Se ha llegado a decir que el monje calabrés Joaquim de Fiore fué el ideólogo más influyente de la historia política anterior a Marx. Joaquín concibe una historia humana dividida en tres grandes fases, a través de las cuales se pasa a niveles más altos de perfección, culminando en un estadio de plenitud y bienaventuranza caracterizado por la libertad, la santidad, la inocencia, el amor y la armonía contemplativa. Para él, la humanidad había superado ya la primera fase en esta evolución, la Época de Padre, y se encontraba al final de la segunda fase, la Época del Hijo, cuyo término pronosticaba, apoyándose en el pasaje 12:6 del Apocalipsis, para el año 1260. El paso a la tercera época estaría marcado por hechos de un dramatismo apocalíptico, con enormes guerras y sufrimientos relacionados con la aparición del Anticristo, el cual sería finalmente derrotado, el pueblo judío convertido y el milenio abriría así sus ansiadas puertas.
Algunos de los discípulos de Joaquín radicalizarían su profecía, pasando en muchos casos a la preparación práctica de la renovación terrena anunciada y la creación de una especie de hombre nuevo medieval que Dolcino llamó el homo bonus. Otros adoptarían las formas más radicales del movimiento franciscano, en cuyo seno tanto las profecías reales como las atribuidas a Joaquín tuvieron gran influencia. Las profecías del abate calabrés alimentaron diferentes herejías y movimientos subversivos a partir del siglo XII, inspirando continuas generaciones de rebeldes durante los siglos siguientes.
Al hilo de la Reforma, el milenarismo tiene una pluralidad de representantes: Böhm, Müntzer, Hofman, Juan de Leyden, y de seguidores, en general Anabaptistas (García-Pelayo, 1964, p. 32) y los milenaristas de la Quinta Monarquía militaron dentro de las filas de los seguidores de Cromwell. La revolución campesina de Müntzer, el contemporáneo de Lutero, pretendía una vez más alcanzar el Reino de Dios sobre el Mundo (Moya, 1977, p. 152, citando a Muntzer): “¡Comenzad ya, librad el combate del Señor, es llegado el momento! (…) Animo, y poned manos a la labor mientras arde el fuego. No permitáis que vuestra espada se olvide de la sangre; golpead duro sobre el yunque de Nemrod; echad su torre abajo. Mientras estén con vida éstos, no conseguiréis veros libres del temor humano. No se os puede llamar hijos de Dios mientras ellos gobiernen sobre vosotros.” Como los taboritas de Huss en Bohemia (1428), los partidarios de Muntzer soñaban con la implantación de un régimen comunista en el que de una vez se disolviesen las diferencias entre ricos y pobres, señores y siervos: “En nuestra época llegará la consumación de los siglos, es decir, la extirpación de todo mal de este mundo (…) Será el momento de la venganza y de las represalias contra los malvados, con la espada o con el fuego (…) En esta época de venganza, los hermanos de Tabor son los representantes de Dios enviados para barrer del reino de Cristo todos los escándalos y todo el mal y librar a la Santa Iglesia de los malvados (…) Al igual que en Ardiste, o en Tabor, nada es mío ni nada es tuyo porque todo es de propiedad común, de la misma forma todo debe pertenecer a todo el mundo en comunidad y nadie debe poseer nada propio (…) Sobre la tierra no hay que elegir ya ningún rey, porque el mismo Cristo reinará muy pronto. En esta época no habrá ni reino ni dominación, ni servidumbre y todos los intereses e impuestos cesarán y ninguna persona obligará a nadie a hacer nada, porque entre ellos todos serán iguales, hermanos y hermanas” (Moya, p. 153).
Simultáneamente, se está produciendo en las ciudades el ascenso de la nueva clase social burguesa, que inicialmente se interesaba sólo por el beneficio pero acaba interesándose por la ciencia y el saber (Fevbre, p. 76). Estos burgueses (Febvre p. 43) eran conscientes de su creciente poder, conocían las costumbres de muchos pueblos y extraían de ello el sentido de lo relativo. Eran joviales, pero con sentido del deber, y necesitaban una religión clara, razonablemente humana y fraternal, que no era la que la iglesia oficial ofrecía. Los predicadores católicos ambulantes ofrecían un amasijo de viejas supersticiones casi mágicas. Y los doctores de la iglesia ofrecían una teología abstracta, decadente y desconcertante, que llamaba a creer al pie de la letra en los dogmas sin razonarlos (solución de Ockham a la contradicción entre razón y fe: o creer o dedicarse al misticismo) y creían, además, que los religiosos eran ellos y sólo ellos. Ofrecían superstición para el populacho y aridez intelectual para las clases altas.
A estos burgueses que se elevaban socialmente por su esfuerzo personal y méritos, toda mediación y argumento de autoridad les irritaba un orgullo acostumbrado a tratar cara a cara con sus rivales y sus príncipes, y cultivado por la lectura esporádica de clásicos no cristianos.
Las clases medias del Renacimiento y de la Reforma toman conciencia de las limitaciones que ha tenido el monopolio eclesial de la transmisión y enseñanza del conocimiento. Entre otras, que gran parte del conocimiento dogmático escolástico es inútil. Petrarca (1304-1374), uno de los primeros espíritus renacentistas, afirma que las dos cualidades principales que debe tener el conocimiento es la de ser útil y la de inspirar la virtud en quien lo escucha, como hacían Cicerón, Séneca y Horacio entre sus lectores (Ogilvie 2000). Esta idea fue luego desarrollada por Bacon (1561-1626). La distancia entre el saber que propugnaba la Iglesia con respecto al saber práctico que las clases burguesas precisaban fortaleció entre los burgueses la idea, que ya estaba en el escolasticismo, de que la Razón y la Revelación no deben ser incompatibles, pues la primera es la mejor facultad que Dios nos ha dado y debemos usarla. Pero entre los reformadores protestantes fortaleció la idea de que, aunque hay verdades que sólo podemos conocer por la Revelación, entre esa Revelación y la razón individual no debe haber intermediarios.
La conciencia de manejar mucha más información, hace que (Febvre, p. 198) muchos renacentistas se consideren a sí mismos como (en palabras de Naudé): “hombres desasnados y curados de tonto”. Como ese viajero lionés, Baltasar de Monconys, encantado y escandalizado el día en que la superiora de un convento de ursulinas poseídas le muestra, impresos en sus manos, los caracteres que el demonio había marcado en su mano cuando la exorcizaban. Estaban claramente dibujadas, de color de sangre. Pero Monconys, desconfiado, observa que palidecen poco a poco, a medida que la entrevista se prolonga y finalmente, por medio de un ligero arañazo, se lleva triunfalmente, con la punta de su uña, “una parte del trazo de la M”. Con eso me di por contento, añade simplemente.
La gran aportación ideológica que traen los puritanos es que hay una tercera vía entre el milenarismo medieval que promueven las clases bajas y la idea, también medieval, de orden estático que propugnan las elites religiosas y aristocráticas. Esta tercera vía es la convicción de que el trabajo humano y las reformas éticas y sociales son capaces de acelerar la llegada de una edad de oro en la tierra. Como muestra Nisbet (1991, p. 187), en el s. XVII puritanos y anglicanos son conscientes de los avances que se están produciendo en los conocimientos geográficos y científicos, y ven en ello, así como en las revoluciones reformistas en el cristianismo, una prueba de una aceleración hacia esa edad de oro. Y cita la frase de Burnet: “Deberíais tener siempre ante vuestros ojos, deberíais tener siempre en cuenta al tomar decisiones, el progreso de la Providencia, que fomenta gradualmente la piedad en el mundo y va iluminando la marcha de la humanidad”. Dios parece estarse transformando de un ser estático a un agente del desarrollo, crecimiento y perfeccionamiento.
La idea de un tercer milenio era atractiva para los desheredados de la sociedad medieval porque prometía una era idealizada, justa, próspera y virtuosa aquí en la tierra y no en el más allá. Pero dependía de la voluntad divina su realización, no de la voluntad humana. Los puritanos rechazaron las desordenadas revueltas milenaristas, que ponían en peligro su incipiente prosperidad, y defendieron que nos centremos en lo que Dios parece habernos dejado: el progreso de su providencia y del bien social mediante nuestro trabajo cotidiano. Con ello, promovieron la idea del progreso, una teoría muy coherente con las aspiraciones y prácticas de las clases medias burguesas y también coincidentes con las aspiraciones de redención de las clases más bajas. El gradualismo puritano podía combinarse fácilmente, como afirma Nisbet, con el utilitarismo y el reformismo, tanto social como político. De hecho, la frase “bien público” empieza a circular frecuentemente en el siglo XVII. Los conocimientos científicos adquieren también un valor redentor con los puritanos.
El modelo político-económico que proponía el milenarismo (propiedad comunista de la tierra, redistribución de la riqueza de los ricos, fin de las jerarquías, etc.) constituía un peligro potencial para las prácticas económicas de los yeomen y de las clases altas. Por ello, las ideas revolucionarias son condenadas por los puritanos, así como por anglicanos y luteranos. Lo importante no es la revolución sino la evolución. Pero también son rechazadas las interpretaciones de la Salvación que da la Iglesia, cuya teología, estática, acabada y paternalista, no es suficientemente flexible para admitir el progreso de los propietarios ni para permitir el ascenso de éstos hacia los puestos de poder estatal.
El trabajo cotidiano ordenado y paciente se convierte en el signo de la fidelidad con que el creyente sigue su vocación divina. Weber ha mostrado cómo el puritano se aseguraba de su estado de gracia si se veía como “instrumento del poder divino” (Weber 1984, p. 133 y 134). “La industria se hace ahora ética, y desaparecen ahora los impedimentos que se le ponían por parte de la Iglesia” (Moya 1977, p. 160, citando a Hegel). Pues el éxito de los negocios, fruto del trabajo sistemático, es signo de salvación y contribución a la gloria de Dios en la Tierra.
Las ideas puritanas constituyen una síntesis intermedia entre dos marcos metafóricos contradictorios de la época: (i) las aspiraciones milenaristas tradicionales del antiguo tercer estado y (ii) las ideologías del orden paternalista, clasista y estático, defendidas por las antiguas clases altas. Se produce así, una reinterpretación de la idea de «redención colectiva»: puede que ésta consista en una redención reformista e individual, a través de la continuada acumulación de dinero, mediante el trabajo del cuerpo autodisciplinado por un «yo» que no escucha a los impulsos desordenados de su cuerpo. El «bien común» es la salvación de todos los ungidos particulares mediante el progreso gradual. El viejo catolicismo feudal estaría equivocado: En su versión elitista (de nobles y clérigos) planteaba la redención como ultraterrena y premio a la obediencia a la Iglesia corrupta, y en su versión popular, planteaba la redención como una revolución destructora de las injusticias, pero generadora de desorden. Sin embargo, para el puritanismo naciente, la acumulación de dinero, y el progreso de las técnicas, bienes, artes y artefactos, constituye la única redención terrena posible, que a su vez es un signo del acercamiento de la salvación definitiva.
Tras la reforma puritana, el orden social es concebido como progresivo, como una historia de redención gradual mediante el trabajo y las reformas, que es la historia del Progreso. En ese contexto, la obligación laboral pasa a ser una contribución religiosa personal a la salvación colectiva aquí en la tierra, por lo que la indigencia y la molicie son vistas como depravación moral, o bien enfermedad mental, o bien inhumanidad o incompleta humanidad. Esto tuvo consecuencias como las Leyes de Pobres de la monarquía inglesa desde 1551, y leyes análogas posteriores en muchos países occidentales. Algo de ésta mentalidad se ha heredado hasta nuestros días en la creencia de que sólo trabajando obtiene uno plena ciudadanía, plenos derechos, la etiqueta de honrado (véase la frase auto-exculpativa: “sólo soy un honrado trabajador”) y la liberación de la culpa.
El que esta ideología «progresista» alcanzara la hegemonía política y cultural se debe a su ensamblaje dentro de un programa que denominamos “programa del Progreso”, y constituido por estos tres elementos: (i) prácticas económicas desarrollistas, (ii) prácticas de acumulación y centralización del poder y (iii) imagen del mundo progresista.
El artículo completo que desarrolla estas ideas se puede descargar en el siguiente link: Intersticios
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