fin’s amors, con verdadero amor en el sentido cortés.
“Ya no es amor cortés si se materializa o si la Dama se entrega como recompensa”, escribe Daude de Prados, quien da precisiones sobre los gestos eróticos permitidos con la Dama. Y Guiraut de Calanson: “En el palacio (de la Dama) hay cinco puertas: quien puede abrir las dos primeras pasa fácilmente las otras tres, pero le es difícil salir de ellas … se accede por cuatro grados muy dulces, pero no entran ni villanos ni patanes”. Guiraut Riquier, el último trovador, comentará estos versos así: “Las cinco puertas son Deseo, Plegaria, Servir, Besar y Hacer; por ellas Amor perece”. Los cuatro grados son “honrar, disimular, bien servir, esperar pacientemente”. En cuanto a Falso Amor se ve denostado: “se pone del lado del Diablo quien incuba Falso Amor” (¿acaso no es el Diablo el padre del mundo material y de la procreación, según el catarismo?). Contra algunos trovadores que abusan demasiado a menudo de las ambigüedades encerradas en el “servicio” de amor cortés, Cercamon dice: “Esos trovadores, mezclando la verdad con la mentira, corrompen a los amantes, a las mujeres y a los esposos. Os dicen que Amor va al revés y por ello los maridos se vuelven celosos y las damas están angustiadas… Esos falsos sirvientes hacen que gran número abandonen el Mérito y alejen de sí a Juventud”.
La “Alegría de Amor” de los trovadores no es solamente liberadora del deseo, sino también fuente de juventud, de un modo que recuerda a las teorías tántricas orientales: “Quiero conservar (a mi dama) para refrescarme el corazón y renovar mi cuerpo de modo que no pueda envejecer… Quien consiga poseer la alegría de su amor vivirá cien años” (Guillermo de Poitiers).
Es sabido que el catarismo se infiltró entre las monjas beguinas y los monjes beguines de San Francisco a partir del siglo XIII. Nelly escribe: “(no hay) ninguna duda sobre la difusión entre los beguines de semejante búsqueda de la tentación “meritoria” y “saludable”. Y G. Roux declara que según los beguines “nadie puede ser declarado virtuoso o virtuosa si no pueden tenderse en un lecho, desnudo contra desnuda, sin cumplir el acto carnal”.
Para Rougemont, la retención impuesta sobre los amantes por las damas creyentes combina dos motivos: (i) la voluntad de los trovadores de exaltar el deseo indefinidamente, y (ii) la voluntad gnóstica y cátara de triunfar sobre el deseo y evitar las consecuencias procreadoras de la materia (ascetismo de los perfectos o puros). El amor cortés y el catarismo, sin dejar de ser ideologías distintas, entraban sin embargo fácilmente en simbiosis.
Rougemont sintetiza así los orígenes del amor-pasión: “Asistimos en el siglo XII, tanto en el Languedoc como en Lemosín, a una de las más extraordinarias confluencias espirituales de la Historia (…) Una gran corriente religiosa maniquea, que tenía su fuente en Irán, remonta por Asia Menor y los Balcanes hasta Italia y Francia, aportando su doctrina esotérica de la Sofía-María y del amor a la “forma de luz”. Por otra parte, una retórica altamente refinada, con sus procedimientos, sus temas y personajes constantes, … y su simbolismo, remonta desde Irak y los sufíes platonizantes y maniqueizantes hasta la España árabe y, pasando por los Pirineos, encuentra en el Midi una sociedad que, al parecer, no esperaba mas que esos medios de lenguaje para decir lo que no se atrevía ni podía confesar en la lengua de los clérigos ni en el habla vulgar. La poesía cortés nació de este encuentro.
Figura: Pistis Sophia
A ese flujo poderoso del Amor y del culto a la Mujer idealizada, la Iglesia y la clerecía trataron de oponer una creencia y un culto que respondiese al mismo deseo profundo y colectivo. De ahí las tentativas multiplicadas, desde comienzos del siglo XII, de instituir un culto a la Virgen. María recibe a partir de esta época el título de Regina Coeli, y en lo sucesivo el arte la representará como reina. La “Dama de los Pensamientos” de la cortesía será contrapuesta y combatida por “Nuestra Señora”. Y las órdenes monásticas que aparecen entonces son réplicas de las órdenes caballerescas: el monje es “caballero de María”. La “inmaculada concepción” de María es otra innovación de la iglesia de la época, absurda y escandalosa para muchos teólogos, pero que obedeció a la presión cultural de la época.
Imagen: Coronación de la madre de Cristo como Reina del Cielo
La psicología del amor cortés
El matrimonio, no tenía para los antiguos paganos más que una significación utilitaria y limitada, análogamente a cómo lo sentían los orientales clásicos. Además, las costumbres permitían el concubinato. El matrimonio cristiano, que es impuesto por los primeros emperadores romanos cristianos como un sacramento, impuso a las masas una fidelidad que para muchos resultaba insoportable.
La fidelidad que impuso el amor cortés se opuso, no sólo al matrimonio, sino también a una satisfacción definitiva del amor, como si intuyera que “deja de ser amor lo que se convierte en realidad”.
En Tristán e Isolda, como en otras novelas posteriores, cuando no hay obstáculo para el amor, los protagonistas parecen inventarlo. Por eso, el tema de la novela parece ser sobre todo el amor al amor en sí mismo. Para la permanencia del amor, la novela parece intuir, es necesaria una fuente permanente de impedimentos.
Tristán e Isolda no se aman. Lo que aman es el amor, el hecho mismo de amar. Y actúan como si hubiesen comprendido que todo lo que se opone al amor lo preserva y lo consagra en su corazón, para exaltarlo. Y esta exaltación del amor exige una fidelidad a él que no puede pararse ante las instituciones ni ante el matrimonio instituido. Están “arrebatados” más allá del bien y del mal definidos por la sociedad, como en una fatalidad que les empujara, incluso a veces a costa de la propia tranquilidad y felicidad.
El romanticismo tomó esta actitud como paradigmática y éticamente importante, asociándola a la obligación que todos tenemos de expresar nuestra naturaleza interior, como creadora de sentido en un mundo que no tiene un sentido preestablecido evidente. El héroe romántico de los tiempos de Wagner es un individuo que expresa su profundidad interior dando así un posible sentido a la vida humana y al mundo. La pasión es una hacedora de sentido que no puede estar supeditada a la razón, que no es otra cosa que otra pasión más, una pasión con voluntad organizadora de otras pasiones.
La vida de un héroe romántico es siempre necesariamente una carrera de pasiones y de transgresiones que impiden al héroe un descanso definitivo en una satisfacción permanente. La dificultad, el impedimento al deseo, es lo único que es una fuente de sentido, o sea, de pasión renovada. Lo único que vacuna contra el tedio, la novela amorosa y siglos más tarde el romanticismo parecen intuirlo, es la imposibilidad de realizar el deseo. El obstáculo último y definitivo, el único capaz de eternizar la pasión, haciendo que triunfe definitivamente sobre el deseo, sería en última instancia la muerte.
El amado es un “elegido” por mi profundidad interior y yo soy el elegido de la otra persona. Un doble narcisismo en el que uno ama al otro a partir de sí, no del otro. Narcisistas que sólo pueden fundirse en el seno del impedimento definitivo que es la muerte. Esto es lo que dice la “vieja y grave melodía” orquestada por el drama de Wagner:
“¿Para qué destino nací? ¿Para qué destino? La vieja melodía me repite: ¡Para desear y para morir!”
Pero los amantes románticos llegan a tal punto porque conceden a su amor un valor ético y epistemológico, de conocimiento, que nos dice algo importante y desconocido que, a través de otras maneras de sentir y de vivir, está vedado.
“¡Liberado del mundo, te poseo al fin, oh tú, la única que llenas toda mi alma, suprema voluptuosidad de amor!” (Wagner: Tristán e Isolda).
Toda la poesía de Occidente procede del amor cortés y del román bretón, que se deriva de él. A este origen debe nuestra poesía, según Rougemont, su vocabulario pseudo místico.
San Agustín escribe esta oración: “Te buscaba fuera de mí y no te encontraba, porque estabas en mí”. Habla a Dios, al amor eterno. Pero supongamos que un trovador haya expresado la misma plegaria fingiendo dirigirse a su Dama. El amante profano habituado a estas metáforas estará tentado de ver en esta frase la expresión de la pasión que ama: la que se gusta y se saborea en sí, en una especie de indiferencia hacia su objeto viviente y exterior. Así amaba Tristán a Isolda: no en su realidad, sino en tanto que despierta en él la quemazón deliciosa del deseo. El amor-pasión tiende a confundirse con la exaltación de un narcisismo…
“Amor mío” en el fondo de la mente del amante exaltado por la pasión significaría en gran parte “Amor que sale de mi interior” hacia una Idea, no hacia una persona concreta. Esto podría ser así en el trovador del siglo XII y, en parte, podría seguir siendo así para el amante arrebatado de hoy en día.
Puede que el «amor al amor» que es el ingrediente principal del amor-pasión del enamorado occidental adquiriese tanto prestigio en occidente porque se parece a la añoranza cátara (sin posible realización durante la vida) del alma humana encerrada en el cuerpo hacia su propio espíritu, que se ha quedado fuera del cuerpo. Y el ideal de encontrar la media naranja, aunque de origen platónico, también subyace en ese anhelo cátaro y gnóstico de reintegrarse con el otro yo («la forma de luz») del alma de uno. Como en la hermosa leyenda de los místicos de la escuela iluminista de Sohrawardi en Irán, en el que una joven deslumbrante espera al fiel a la salida del puente Cinvat y le declara: “¡Yo soy tú mismo!”. Poderosa imagen, a pesar de los siglos transcurridos.
En esa transposición objetiva pero no conscientemente blasfema que tuvo lugar tras el siglo XII, la conciencia moderna creyó ver un dato primario. Creyó poder explicar la mística pura por la pasión humana, basada en la semejanza de las metáforas místicas con las metáforas de unión sexual. ¿Y de donde venían esas metáforas de la unión sexual y de la pasión? De una mística, como hemos visto, pero disfrazada, perseguida y luego olvidada … pero traspasada a las costumbres como poesía. Tan olvidadas que los místicos cristianos utilizarán sus metáforas convertidas en profanas como si fueran totalmente naturales. Y nosotros haremos luego lo mismo, y también nuestros eruditos.
Y finaliza Rougemont: “Allí donde la ciencia proclama que la mística resulta de una sublimación del instinto, será suficiente con cambiar el sentido de la relación constatada y escribir que “el instinto” en cuestión resulta de una profanación de la mística primitiva (gnóstica, sufí y cátara)”.
Que los místicos cristianos se apoderasen de las metáforas sexuales no significa en modo alguno que “sublimen” pasiones sensuales, sino simplemente que la expresión habitual de esas pasiones, creadas además por una mística anterior, conviene a la expresión del amor espiritual que viven.
Para Rougemont, el lenguaje pasional expresa, no el triunfo de la naturaleza sobre el espíritu, sino el exceso del espíritu sobre el instinto. “El amor existe cuando el deseo es tan grande que supera los límites del amor natural”, decía el trovador Guido Cavalcanti en el siglo XIII. Y el hecho de superar los límites del instinto, define al hombre en tanto que espíritu. Este hecho solo es el que nos permite hablar.
La pasión, el amor al amor, es el impulso que va más allá del instinto y, con ello, miente al instinto, que sólo busca la satisfacción inmediata.
La contradicción pasión – matrimonio
La herejía cátara de los partidarios del amor cortés se oponía al matrimonio católico en los tres puntos que le daban fundamento ideológico. Negaba que fuera un sacramento, por no estar establecido en ningún punto explícito del evangelio. Condenaba la procreación, por corresponder a la ley del Príncipe de las Tinieblas, que según ellos era el auténtico demiurgo de este mundo visible. Finalmente, criticaba un orden social que permitía y exigía la guerra y la justificaba religiosamente.
Es con los Cátaros que la pasión se convierte por primera vez en una especie de manifestación de un Eros divinizante. No legitiman el adulterio, pues ellos pregonan la castidad y el Amor en sí. Pero de su influencia social deriva que desde el siglo XII en lo sucesivo, el adulterio de Tristán, sin dejar de ser una falta, está revestido al mismo tiempo del aspecto de una experiencia vital más bella que la moral. Una especie de poema o drama profano cuyo poder de seducción ha ido en crescendo hasta llegar al máximo con el romanticismo. A partir del siglo XII el individuo que comete adulterio pasa de ser visto como digno de compasión a ser visto como un personaje interesante.
La influencia del catarismo, amplificada luego por la revolución romántica, ha llegado a nuestros días. Hoy vivimos inmersos en dos morales sobre el matrimonio, una heredada de la ortodoxia religiosa, pero que ya no descansa en una fe viva; la otra, heredada del catarismo y el romanticismo.
Los adolescentes son criados en la idea del matrimonio, pero al mismo tiempo, están bañados en una atmósfera romántica mantenida por sus lecturas, espectáculos, revistas y noticias, películas y alusiones cotidianas en las cuales se sugiere que la pasión es la prueba suprema, que todo hombre debe un día conocerla y que la vida sólo puede ser vivida plenamente por los que pasaron por ella. Y la pasión y el matrimonio son esencialmente incompatibles. La pasión se pierde en cuanto se posee al objeto amado. Una innumerable literatura novelesca nos describe al tipo de marido que teme la insipidez y la rutina de los vínculos legítimos en que la mujer pierde su atractivo porque ya no quedan obstáculos entre ella y él. Su única solución es inventarse o imaginarse obstáculos secretos o buscar la aventura fuera de la pareja.
Hace muchos siglos que Aristóteles hizo este sorprendente descubrimiento: la felicidad es una actividad, no un estado. Schopenhauer añadiría siglos más tarde: la actividad que, tratando de satisfacer los imperativos de la Voluntad (que nos utiliza individualmente para los fines de la especie y de las leyes naturales) no se encuentra con ningún obstáculo inmediato ni en el mundo externo ni en el propio cuerpo (El Mundo como Voluntad y Representación). Más recientemente, Marina dice, en “El rompecabezas de la sexualidad”, que la felicidad es el sentimiento de intensidad, concentración y plenitud que acompaña a algunas actividades. El amor-pasión parece intuir que tal intensidad sólo persiste si la satisfacción del deseo es postergada indefinidamente y es sustituida por un “amar al mismo amar”, esto es, obedecer al deseo insaciable de la Voluntad, sacrificando la satisfacción inmediata y definitiva, que en el fondo es imposible.
Pero el Ágape, en contraste, parece intuir que un ser finito, limitado y de vida breve, como el ser humano, no puede comportarse como un dios y que la pasión no puede ser la única pulsión que guíe la conducta en una sociedad ordenada. Y que quizás sea más acorde con la naturaleza corpórea limitada el aceptar resignadamente el tedio repetido que trae consigo la satisfacción momentánea, efímera e iterativa del deseo.
¿Es posible una síntesis entre ese amor-pasión que desborda de energía y busca romper todos los límites y ese amor-compañerismo, controlado y fiel, que parece insignificante frente al primero pero que es el único capaz de mantener las instituciones? El hombre occidental, dividido entre un alma racional amante del orden y un alma romántica apasionada (García-Olivares, 1991), no parece poder descansar nunca apaciblemente entre las dos maneras de amar que le enseñaron.
Referencias
Escohotado, A., De Physis a Polis. Ed. Anagrama, Barcelona, 1975.
García-Olivares, A., 1997, Tensión en el sistema de metáforas epistemológicas de la cultura contemporánea. Arbor 621, pag. 25-45.
Marina, J. A., El rompecabezas de la sexualidad, Ed. Anagrama, Barcelona, 2002.
Nitzsche, F. El Nacimiento de la Tragedia. Alianza Editorial, Madrid, 1991.
Rougemont, Denis, El amor y occidente, Ed. Kairós, 2006.
Schopenhauer, A., El Mundo como Voluntad y Representación. Ed. Trotta, 2009.
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