Embriagados por la identidad y el Estado: Patriotismo, hegelianismo y degradación moral

La cultura racionalista de occidente enseña a asociar al cuerpo que nos acompaña pautas de carácter, usos o costumbres que potencialmente comparte con otros sujetos. Esto constituye grupos de referencia de los que formamos parte, y que se intersectan entre sí. La identidad propia está constituida en gran parte por esas pertenencias cruzadas.

Nos solemos identificar y auto-definir como súbditos de un Estado concreto, nacidos en un lugar concreto, criados en ese u otro lugar geográfico, hablantes de cierta lengua materna, copartícipes de cierta cultura regional, de ciertos caracteres étnicos, de ciertos rasgos nacionales que no siempre coinciden exactamente con los anteriores, pertenecientes a cierta clase social, practicantes de ciertos principios éticos o de cierta religión, defensores de un sistema político concreto, etc.

En las poblaciones, algunas de esas pertenencias suelen aparecer correlacionadas. Es el caso del factor “patriotismo”, que agrupa la aparición recurrente y simultánea de la auto-identificación como: ciudadano de un Estado, poseedor de rasgos grupales, costumbres culturales y el idioma que comparten dichos ciudadanos, aprecio por las instituciones, la cultura, la geografía y los símbolos políticos que comparten dichos ciudadanos.

El concepto de patriotismo es imposible de definir con exactitud porque es un factor estadístico, o agrupación en la que la mayoría de la población se adhiere sólo de manera laxa, y sólo una minoría es prototípica, puntuando alto en todas las variables anteriores. Por ejemplo, hay grupos que se ven a sí mismos como “patriotas sin un Estado propio”; otros que comparten muchos de las costumbres culturales pero no aprecian las instituciones o los símbolos políticos del Estado, etc.

Rincón (2014) define el patriotismo como una adhesión o vinculación a la sociedad en la que el individuo está inserto, junto con los acuerdos sociales implícitos o explícitos más básicos de ésta: las constituciones. Y añade: “La cultura, la flora, fauna, lengua, arquitectura, banderas, himnos e incluso el mismísimo espacio geográfico que ocupa una sociedad son elementos accesorios, a los que el patriota podrá sentirse unido sólo en tanto simbolizan o pertenecen a esa sociedad y sus instituciones”. Sin embargo, el autor no se da cuenta de que “la sociedad en la que el individuo está inserto” es un colectivo mal definido, salvo que se refiera al Estado. Además, reconoce que hay formas de patriotismo que son críticas con la constitución actual del propio Estado.  Bar-Tal (1994) define patriotismo de forma algo diferente, como el sentimiento de unión entre una persona, los ciudadanos de su Estado y la región geográfica que abarca ese Estado.

Podemos decir que los grupos de referencia de “mi patria”, o “mi cultura”, coexisten con grupos de referencia como las “buenas personas” y otros muchos. Ser un “buen español” o un “buen patriota”, por el hecho de compartir la cultura hispánica, no implica necesariamente ser “buena persona”. De hecho, muchos corruptos y grandes defraudadores fiscales dicen ser grandes patriotas pero no son personas éticas. Cuando la identificación con un vivir ético tiene un peso igual o mayor que nuestra identificación patriótica, tenemos entonces un patriotismo crítico y matizado que algunos llaman patriotismo ético. Otra clase de patriotismo crítico y matizado sería el llamado patriotismo constitucional, que se identifica con el propio país tanto más cuanto más calidad democrática y constitucional haya conseguido (Rincón, 2014).

Por otra parte, muchas personas conservadoras abrazan y promueven el patriotismo porque están satisfechas con la estructura social tal  como es, y porque la expansión de ese sentimiento de grupo tiende a socavar las luchas de clase y de intereses corporativos dentro de la sociedad existente. Muchas personas conservadoras conciben la sociedad o el propio país utilizando metáforas cognitivas como: un país es un hogar (que puede y debe ser amado, protegido, etc.); y también mediante metáforas organicistas como: un país es un organismo; un país es una persona y una sociedad es un cuerpo. La metáfora organicista implica que el cuerpo social puese estar enfermo, infectado, afectado por un cáncer, puede ser atacado, estar en dificultades, etc. (Moreno, 2005). Según Canguilhem (citado por Medina, 2018), el éxito de esta clase de metáforas entre las personas conservadoras derivaría de la posibilidad de concebir las demandas reformadoras o revolucionarias como enfermedades sociales, y la supresión de estas demandas como intervenciones  médicas saludables para atajar quirúrgicamente los “males sociales”.

Las metáforas organicistas fomentan una aceptación bastante acrítica de los países y Estados existentes, pero es obvio que tienen una capacidad explicativa muy reductora pues, como subraya Canguilhem, «dentro de los estados de normalidad de los organismos biológicos, el ser y el ideal del ser, serían esencialmente lo mismo (la vida), es decir, como resultado del mero existir el organismo es su ideal. Cuestión radicalmente distinta a lo que sucede en el funcionamiento social, en la cual los estados de normalidad difieren de los ideales sociales, ergo, no existe claridad respecto al “diagnóstico verdadero” sobre los males sociales que desvían su normalidad, ni tampoco sobre sus causas, consecuencias, ni mucho menos sobre una única fórmula de terapéutica efectiva” (citado por Medina, 2018).

Por ese motivo, el pensamiento político de izquierdas ha sido tradicionalmente crítico con las metáforas organicistas de la sociedad, con las que lo reducen a un hogar compartido, y con la abstracción de la patria. José Laín Entralgo escribía por ejemplo en 1932: “si [la patria] no es más que una bonita abstracción sin asiento real, el patriotismo se derrumba por sus cimientos. Y es lo que nosotros sostenemos. Recordemos la frase de Platón: «Hasta el más pequeño Estado se divide en dos partes muy distintas. La una es el Estado de los pobres; la otra el de los ricos, que luchan uno contra otro.» En estas líneas se resume todo nuestro pensamiento y ellas nos marcan la actitud que debemos seguir”. En aquella época, una parte de la izquierda aún pensaba que la clase social podría resultar una identidad colectiva más atractiva que la patria para la mayoría de la población.

Carrillo Canán (2002) diferencia entre el sentimiento de pertenencia a una comunidad, que identificaba Hegel como algo típico de la eticidad de todos los colectivos humanos, con la identificación racional con mi pertenencia a la ciudadanía universal, más individualista y liberal. Cita la frase de Hegel: “El Estado abarca la sociedad no sólo bajo relaciones de derecho [en las que el individuo vale como hombre en general], sino (…) en tanto comunidad ética verdaderamente superior, la unidad de los usos, de la formación y de la manera general de pensar y de actuar en el que cada uno reconoce y contempla al otro en su generalidad”. Y continúa Carrillo Canán: “La generalidad de la que se habla no es la generalidad de la simple humanidad, la cual para Hegel es una mera abstracción, “generalidad abstracta”, sino la generalidad en el sentido de lo común a un grupo, a saber, da la generalidad del uso”, es decir, de las costumbres compartidas, que constituyen una generalidad concreta.

Según Carrillo Canán (2002) en la divinización que hace Hegel de las costumbres de un pueblo, racionalizadas en el Estado, hay una nostalgia de la totalidad que tenían las relaciones humanas de las comunidades pre-modernas, que en las sociedades modernas han dado paso a individuos individualistas que se mueven en esferas sociales parcialmente separadas y autónomas, como el gobierno, la economía, la política, los poderes religiosos, la vida familiar, la ciencia, la naturaleza, lo público urbano, etc. Esta nostalgia se ha mantenido también en autores progresistas, como Nietzsche y los autores de izquierda que se inspiran en Heidegger y Gadamer.

Hegel sacraliza al uso y costumbre cultural porque permite la cohesión del grupo. Nietzsche, en cambio, lo sacraliza por el poder constituyente de realidad que tiene el uso y la costumbre que, a la vez, tiene poder performativo sobre el grupo, creándolo donde no existía.

Carrillo Canán (2002) toma partido sin embargo por el universalismo inter-cultural defendido por Vilém Flusser, ese judío checo, inglés, y brasileño, cuando éste escribe: “yo fui arrojado a mi Hogar patrio sin que se me preguntara si el mismo me significaba algo (…) Los códigos secretos de los hogares patrios están tejidos no mediante reglas inconscientes sino en gran medida a partir de costumbres inconscientes (…) Sin embargo, si el código se hace consciente, entonces sus reglas ya no se muestran como algo sagrado, sino como algo banal”, y continúa Flusser: “Se trata de fibras misteriosas que atan al morador a los hombres y cosas del hogar patrio. Tales fibras sobrepasan la consciencia del adulto llegando a lo  pueril, infantil, probablemente incluso a las regiones fetales y transindividuales, a la memoria no bien articulada, apenas articulada e inarticulada” (…) [Con la nostalgia que despiertan los recuerdos, el misterio del hogar patrio] se muestra como lo que es: como la sede de la mayoría de (y quizás de todos) los prejuicios –aquellos juicios que están antes de todos los juicios conscientes”.

En la medida en que el individuo está encadenado de la manera descrita, “sacraliza los vínculos humanos que le han sido impuestos por su nacimiento y, por tanto, menosprecia los que puede asumir libremente”. Y continúa Flusser: “Después de haber cortado un nudo gordiano tras otro, el de Praga, el londinense, el sao paulista, (…) reconocí que todos los prejuicios tenían el mismo valor (o la misma carencia de valor)”.

Al niño que nace le resulta imprescindible que se le muestren modelos culturales de cómo se comportan seres similares a él y que le pueden servir de referencia. Las culturas proporcionan al infante conjuntos de metáforas cognitivas básicas (pre-juicios) y ejemplos de interacción con personas y artefactos, y todo ello resulta fundamental. Pero, como sugiere Flusser, los detalles específicos de la cultura concreta es lo que menos importancia tiene para que alguien se convierta en humano. Porque, en primer lugar, tu propia cultura no es la única que cumple esa función hominizadora. Segundo, muchos elementos que constituyen tu cultura pueden ser sustituidos por otros, o incluso eliminados, y la cultura sigue cumpliendo su función; esto es evidente para la sociología y la antropología. La propia cultura es una base imprescindible para que cualquier niño empiece a actuar como humano, pero esa base le permitirá elegir posteriormente qué elementos de su cultura va a mantener en su repertorio de prácticas y cuales no.  Por ello, deberíamos dar a las culturas la gran importancia que tienen, pero no sacralizarlas por su particularidad.

Según Carrillo Canán, los progresistas post-modernos tienden a considerar todas las culturas como igualmente válidas y valiosas; en cambio, para Flusser, todas ellas son igualmente banales e inmovilizadoras, de ahí que defienda, no esos vínculos de nacimiento, sino los libremente elegidos, “vínculos por los que el individuo puede asumirse como responsable”.

La posición de Flusser es muy interesante, y cercana al ideal ilustrado de que el hombre gana libertad liberándose de todo lo sagrado y superando todos los prejuicios que lo atan. Por ello, ve en el proceso de secularización, en la racionalización y en las técnicas que ha desarrollado el capitalismo moderno y contemporáneo, un proceso ambivalente, que permite potencialmente tanto el fascismo y el totalitarismo como un cosmopolitismo de afinidades mucho más libremente elegidas. Sin embargo, hay que ser muy fino (como él parece serlo) para, en el apoyo a posturas ilustradas, no pasarse y acabar sacralizando la propia búsqueda de la libertad, el Progreso o la Civilización. Porque en una cultura con tanta influencia  hegeliana como la que hemos heredado, los grandes fines se convierten con preocupante facilidad en altares de sacrificio de los hombres concretos (Sánchez Ferlosio). Hay que recordar que la dominación y el sufrimiento de las personas y pueblos concretos puede ser justificada, y ha sido justificada, tanto en nombre de la superioridad y el amor al propio pueblo (nazismo), como en nombre de la superioridad de los mercados abstractos, el liberalismo, el progreso, la libertad, y la ciudadanía universales (v.g. en el imperialismo de Napoleón o en el de los EEUU actuales). Aunque hay que decir que, en este último caso, lo más frecuente es que esa actitud vaya acompañada por el orgullo de la pertenencia al Estado que está imponiendo la “civilización” y la dominación sobre el resto.

Los daños colaterales de la dominación

Roca Barea publicó en 2017 un artículo (Jefferson y Fray Junípero Serra, El Mundo, 19 sep. 2017, https://www.elmundo.es/opinion/2017/09/19/59bffb44e2704ea6268b4640.html ) que ha vuelto a estar de actualidad tras los derribos de estatuas de Colón que se han producido en EEUU, en protestas de grupos anti-racistas. Otra autora conservadora, Ana Fuentes, en el diario digital conservador Actuall, cita a ese artículo de Roca Barea preguntándose en el título de su propio artículo: “¿Por qué quitan a Colón y no al 7º de Caballería que exterminó a los indios?” (https://www.actuall.com/democracia/elvira-roca-quitan-colon-no-al-7o-caballeria-extermino-los-indios/ Actuall, 20-sept-2017).

Es frecuente encontrar entre la población, especialmente la más conservadora pero no únicamente, cuando se le cita alguna descripción de Bartolomé De Las Casas sobre los horrores de la conquista de América, una reacción de irritación, seguida de una respuesta del tipo: “pues los norteamericanos mataron muchos más indios”.

Hay también en esa respuesta una justificación implícita de las matanzas y sadismos en las guerras, como algo inevitable en ellas, connotación que recoge la expresión eufemística “daños colaterales”. En su libro Imperiofobia y Leyenda Negra, Roca Barea justifica explícitamente los daños colaterales de las guerras de conquista de los grandes imperios por sus efectos civilizadores. Y señala también, con razón, que la cultura blanca protestante, hegemónica hoy en día, ha minimizado sistemáticamente los daños colaterales de sus propias guerras de conquista, y maximizado los practicados por el imperio español.

Todo esto es correcto, pero tiene la misma altura moral que justificar a Stalin, porque Hitler mató a mucha más gente que él (o justificar a Franco, porque Stalin mató a más gente que él).

Recordemos con un par de ejemplos en qué consistieron los daños colaterales de aquellas conquistas, el primero tomado de la conquista de La Española que hace De las Casas (http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/brevsima-relacin-de-la-destruccin-de-las-indias-0/html/847e3bed-827e-4ca7-bb80-fdcde7ac955e_18.html ):

Comenzaron a entender los indios que aquellos hombres no debían de haber venido del cielo; y algunos escondían sus comidas, otros sus mujeres e hijos, otros huíanse a los montes por apartarse de gente de tan dura y terrible conversación. Los cristianos dábanles de bofetadas y de palos, hasta poner las manos en los señores de los pueblos; y llegó esto a tanta temeridad y desvergüenza que al mayor rey señor de toda la isla, un capitán cristiano le violó por fuerza su propia mujer (…) [Los indios] pusiéronse en armas, que son harto flacas y de poca ofensión y resistencia y menos defensa (por lo cual todas sus guerras son poco más que acá juegos de cañas y aún de niños). Los cristianos, con sus caballos y espadas y lanzas comienzan a hacer matanzas y crueldades extrañas en ellos. Entraban en los pueblos ni dejaban niños, ni viejos ni mujeres preñadas ni paridas que no desbarrigaban y hacían pedazos, como si dieran en unos corderos metidos en sus apriscos. Hacían apuestas sobre quién de una cuchillada abría el hombre por medio o le cortaba la cabeza de un piquete39 o le descubría las entrañas. Tomaban las criaturas de las tetas de las madres por las piernas y daban de cabeza con ellas en las peñas. Otros daban con ellas en ríos por las espaldas riendo y burlando, y cayendo en el agua decían: «¿Bullís, cuerpo de tal?»40 Otras criaturas metían a espada con las madres juntamente y todos cuantos delante de sí hallaban. Hacían unas horcas largas que juntasen casi los pies a la tierra, y de trece en trece, a honor y reverencia de nuestro Redentor y de los doce apóstoles, poniéndoles leña y fuego los quemaban vivos. Otros ataban o liaban todo el cuerpo de paja seca; pegándoles fuego así los quemaban. Otros, y todos los que querían tomar a vida, cortábanles ambas manos y dellas llevaban colgando, y decíanles: «Andad con cartas», conviene a saber: «Llevá las nuevas a las gentes que estaban huidas por los montes».

Comúnmente mataban a los señores y nobles desta manera: que hacían unas parrillas de varas sobre horquetas y atábanlos en ellas y poníanles por debajo fuego manso, para que poco a poco, dando alaridos, en aquellos tormentos desesperados se les salían las ánimas. Una vez vide que teniendo en las parrillas quemándose cuatro o cinco principales señores (y aun pienso que había dos o tres pares de parrillas donde quemaban otros) y porque daban muy grandes gritos y daban pena al capitán o le impidían el sueño, mandó que los ahogasen, y el alguacil, que era peor que verdugo, que los quemaba (y sé cómo se llamaba y aun sus parientes conocí en Sevilla) no quiso ahogallos, antes les metió con sus manos palos en las bocas para que no sonasen, y atizóles el fuego hasta que se asaron de espacio como él quería.

Yo vide todas las cosas arriba dichas y muchas otras infinitas, y porque toda la gente que huir podía se encerraba en los montes y subía a las sierras huyendo de hombres tan inhumanos, tan sin piedad y tan feroces bestias, extirpadores y capitales enemigos del linaje humano, enseñaron y amaestraron lebreles, perros bravísimos que en viendo un indio lo hacían pedazos en un credo, y mejor arremetían a él y lo comían que si fuera un puerco. Estos perros hicieron grandes estragos y carnecerías. Y porque algunas veces, raras y pocas, mataban los indios algunos cristianos con justa razón y santa justicia, hicieron ley entre sí que por un cristiano que los indios matasen habían los cristianos de matar cien indios.

conquista de America-2

Otra muestra de estos daños colaterales lo encontramos en las campañas del Séptimo de Caballería del Estado norteamericano para el exterminio de los indios de las praderas. Para lograr este objetivo, el nuevo régimen colonizador institucionalizó la violencia genocida contra los indios, y esa política se prolongó durante cuatro siglos según el historiador Ward Churchill.

El resultado fue la reducción de la población de nativos de unos 12 millones en 1500 a menos de 237,000 in 1900. Algunos han afirmado que la mayor parte de esas muertes se debieron a la propagación de la viruela y otras enfermedades, no al asesinato directo, pero ello no elimina el asesinato sistemático intencionado. De hecho, hay pruebas de que el ejército norteamericano propagó la viruela intencionadamente entre los indios, regalándoles hipócritamente mantas contaminadas por la enfermedad.

La historiadora Roxanne Dunbar-Ortiz (2016) está de acuerdo con Churchill: la intención de las autoridades norteamericanas con los indios fue exterminarlos como pueblo, no como sujetos individuales, para permitir la apropiación y el uso de los recursos mineros y agrícolas de sus tierras. Esta autora cita como ejemplo de aplicación práctica de esa política las instrucciones en 1873 del general William T. Sherman: “Debemos actuar con vengativa seriedad contra los sioux, incluso hasta el exterminio, de hombres, mujeres y niños. Durante un asalto, los soldados no pueden detenerse para distinguir entre hombres y mujeres, o incluso discriminar por edad”.

Es sabido que la guerra oficial contra los indios acabó en 1880. Diez años más tarde, los norteamericanos habían confinado en reservas a casi todos los nativos que quedaban vivos.  Pero el ejército norteamericano se dedicó a asesinar a los jefes indios que consideraba carismáticos y peligrosos, como Toro Sentado. El suceso hizo que otro jefe, Pie grande, decidiese huir por miedo a ser el siguiente. Con algo menos de cuatrocientos seguidores (la mayoría mujeres y niños), y se dirigió hacia una reserva cercana para ponerse bajo la protección de otro líder, Nube Roja. Pero el Séptimo de Caballería los interceptó y los escoltó hacia el sureste, hacia el rio Wounded Knee.

A la mañana siguiente, los soldados solicitaron la entrega de las armas a los indios, pero recibieron tan pocas (apenas 38 rifles) que prefirieron acceder a su campamento para registrar sus pertenencias. «Durante un forcejeo con un anciano, un rifle se disparó y el ejército aprovechó la ocasión para asesinar indiscriminadamente a todos los indios que pudieron, 90 hombres y doscientas mujeres y niños en total.

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Wounded Knee tras la matanza.

El gobierno describió el acontecimiento, sin embargo, como una victoria gloriosa en una supuesta batalla, los veinte miembros del regimiento que mataron a más personas fueron galardonados con la prestigiosa Medalla de Honor del ejército, y el lugar de la masacre está declarado como Hito histórico nacional.

Lyman Frank Baum, un colono del Territorio de Dakota más tarde famoso por escribir El maravilloso mago de Oz, escribió cinco días después del repugnante evento que (citado por Dunbar-Ortiz): “nuestra única seguridad depende del exterminio total de los indios. Después de haberlos perjudicado durante siglos, es mejor que, para proteger nuestra civilización, los perjudiquemos un poco más y borremos de la faz de la tierra a estas criaturas indomadas e indomables».

Según Dunbar-Ortiz, los planes de exterminio desarrollados por los gobiernos norteamericanos caen dentro de la definición de genocidio porque cumplen todas las condiciones que la ONU establece para definirlo: (a) asesinato de miembros de un grupo humano; (b) daños corporales o mentales graves a los miembros del grupo; (c) daño deliberado de las condiciones de vida grupales para provocar su destrucción física en su totalidad o en parte; (d) medidas destinadas a prevenir los nacimientos dentro del grupo; (e) transferencia forzada de los niños del grupo a otro grupo.

Idealismo, hegelianismo y la minusvaloración del sufrimiento

Como analizó muy bien Sánchez Ferlosio (1994; 2002) episodios como estos no son la excepción, sino la norma en la Historia. Ante ellos, no sería descabellado exclamar: “¡malditos sean España, Francia, el Reino Unido, los Estados Unidos de América, y todos los putos estados que tanta sangre han derramado en su nombre!”. Pero la mayoría de los súbditos actuales de España o EEUU reaccionan en cambio con la actitud antes comentada, de justificar las matanzas perpetradas por los gobiernos del “propio” Estado, porque otros estados perpetraron matanzas similares, o por cualquier otra justificación.

El idealismo hegeliano tiene mucho que ver en esta corrupción de la ética del ciudadano occidental contemporáneo, cuando las propias instituciones propagandísticas y educativas de los Estados nacionales han divulgado y defendido su idea de que los Estados nacionales son entidades reales y de importancia ontológica y ética igual o mayor que los seres humanos concretos y vivientes. Para Hegel, lo realmente importante en las colectividades humanas no son los sujetos (del conocimiento y de la ética) que Kant consideró el centro de la filosofía. Lo importante es la Historia y el sujeto fundamental de su evolución: el Estado. Este Estado es, según él, la encarnación del “espíritu del pueblo”. Ahora bien esa Historia que se despliega a través de las guerras entre estados no tiene nada que ver con la felicidad de los sujetos concretos. La “astucia de la razón” consiste en que ésta utiliza los intereses mezquinos y particulares de los hombres para lograr sus grandes fines universales. La muerte, como ocaso de las cosas particulares, sólo es el continuo hacerse del universal, generalmente mediante la guerra entre naciones (Reale y Antiseri, 2016). Como afirma Hegel en Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, “Los tiempos felices son para la Historia páginas vacías.( …) Los fines que tienen importancia para la Historia Universal exigen voluntad abstracta, energía, para ser llevados adelante. Los individuos con significación para la Historia Universal, que han perseguido fines semejantes, han probado sin duda una satisfacción; pero han renunciado a la felicidad”. La Historia exige voluntad abstracta, he ahí la actitud valiosa y fundamental del héroe prometeico que encarna a la Historia. La actitud que tuvieron los grandes conquistadores, los dirigentes de los grandes Estados nacionales, Napoleón, Hitler, Stalin y esos luchadores de la libertad que son los presidentes militaristas norteamericanos. En su heterogeneidad, todos son voluntaristas de las grandes abstracciones de la Historia, actuando unos en nombre de la civilización, otros del progreso, otros del espíritu nacional, otros del comunismo, y otros de la libertad; pero todos ellos orgullosamente endurecidos, e indiferentes a sentimientos infantiles y feminoides como la  compasión y la felicidad.

Para el idealismo hegeliano la Historia Universal es un proceso natural e ineluctable, contra el que no cabe por tanto rebelarse, pese al sufrimiento que causa. Pero ese sufrimiento es el precio que hay que pagar a las grandes abstracciones que hacen evolucionar a la Historia, cómo no, en un sentido progresista, pues el idealismo hegeliano está profundamente preñado por el mito del Progreso, que analizamos en otros artículos (El Programa del Progreso en Occidente y El Progreso Económico Capitalista Desde La Revolución Industrial Hasta Su Actual Crisis):  la dialéctica de destrucción y renovación del Espíritu Universal hacen a la humanidad mejor, según Hegel. Como lo expresa brillantemente Sánchez Ferlosio (2002; véase un resumen y comentario en Análisis de la Mitología Occidental en “Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado”, de Sánchez Ferlosio), menos mal que está Hegel para consolar a todos los partidarios de la Historia, del Progreso, de la Nación, de todas las grandes abstracciones, y a sus víctimas: “Alrededor de esta hoguera fantasmal que no calienta a nadie pero que a todos les hace imaginar que se calientan, se han congregado San Agustín y Fanon, Benedetti y Menéndez Pidal; los cuatro están inquietos e impacientes: “¿Vendrá esta noche él?… ¡Qué noche más negra y glacial si él no viniera! Mas, ¡bendito sea Dios! que ya se oye el gemir de la cancela: Hegel está ya aquí!”. Sin duda que, de estar vivo, Sánchez Ferlosio incluiría a Roca Varea en ese círculo de patriotas que tratan de calentarse alrededor de esa hoguera imaginaria.

Como explica Sánchez Ferlosio, la grandiosa y solemne ópera del Progreso y otras grandes abstracciones ilustradas son «operetas viejas, falsas y malas”, sin embargo, han sido tan repetidas que hasta a una persona inteligente como Humboldt le llevaron a lamentar que los aplatanados centroamericanos se conformaran con su existencia feliz y modesta por culpa de sus platanares y de la benéfica naturaleza, en lugar de lanzarse a luchar con las ballenas y hacer progresar la industria y la civilización. Reflexión que otros menos escrupulosos pusieron directamente en práctica cortándoles los platanares y poniéndolos a trabajar a la fuerza. La apología de las grandes causas supra-humanas se repite tan continuadamente que los hombres están siempre inclinados a creer a quienes, como Hegel, Engels o Menéndez Pidal, les dicen “vuestro dolor será fecundo”, antes que a quien les dice: “Vuestro dolor es absolutamente inútil, gratuito, irreparable”. “¿Acaso pide la felicidad tener sentido? “, se pregunta Sánchez Ferlosio, “Niégate, pues, a dárselo al dolor”.

¿Habría que dar, pues, la razón a Schopenhauer cuando, desde una posición cercana a Kant, acusaba a Hegel de ser el principal responsable de la degeneración intelectual y moral de la filosofía alemana y europea? (los epítetos que dedica Schopenhauer a Hegel pueden consultarse en el comienzo de este artículo). En parte sí, pero los antecedentes de esa sacralización de las grandes abstracciones estaban ya presentes antes, en el platonismo y en el cristianismo. Según Adorno (citado por Silvia Schwarzböck (2008)), el mismo desprecio por lo concreto es el que hace a muchos filósofos  idealistas, no sólo hegelianos, ridiculizar a los filósofos materialistas del pasado, como Demócrito o Epicuro, acusándolos de ser hedonistas frívolos e infantiles, cuando deberían ocuparse de cosas importantes, como Dios, el Progreso, o la Historia. Según Adorno, todo el idealismo occidental, pero especialmente el hegeliano, justifica, sublima y otorga profundidad metafísica al sufrimiento; y si el sufrimiento es “profundo”, la felicidad es superficial. Y continúa esta autora citando a Adorno: “A partir del pensamiento de una imitatio del Salvador doliente, que tuvo antaño un sentido muy diferente, surgió la manía de proclamar el sufrimiento y la permanencia del sufrimiento, como ocurre en la revalorización del concepto místico del sacrificio. Sucede como si por la corrupción de la naturaleza humana no sólo se dificultara infinitamente lo mejor e incluso se imposibilitara, sino que por esa corrupción de la naturaleza humana ni siquiera se puede querer lo mejor. Y precisamente en esta renuncia de los hombres a querer lo mejor se ratifica en verdad la corrupción y se la prolonga indefinidamente. Creo que si quieren liberarse de las falsas representaciones de lo profundo en la filosofía, una de las condiciones más importantes es la liberación de las interpretaciones o búsquedas del sentido del dolor”.

Según Schwarzböck (2008), si la negación de la felicidad se eleva a esencia metafísica, a los hombres les resulta más fácil soportar el sufrimiento, y terminan aceptando de buena gana dos cosas a la vez: que por su propia naturaleza imperfecta no están a la altura de poder desear algo mejor que lo que desean, y que lo que desean es algo trivial y egoísta.

La identificación con el Estado y su dominación

Se puede decir que la filosofía de Hegel justifica las matanzas realizadas en nombre de la razón de Estado, y justifica como racional que las sociedades de espíritu fuerte y con Estados poderosos sometan militarmente a las sociedades débiles. Esta filosofía sirvió de justificación ideológica, por ejemplo, de las agresiones bélicas de los Estados nazi y fascistas del siglo XX. Aunque Hegel no hace más que sintetizar en forma de sistema las tendencias históricas y los sistemas culturales que identifica en su época, la forma en que las sintetiza, justificándolas como racionales, sin duda contribuyó a que la cultura (o espíritu objetivo) de nuestra época contemporánea contemple como naturales, y frecuentemente sin repulsa, esas matanzas y esas razones de Estado.

Pero la justificación que hacen muchos patriotas contemporáneos de las matanzas históricas realizadas por los gobiernos pasados del propio Estado no surge de ningún conocimiento consciente del sistema hegeliano. Por debajo de estas racionalizaciones hay, en la mayoría de los casos, un mecanismo psicológico mucho más básico. Consiste en una extrapolación diacrónica hacia el pasado del grupo de referencia de los compatriotas con los que uno comparte la cultura y el carácter, así como de la estimación que uno siente por ese grupo.

La valoración que uno hace de la propia identidad (y que incluye el carácter grupal, la cultura y las costumbres) es tan positiva y acrítica que la mantenemos inalterada incluso tras conocer los abusos concretos de nuestros Estados en el pasado histórico. Para ello, usamos racionalizaciones tales como, por ejemplo, la de que en aquellas épocas “todas las naciones hacían lo mismo”, las víctimas eran “igual de sanguinarias” que nosotros, aunque menos poderosas (v.g. los aztecas y los incas), etc.

Sin embargo, si nuestros hábitos éticos y críticos están arraigados en nuestro carácter, es posible modificar la propia identidad ejerciendo la crítica ética sobre mi Estado y mi cultura. Ésta se percibe así como algo con componentes admirables (como el flamenco, en el caso de la cultura española) y con componentes poco éticas (como las corridas de toros); y el Estado que domina actualmente mi geografía puede percibirse como un régimen político relativamente benigno, en relación a otros, pero también como uno de los Estados más retrógrados de Europa durante los últimos siglos.

¿Por qué preferimos usar racionalizaciones justificadoras en lugar de introducir, simplemente, componentes con valoración negativa en la definición de nuestra propia identidad, o incluso cambiar nuestra identidad? Habría que seguir investigándolo, pero puede haber ahí una mezcla de: (i) admiración inconsciente por cualquier manifestación del poder del propio grupo, y (ii) pereza intelectual y falta de costumbre en aplicar la crítica racional a los automatismos del propio carácter. Ello lleva, como sugiere Flusser, a preferir la esclavitud y el automatismo de mantener inalterados nuestros usos, costumbres y prejuicios inconscientes, antes que la libertad de elegir conscientemente nuestros propios vínculos con las personas, grupos, instituciones, procesos históricos, y referencias intelectuales.

Autor: Antonio García-Olivares (2020).

 

Referencias

Bar-Tal, Daniel (1994). Patriotismo Como Creencia Fundamental De La Pertenencia De Grupo. Psicología Política 8, 63-85.

Carrillo Canán, Alberto J.L  (2002). Cultura: ¿sacralización de lo banal? Flusser y la izquierda conservadora. A Parte Rei: revista de filosofía, Nº 19, 2002

Dunbar-Ortix, Alexandra (2016). Yes, Native Americans Were the Victims of Genocide. History News Network. http://historynewsnetwork.org/article/162804

Laín Entralgo, José (1932). Patriotismo y antipatriotismo. Renovación, Órgano de las Juventudes Socialistas de España. En: Proyecto de Filosofía en Español, http://www.filosofia.org/hem/dep/ren/9320917a.htm

Medina S. (2018). Metáforas biomédicas e interpretación social: ausencias y emergencias dentro de la esfera pública contemporánea. Physis, Revista de Saúde Coletiva, 28, no.2, Rio de Janeiro.

Moreno, M. Ángeles (2005). La metáfora conceptual y el lenguaje político periodístico: configuración, interacciones y niveles de descripción. Tesis Doctoral, Universidad de La Rioja.

Reale G: y Antiseri, D. (2016). Historia del Pensamiento Filosófico y Científico Vol. III, Parte III, Sección 6.3., Barcelona, Herder.

Ricón, José Luis, El patriotismo, definido, Nintil (2014-12-13), disponible en: https://nintil.com/el-patriotismo-definido/

Sánchez Ferlosio  R. (1994). Esas Yndias Equivocadas y Malditas. Barcelona, Destino.

Sánchez Ferlosio R. (2002). Mientras no cambien los dioses, nada habrá cambiado. Barcelona, Destino.

Schwarzböck, Silvia (2008). Adorno y lo Político. Buenos Aires, Prometeo Libros.

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