Schopenhauer: El mundo como Voluntad y representación

Marco histórico

Schopenhauer (1788-1860) fue uno de los discípulos más notables de Kant (véase La síntesis Kantiana entre racionalismo y empirismo), pero a la vez modificó la perspectiva kantiana de una manera tan profunda que inauguró un paradigma filosófico nuevo. Se trata del paradigma que Rosset y otros han denominado la genealogía y  que explorarán Nietzsche, Marx y Freud, los llamados “teóricos de la sospecha”. Estos tres autores consumarán la exploración que permitía la puerta que Schopenhauer abrió, por lo que se puede decir que después de Schopenhauer hay algo definitivamente roto en la filosofía occidental. En ese aspecto estriba la actualidad de Schopenhauer, a pesar de que la crítica se ha centrado frecuentemente en los elementos menos importantes de su filosofía, por ejemplo, su pesimismo o su ética.

La recepción de su filosofía quedó eclipsada al principio por la moda del idealismo absoluto de Hegel, que se adaptaba muy bien al nacionalismo, eurocentrismo e imperialismo de los estados europeos del siglo XIX. Ello despechó y amargó a Schopenhauer, que tiene del hegelianismo una opinión nada complaciente, tal como se infiere de los siguientes comentarios del libro La cuádruple raíz del principio de razón suficiente (en lo sucesivo, Cuádruple):

“Aristóteles jamás oyó hablar del argumento ontológico; pero, hundiendo su mirada en la noche de los oscuros tiempos que habían de seguirle, divisó esa traza escolástica, y deseando atajarla en su camino demostró concienzudamente en el capítulo 7 del libro II de los Analytica Posteriora que la definición de una cosa y la prueba de su existencia son dos materias distintas y que nunca deben confundirse, pues por la primera de ellas sabemos lo que se menciona, y por la otra que esta cosa existe” (…) Pero que otro individuo tan absolutamente desdichado como Hegel, cuya filosofastrería toda es una monstruosa amplificación del argumento ontológico, haya querido defender éste contra la crítica de Kant, es una alianza de la que se avergonzaría el mismo argumento ontológico, si fuese capaz de tener vergüenza”.

“¿Qué han hecho por su antiguo amigo el asendereado argumento cosmológico, hoy ya postrado en tierra? —¡Oh! Han inventado una linda treta: «Amigo», le han dicho, «mal te va, muy mal, desde tu funesto encuentro con el viejo tozudo de Koenisberg [Kant] (…) Mas no te apures, que nosotros no te abandonamos (ya sabes que para eso nos pagan). Pero, —no hay más remedio —tienes que cambiar de nombre y de vestido, pues si te anunciamos por tu nombre todos se nos irán (…) Ante todo, tu objeto llevará desde ahora el nombre de «lo Absoluto», que suena de una manera peregrina, conveniente y señorial, —y mejor que nadie sabemos nosotros todo lo que puede hacerse entre los alemanes afectando aires de superioridad (…) «Lo Absoluto», gritas tú (y nosotros contigo), «esto es lo que debe existir, ¡voto al diablo!, pues sin ello nada sería» (entonces das un golpe en la mesa). Pero ¿de dónde viene eso? «¡Pregunta necia! ¿No he dicho que es lo Absoluto?» —Bien va, por vida nuestra, bien va. Los alemanes están acostumbrados a aceptar palabras en lugar de conceptos: para eso les educamos desde la juventud, —y si no, mira las doctrinas de Hegel (…) Si te invadiese el desaliento, no debes sino pensar en una cosa: que estamos en Alemania, donde se ha hecho lo que no se hubiera podido hacer en otra parte, esto es, proclamar gran ingenio y profundo pensador a un filosofastro romo, ignorante, forjador de desatinos, que ha desorganizado los cerebros desde su raíz y para siempre”.

“Los franceses e ingleses asignan a la palabra idee o idea un sentido muy trivial, pero en extremo determinado y claro. Al contrario, cuando se habla a un alemán de ideas {Ideen) (sobre todo si se pronuncia «Uedahen»  le empieza a dar vueltas la cabeza, le abandona todo discernimiento, y le parece como si tuviera que ascender en un globo. Cosa aprovechable por nuestros adeptos de la intuición racional; por eso el más descarado de todos, el conocido charlatán Hegel, ha llamado sin más Idea a su principio del mundo y de todas las cosas —con lo cual todos se figuran que poseen de verdad algo—. Pero si no se deja uno desconcertar, sino que pregunta qué son las ideas, cuya facultad es la razón, se obtiene ordinariamente a guisa de explicación una pomposa, hueca y confusa palabrería, en períodos embrollados de una largura tal, que el lector, si no se ha dormido ya a la mitad de ellos, al final se encuentra más en estado de aturdimiento que como se está después de haber recibido una enseñanza, o bien cae en la sospecha de que debe de tratarse de algo muy semejante a las quimeras. Si exige entretanto aprender a conocer especialmente tales ideas, se le servirán de todas clases: unas veces, los temas mayores de la escolástica, lo que desgraciadamente Kant mismo (…) lo hace para presentarlas como algo indemostrable y teóricamente no justificado; a saber, la representación de Dios, la representación de un alma inmortal, y la representación de un mundo real objetivamente existente y del orden que reina en él; —o también se citan solamente como variación, Dios, libertad e inmortalidad; otras veces se le servirá el Absoluto, que ya hemos aprendido arriba a conocer como el argumento cosmológico obligado a viajar por necesidad de incógnito; a veces también lo infinito, en oposición a lo finito, porque generalmente el lector alemán se contenta con esta palabrería, y no advierte que a la postre nada claro pueda pensar con ello, como no sea «que tiene fin» y que «no tiene fin». Preferidas son además, como supuestas ideas, sobre todo del público sentimental y halladizo, «lo bueno, lo verdadero y lo bello», si bien éstos sólo son tres conceptos muy amplios y abstractos (…) Pero cuando se habla de estas tres pobres abstracciones de una manera misteriosa y solemne y elevando las cejas hasta la peluca, pueden los jóvenes fácilmente figurarse que algo portentoso se oculta detrás, del todo excepcional e inefable, por lo que merecen el nombre de ideas, y son colgadas al carro triunfal de esa supuesta razón metafísica (…) Es verdad que para esto último fue necesaria la audacia de un descarado emborronador de absurdos como Hegel.” Sin repetirlos explícitamente, pero el filósofo Karl Popper estaba de acuerdo con los epítetos que Schopenhauer dedicaba a la filosofía hegeliana.

 

El mundo como representación

Así comienza la principal obra de Schopenhauer (1987): “El mundo es mi representación: esta verdad es aplicable a todo ser que vive y conoce, aunque sólo al hombre le sea posible tener conciencia de ella; llegar a conocerla es poseer el sentido filosófico. Cuando llega a esa conciencia, el hombre sabe con clara certidumbre que no conoce un sol ni una tierra, y sí únicamente un ojo que ve el sol y una mano que siente el contacto de la tierra; que el mundo que le rodea no existe más que como representación, esto es, en relación con otro ser: aquel que le percibe, o sea, él mismo”. Para Schopenhauer no hay verdad más clara que ésta: “todo lo que existe para el conocimiento, es decir, el mundo entero, no es más que el objeto en relación con el sujeto, la percepción para el espíritu que percibe; en una palabra: representación (…) Todo lo que el mundo incluye o puede incluir se haya inevitablemente dependiente del sujeto y sólo existe para el sujeto”.

Ninguno de nosotros puede salir de sí y ver las cosas como son “en sí mismas”, tal como argumentaron Descartes, Berkeley o Kant (véase La evolución de la filosofía en la era de la Revolución Científica; La negación empirista del racionalismo: Locke, Berkeley y Hume; La síntesis Kantiana entre racionalismo y empirismo). Y además, lo afirmaron desde muy antiguo otras culturas filosóficas tal como la Vedanta en India. El objeto de la representación está condicionado por las formas a priori del espacio y del tiempo, mediante las cuales se da la pluralidad. En cambio, el sujeto está fuera del espacio y del tiempo, se halla completo e indiviso en cada ser capaz de representación, y “uno solo de estos seres, junto con el objeto, es suficiente para constituir el mundo como representación con la misma completitud que millones de seres existentes; en cambio, el desaparecer de este único sujeto llevaría consigo la desaparición del mundo en cuanto representación”. Tanto el materialismo como el idealismo estarían equivocados. El mundo tal como se nos aparece en su inmediatez es un conjunto de representaciones  condicionadas por las formas a priori de la conciencia, que para Schopenhauer son: el tiempo, el espacio y la causalidad.

Las doce categorías kantianas a priori con las que el intelecto genera conceptos son reducibles esencialmente, según Schopenhauer, a una sola: la causalidad o principio de razón suficiente, en sus cuatro formas básicas, según el objeto al que se aplica:

(i) Sobre representaciones sensibles (principio de razón suficiente del devenir). La necesidad física: Nos dice que todo devenir sensible tiene una causa, y que, apareciendo la causa, no puede faltar el efecto.

(ii) Sobre representaciones abstractas o conceptos (principio de razón suficiente del conocer). La necesidad lógica, o razón del conocer, nos dice que, dadas válidamente premisas que tomamos por ciertas, hay una conclusión que no se contradice con las premisas.

(iii) Sobre las intuiciones a priori de espacio y tiempo (principio de razón suficiente del ser). La necesidad matemática, o razón del ser, en virtud de la cual toda relación expresada por un teorema geométrico verdadero es tal como ese teorema lo enuncia, y todo cálculo justo es irrefutable.

(iv) Sobre el sujeto de la volición (principio de razón suficiente del actuar). La necesidad moral, en virtud de la cual “todo hombre, y también todo animal, tras la aparición de un motivo, tiene que ejecutar la acción que únicamente es conforme al carácter innato e inmutable de ese hombre o animal, y esto de un modo tan indefectible como cualquier otro efecto sigue a su causa; si bien esta acción no es tan fácil de predecir como cualquier otra [de la naturaleza inanimada], por la dificultad para el sondeo y perfecta comprensión del carácter empírico individual y de la esfera de conocimiento que le ha sido asignada” (Cuádruple Raiz).

Un hombre con un carácter y una experiencia determinadas  actúa siguiendo motivaciones, con la misma obligatoriedad que un objeto natural obedece a su causa, aunque esta última es sin duda más simple que las primeras.

La materia como tal no es más que causalidad. La sucesión es la esencia del tiempo.  Todos los fenómenos y estados imaginables podrían coexistir unos con otros en el espacio infinito sin estorbarse y sucederse en el tiempo sin enlace unos con otros; pero entonces, siendo la causalidad la esencia de la materia, ésta no existiría. Esa hiper-sensibilidad a lo causal nos permite (y obliga) a ver infinidad de objetos materiales por todos sitios, pero a la vez (utilizando el lenguaje de la ciencia actual) nos impide ver “seres bosónicos”, como las múltiples formas agregadas en que podrían presentarse los fotones luminosos entre ellos y nuestras propias células individuales, o entre ellos y las partículas con las que interaccionan.

Hay representaciones intuitivas, esto es, inmediatas, sensuales e intelectuales, que constituyen la base de la ciencia, y hay también conceptos, que son representaciones de representaciones.

La ciencia es la sistematización de todas las representaciones de los sujetos, y por tanto, no puede pretender hablar de las “cosas en sí” sino de las cosas tal como son percibidas. El principio de razón constituye a los objetos científicos tal como pueden ser percibidos por un sujeto humano. Pero no puede ser aplicado al sujeto. Si decimos que la causa de una representación concreta o de la conciencia es el cerebro humano, tenemos que añadir también que “puede, pero ese supuesto cerebro humano es una representación más”. Y el gran universo de los objetos no puede existir sin sujetos.

El mundo como Voluntad

En su ensayo De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, Schopenhauer demuestra que hay cuatro clases de causalidad, razón suficiente o necesidad: a) la necesidad física, o causalidad propiamente dicha; b) la necesidad lógica, o relación de postulados a conclusión, si queremos evitar la afirmación de una cosa y su contraria; c) la necesidad matemática,   o formas compulsivas (a-priori) como se ordenan las sensaciones en el espacio y el tiempo;  d) la necesidad del obrar, que nos dice que para cualquier obrar humano debe haber una motivación. En esa misma obra, niega cualquier relación entre la primera y la cuarta razón suficiente, esto es, entre la causalidad física y la necesidad que se manifiesta tras una motivación, a pesar de la confusión de muchos filósofos sobre este tema, que les lleva a paralogismos como las tres clases de “pruebas de la existencia de Dios”, entre otros.

Un ejemplo de esto: incluso cuando se dan todas las condiciones necesarias para que dos sustancias interaccionen y se produzca una atracción y una reacción química entre las dos, la necesidad de la existencia de esa fuerza de atracción o de esa afinidad química o electromagnética entre ambas sustancias no queda explicada por la conjunción de todas las condiciones suficientes (o causa) de la reacción. Las fuerzas que operan en el mundo, y más aun las que mueven a los humanos, podrían muy bien ser diferentes o no existir, y la causa que provoca que a veces operen no explica su existencia. Las sustancias químicas, los vegetales, los humanos, “hacen” algo cuando una serie de causas les obligan a interaccionar o a cambiar de estado. Ese hacer, obrar o actuar es una especie de pulsión que se activa de alguna manera cuando se dan las causas suficientes. Y los seres humanos tenemos el privilegio de poder ver tanto desde fuera como desde dentro cómo ocurre ese “hacer” de los entes, pues estamos dotados de un cuerpo.

Kant concebía las estructuras a-priori del sujeto un tanto abstractamente, mientras que Schopenhauer las concibe asociadas a lo que con los sentidos percibimos como el “cuerpo” del sujeto. Esta corporización de los a-priori nos proporciona información adicional importante, pues el sujeto actúa (aplica el principio de razón suficiente del obrar) pero a la vez percibe lo que hace su propio cuerpo (como objeto físico dentro del mundo de representaciones) mientras él actúa. Esto proporciona información muy valiosa:

“En toda decisión percibida en los demás o en nosotros nos tenemos por autorizados para preguntar: ¿Por qué?, esto es, presuponemos como necesario que les haya precedido algo de lo cual es consecuencia, y a lo cual llamamos la razón, y más exactamente, el motivo del acto que resulta. Sin motivo, el acto sería tan impensable para nosotros como el movimiento de un cuerpo inanimado que se llevase a cabo sin impulsión o sin tracción. Según esto, el motivo pertenece a las causas, y ya ha sido enumerado y caracterizado entre éstas como la tercera forma de la causalidad, § 20. Pero la causalidad toda es sólo la forma del principio de razón en la primera clase de objetos, o sea en el mundo corpóreo dado a la intuición externa. Allí ella es el lazo de las mutaciones entre sí, en cuanto la causa es la condición de origen exterior de todo proceso.

Al contrario, el interior de dicho proceso queda secreto para nosotros: pues estamos siempre fuera de él. Vemos bien que esta causa produce ese efecto con necesidad; pero no experimentamos cómo propiamente puede hacerlo, qué sucede allá en el interior. Así vemos los efectos mecánicos, físicos, químicos, como también los originados por los excitantes, resultar cada vez de sus respectivas causas, pero sin que nunca podamos por esta vía entender de parte a parte el proceso, sino que lo principal de éste sigue siendo para nosotros un misterio: le atribuimos unas veces a las propiedades de los cuerpos, a las fuerzas naturales, también a la fuerza vital, pero todas estas cosas no son más que qualitates ocultae. Tampoco estaríamos en mejor postura para entender el movimiento y las acciones de los animales y de los hombres, y las habríamos visto también surgir de una manera inexplicable de sus causas (motivos), si para nosotros no estuviese abierta la visión profunda del interior de este proceso: sabemos, en efecto, por la experiencia interior hecha en nosotros mismos, que dicho proceso es un acto de la voluntad, el cual es provocado por el motivo, que consiste en una mera representación. La influencia del motivo no nos es conocida únicamente como la de todas las otras causas por fuera y por tanto sólo mediatamente, sino al mismo tiempo desde dentro, de un modo del todo inmediato, y por consiguiente, de acuerdo con su total modo de acción (…) Aquí estamos, por así decir, entre bastidores, y descubrimos el secreto de cómo, de acuerdo con su más íntima esencia, la causa produce el efecto: pues aquí conocemos por una vía completamente diferente; por tanto, de una manera enteramente diversa. Y de aquí se colige esta importante proposición: la motivación es la causalidad vista por dentro. Ésta se nos presenta aquí de una manera completamente distinta, en otro medio distinto, para otro modo de conocer absolutamente diverso: por eso es menester exhibirla como una forma especial y peculiar de nuestro principio, que aparece como principio de razón suficiente del obrar, o más breve, como ley de la motivación” (Schopenhauer, La cuádruple raíz del principio de acción suficiente).

Dice Schopenhauer (Cuádruple raíz): “la misión del entendimiento consiste en la aprehensión inmediata de las relaciones de causalidad; primero, entre nuestro propio cuerpo y los demás, de donde procede la intuición objetiva; luego, de las relaciones entre estos cuerpos intuidos objetivamente, donde la relación de causalidad aparece como causa, como excitante o como motivo (según el grado de sensibilidad del ser)”.

La motivación es meramente la causalidad que obra por medio del conocimiento (…) El intelecto (…) puede contrapesar los motivos que se excluyen entre sí, esto es, puede ensayar el poder que tienen sobre su voluntad; después de lo cual el motivo más fuerte le determina y su acción resulta con exactamente la misma necesidad con que el rodar de la bola resulta de haber sido impulsada”. Hay pues un(os) motivos observables externamente que, vistos internamente, son percibidos como motivaciones. “yo sostengo: entre el acto de la voluntad y la acción del cuerpo no hay ninguna conexión causal, sino que entrambas son inmediatamente una y la misma cosa, que es percibida doblemente: una vez en la conciencia de uno mismo, o sentido íntimo, como acto de la voluntad, y al mismo tiempo en la intuición exterior y espacial del cerebro, como acción del cuerpo” (Cuádruple Raiz). Y como resume en Mundo (XVIII): “La voluntad es el conocimiento a priori del cuerpo, y el cuerpo, el conocimiento a posteriori de la voluntad”.

El cuerpo no es sólo representación (con sentidos externos e internos) sino también otra cosa, es algo en sí o independiente de toda representación: voluntad. Y este conocimiento inmediato de la esencia en sí del cuerpo propio nos proporciona, según Schopenhauer, un conocimiento de la esencia, modo de obrar y ser afectados, de todos los demás objetos reales (Mundo, XIX). Porque, ante esa experiencia dual, sólo tenemos dos opciones: (i) el solipsismo, pensar que sólo mi cuerpo es representación y voluntad a la vez, mientras que los demás objetos son sólo representaciones; o (ii) pensar que todos los objetos además de mi cuerpo son análogos a mi cuerpo en su manera de obrar y ser afectados, es decir, son voluntad y representación a la vez. Schopenhauer considera la opción solipsista como irrefutable, pero como inútil práctica y filosóficamente: “un fortín de frontera, que no puede tomarse, pero cuya guarnición no puede salir tampoco, por lo cual podemos pasar junto a él y dejarlo a la espalda sin el menor peligro”, y se queda con la segunda como explicación más verosímil y útil.

Además, “las partes del cuerpo responden a los apetitos fundamentales por los cuales la voluntad se manifiesta y deben ser la expresión visible de los mismos: dientes, esófago y canal intestinal son el hambre objetivada; las partes genitales, el instinto sexual objetivado; las manos que asen, los rápidos pies, corresponden al esfuerzo ya menos inmediato de voluntad que representan” (…) “Y no sólo reconocerá esta propia esencia, la voluntad, en los fenómenos semejantes al suyo, como los demás hombres y los animales, sino que una reflexión sostenida le convencerá de que la fuerza que palpita en las plantas y los vegetales y aun la que da cohesión al cristal, la que hace girar a la aguja magnética hacia el polo Norte, aquella que brota al contacto de metales heterogéneos, la pesantez (…) todas estas cosas (…) son aquello mismo que él conoce inmediatamente de modo tan íntimo y superior a todo lo demás, por muy claro que aparezca, y se llama voluntad (…) Sólo la voluntad es cosa en sí (…) Es aquello de lo cual toda representación, todo objeto, la apariencia, la visibilidad, es objetivación. Es lo más íntimo, el núcleo de todo lo individual, como también del universo; aparece en cada una de las fuerzas ciegas de la naturaleza, en la conducta reflexiva del hombre”.

En la misma línea de Schopenhauer, hoy podríamos decir que el que un electrón, al encontrarse con un fotón, lo absorba y cambie de estado, o bien lo deje pasar y permanezca en su estado previo, pueden considerarse manifestaciones de la voluntad que, en el caso de las partículas fermiónicas (como el electrón o el protón), se manifestaría como una especie de pulsión de interacción con otras partículas.

Los motivos exteriores producen un efecto que es percibido internamente como un acto de voluntad, o un impulso, una pulsión, un impetus, un instinto, un reflejo. Sólo esa pulsión es cosa en sí. Aunque como subraya Clement Rosset, no por percibida intuitivamente (desde dentro) nos resulta más transparente. Porque en cuanto queremos pensar en qué consiste esa pulsión lo hacemos mediante un concepto, esto es, una representación. Así, describimos esas motivaciones usando distintas clases o conceptos: acto de voluntad, impulso, pulsión, ímpetus, instinto, reflejo, o fuerza de la naturaleza.  Schopenhauer describe a veces la Voluntad como la suma de todas las fuerzas exteriores e interiores, lo cual no deja de ser otro concepto genérico. Pero esas fuerzas según él, nos son desconocidas y son incognoscibles, en el sentido de que nunca podremos encontrar su razón de ser o de actuar, pues nuestro conocimiento causal es siempre sobre causas físicas, dentro del mundo de las representaciones externas.

¿Por qué hay fuerzas entre objetos físicos? ¿Por qué existen estos seres y no otros?; ¿por qué estos seres tienen inclinaciones? Hay una “ausencia de necesidad en el instinto” (por ejemplo, el instinto sexual) según Rosset (Escritos sobre Schopenhauer, Cap. II), una “falta de necesidad en la necesidad” que impone la Voluntad. Ésta es ciega, inmotivada, caprichosa, irracional. Constituye una eterna insatisfacción, en todos los reinos, mineral, vegetal, animal y humano; y se manifiesta en esa lucha sin fin entre los animales por sobrevivir individualmente, reproducirse, dominar el espacio, devorarse unos a otros, eternamente. Paralelo a esto, para Schopenhauer, el mundo es perfecto en sus detalles, pero absurdo en su conjunto, justo lo opuesto a la visión de Leibnitz (Rosset, Op. Cit., Cap. II). Organización minuciosa de las inclinaciones, por ejemplo, pero ausencia de finalidad. También, ausencia de devenir: La historia, por ejemplo, es “una eterna repetición del mismo drama”. Por más detalladamente que la ciencia describe cómo unos estados de la materia derivan de otros, ello no cambia lo más mínimo el hecho filosófico asombroso de que hay una ausencia de necesidad en todas esas pulsiones o fuerzas universales que se manifiestan como partículas o como seres en interacción, colisión y lucha. Que los seres existan sin necesidad ya es extraño e inquietante; que por añadidura, la existencia de muchos de ellos sea dolorosa y miserable, acentúa la ausencia de su razón de ser. Pero como subraya Rosset, lo primero (lo irracional de la cosa-en-sí) es más fundamental que lo segundo (el pesimismo) en la filosofía de Schopenhauer.

 

Algunas consecuencias para la ética y el arte de vivir

El mundo, como fenómeno, es representación; pero en su esencia (como cosa en sí) es voluntad ciega e irrefrenable, perennemente insatisfecha, que se desgarra entre fuerzas contradictorias. La Voluntad “nunca sabe lo que quiere”: “no quiere la causalidad, puesto que no hay necesidad; no quiere las inclinaciones, puesto que no hay finalidad; no quiere el tiempo, puesto que no hay cambio” (Rosset, Op. Cit., Cap. II). “El hombre siempre tiene un objetivo y unos motivos que regulan sus acciones; siempre puede dar cuenta de su conducta en cada caso. Pero pregúntesele por qué quiere, o por qué quiere existir, de un modo general; no sabrá qué responder (…) la voluntad, lo que quiere en general, no lo sabe jamás”. En tanto absurda, Schopenhauer considera “mala” a la Voluntad, y esta conclusión es un punto débil de su filosofía, pues es una consecuencia bastante arbitraria, como Nietsche se encargó de criticar. Lo absurdo no tiene por qué ser vivido necesariamente como malo. Sin embargo, tal como interpreta Rosset (2005), Schopenhauer está diciéndonos que lo absurdo de la Voluntad se hace especialmente sangrante cuando, además, viene acompañado por un sufrimiento, una sordidez y una falta de alegría continuos.

Este sufrimiento deriva últimamente de que la Voluntad es una tensión continuada, una privación, un descontento con el propio estado hasta que no se vea satisfecho algún impulso. Pero cuando el impulso es satisfecho, el placer dura sólo un instante y cede su lugar invariablemente al tedio o a una nueva insatisfacción, un nuevo tender y una nueva tensión. El tender se ve siempre obstaculizado, está siempre en lucha, y por tanto es un sufrir permanente y sin final. El dolor y el tedio es por tanto la situación natural («positiva») de los seres sintientes, mientras que el placer o la satisfacción son «negativas», una negación momentánea y efímera del dolor que transita hacia la situación natural de dolor o tedio, impuesta por la Voluntad. Esta es la esencia de la naturaleza inconsciente del bruto y del hombre: una sed inextinguible acompañada de dolor y tedio.

Los momentos en que la pulsión sexual se apoderan del individuo y aniquilan el control que el individuo tiene habitualmente sobre su conducta, ilustran que a veces la motivación que dispara la manifestación concreta de la Voluntad no es siquiera consciente. El deseo se presenta a la conciencia como una necesidad sin causa aparente, que le esclaviza a uno, lo avergüenza, le hace perseguir violentamente una especie de quimera deslumbrante que, en cuanto se posee, se desvanece como si no hubiera existido nunca.

La naturaleza más íntima y esencial del hombre había sido definida por todos los filósofos anteriores a Schopenhauer como la de un ser que piensa o la de un ser que conoce, mientras que éste la define como la de un ser que quiere. Considera como superficial y como “máscara” cualquier pensamiento que quiera sustentarse sólo sobre la coherencia lógica y la “objetividad”: “Todo lo que se produce por el médium de la representación, es decir, del intelecto –aunque éste se desarrolle hasta la razón-, no es más que una broma comparado con lo que emana directamente de la voluntad” (Ciencia de la Naturaleza, citado por Rosset). La filosofía de la voluntad inaugura pues, como dice Rosset, la era de la sospecha, que busca lo que subyace debajo de la expresión, y la descubre en el inconsciente. Lo importante no está en la expresión de las ideas, sino en su procedencia. “Filosofar hasta cierto punto y no más es un término medio que constituye el carácter fundamental del racionalismo”, escribe Schopenhauer. Y añade Rosset: “Hasta cierto punto y no más, puesto que el racionalismo se atiene a la palabra, y jamás accede al problema del origen”. Nietzsche reconoció que el principal descubrimiento de Schopenhauer fue haber destronado al racionalismo como esencia del hombre. Gracias a Schopenhauer sabemos hoy que la comprensión no es posible sin emoción; que es la vida de los hombres la que determina su conciencia, y no al revés; que lo preconsciente y lo inconsciente son más ricos que la propia inteligencia. Efectivamente, mientras que en Kant la voluntad humana es el dominio de la cosa en sí, que para él es incognoscible, para Schopenhauer es el dominio del inconsciente, en el sentido en que lo entenderán luego Nietsche y Freud. Mientras que Fichte, Schelling y Hegel critican y modifican la teoría kantiana coincidiendo sin embargo con Kant en la primacía de la inteligencia sobre los instintos, Schopenhauer privilegia, por primera vez, las fuerzas inconscientes sobre la representación consciente. En este sentido, como dice Rosset (2005, Cap. 2), se distancia de una tradición idealista que procede de Platón, e inaugura las filosofías de tipo genealógico que desarrollarán luego Nietsche, Freud y Marx. Lo que le faltó a Schopenhauer, pues no le interesaba, es ilustrar la forma como lo oculto sigue estando presente en lo manifiesto en las representaciones intelectuales ideológicas, morales y psicológicas, cosa que sí comenzaron a hacer los tres genealogistas citados. El problema, por ejemplo, de cómo una Voluntad única engendra la diversidad de los distintos caracteres humanos no fue abordado por Schopenhauer, como él mismo reconoce, y fue Nietzsche, y luego Freud, quienes lo abordaron. Ilustrar el irracionalismo absurdo general era para él más interesante que entrar en los detalles.

Para Schopenhauer, la historia y el progreso son procesos de cambio superficiales o superfluos acompañados de una repetición de lo esencial. “Carecen de eficacia ante lo que abruma de verdad: la insignificancia, la vejez, la muerte. La realidad evoluciona en superficie, no en profundidad” (Rosset 2005).

En cuanto a la muerte, no mata de forma definitiva, sino que sólo hace desaparecer en apariencia. Todo está en realidad vivo y muerto a la vez, por toda la eternidad. O, al menos, mientras haya un mundo y una manera humana de construir la realidad, podríamos decir. Todo se repite en seres análogos, lo único que desaparece es la apariencia fenoménica individualizada de tal o cual manifestación singular de la Voluntad. Esa hoja de árbol que cae en otoño haciendo espirales es la misma que vi el año pasado en la misma época y volveré a ver al siguiente; esa mosca que vuela alrededor del salón, verano tras verano, sigue siendo siempre la misma mosca; ese gato que se pasea y da los mismos saltos que su semejante, hace trescientos años. Y cita Rosset a Schopenhauer: “Ya sé, si fuera a afirmar en serio a alguien la absoluta identidad entre el gato que en este preciso momento está ocupado en jugar en el patio y el gato que, hace trescientos años, pegó los mismos saltos y dio los mismos paseos, me tomarían por loco; pero también sé que es mucho más insensato todavía creer en una diferencia absoluta y radical entre el gato de hoy y el de hace trescientos años”. Esta intuición de la Voluntad, que niega la radical individualidad de los entes, y que descubre que todo se repite, nos lleva a negar el carácter trágico de la muerte y a concebirla, más bien, como una tragicomedia.

La volición o voluntad psicológica humana, es para Schopenhauer el lugar de la servidumbre, no de la libertad como pretendía Kant. En su Ensayo sobre el libre arbitrio, dice “Puedo hacer lo que quiero: puedo, si quiero, dar a los pobres todo lo que poseo, y volverme pobre yo mismo, ¡si quiero!” Lo malo, sugiere Schopenhauer, es que “no quiere quien quiere”, ese querer no es orientable por el sujeto. Como dice Rosset (2005), “todo lo que puedo, sólo lo puedo realmente si lo quiero”, pero este querer no soy yo quien lo decide, lo ha decidido ya sin yo saberlo mi voluntad inconsciente, y sólo cuando elijo me doy cuenta de lo que quiero realmente.

La libertad no es más que la necesidad según la cual cada individuo se representa sus propias tendencias caracterológicas inconscientes. En el remordimiento, por ejemplo, el hombre analiza su pasado y cree con amargura que “habría podido actuar de otro modo”, cuando en realidad, dice Schopenhauer, hay una voz sorda que le susurra: “¡Deberías ser otro hombre!”. Del mismo modo, dice Rosset, cuando vacila en la conducta a seguir, el hombre cree tener delante suya a su disposición mil posibilidades; pero eso es sólo porque todavía no conoce al hombre que es, y no lo sabrá más que actuando.

Las únicas vías de liberación: el arte y la meditación

Cuando el hombre comprende que él mismo es sólo una Voluntad inconsciente, ciega e irrefrenable, comprende que su única escapatoria consiste en “dejar de querer” en cualquier forma que esto sea posible. Según Schopenhauer, la única escapatoria, la única libertad que nos sigue siendo posible, es la de la negación de la Voluntad a través de la mirada  artística o del desapego budista.

En efecto, en la experiencia estética el hombre no contempla en los objetos aquello por lo cual pueda serles útiles o perjudiciales. En tales situaciones, aniquila de algún modo los aspectos más imperativos de la voluntad, deja de ser un intelecto a su servicio, se transforma en puro ojo del mundo, se sumerge en el objeto y se olvida de sí mismo, de sus deseos, necesidades y frustraciones. Deja de focalizar la atención sobre lo que los objetos tengan de útil para mí (o sea, para la Voluntad) y captamos sólo las formas, modelos, principios organizativos o esencias de los objetos, lo que Platón llamaba Ideas.

Según Schopenhauer, el estado de felicidad que muchos asociamos a los recuerdos de nuestra infancia procede de que, debido al tiempo pasado, hemos olvidado en aquellas escenas las pulsiones y deseos concretos que arrastraban a nuestro obrar y sólo recordamos la contemplación pura del objeto. Sea ello acertado o no, la contemplación artística, nos permite recuperar en el presente aquella forma de mirar.

Clasificación de las artes

En cuanto a la clasificación de las artes que hace Schopenhauer, se apoya en su mayor o menor grado de “objetivación de la Voluntad”. La Voluntad objetivada está siempre en lucha consigo misma, es un permanente choque de fuerzas contrarias, y es ese conflicto el que expresan las ideas de cada arte. Así lucha, en la arquitectura, la resistencia de un material contra la gravedad; en la tragedia, la voluntad humana contra las fuerzas cósmicas. Estos diferentes campos de lucha tienen desigual interés, y por ello Schopenhauer distingue entre “grados inferiores” y “grados superiores” de objetivación o distancia que tengan de los intereses propios de la voluntad humana.

Taj-Mahal-Una-Historia-de-Amor

Taj Mahal, Agra, India (1632-1653)

La arquitectura tiene un destino utilitario, y por tanto está al servicio de la Voluntad, no del conocimiento puro, y además trabaja con fuerzas muy inorgánicas, sólo indirectamente relacionadas con la voluntad humana. Pero como arte, es una contemplación de la lucha entre la resistencia material, cohesión o dureza y la carga o gravedad; y cómo a veces tales fuerzas parecen estar en equilibrios imposibles.

La escultura representa y permite contemplar la naturaleza humana en lo que tiene de más general, generalidad que constituye su belleza. La escultura presenta la belleza común a los humanos, no su belleza individual. Presenta los rasgos más característicos de la especie humana en diferentes formas armoniosas, rasgos físicos que son cercanos a los intereses sexuales de la Voluntad.

El Beso-Rodin

El Beso, Rodin (1882)

La pintura expresa y permite contemplar los caracteres específicos, individuales, de la humanidad, “el carácter personal del espíritu (…) los estados del alma, las pasiones, las acciones y reacciones mutuas del conocimiento y de la voluntad, que únicamente el rostro y el gesto son capaces de reproducir”.

Velazquez

Autorretrato de Velázquez (1640)

La poesía expresa y permite contemplar el dominio del pensamiento humano, la forma como el hombre se representa tanto el mundo como sus propios sentimientos. Trata de despertar la contemplación de una Idea por medio de metáforas y conceptos.

Para Schopenhauer la tragedia es el más elevado de los géneros, después de la música. Representa y permite contemplar “el lado terrible de la vida, los dolores sin nombre, las angustias de la humanidad, el triunfo de los malos, el poder de un azar que parece burlarse de nosotros (…) la Voluntad que lucha consigo misma, con todo el espanto de semejante conflicto”. La excelencia trágica consiste en mostrar todo esto como una necesidad de la existencia, y no como la justa expiación de tal o cual crimen, ni como el resultado de circunstancias excepcionales (Rosset 2005). La idea que revela este arte es la perdición,  la voluntad humana en cuanto que es perdedora en medio de la Voluntad general. Esta contemplación provoca al final un sentimiento de rendición, de resignación, de abandono del querer, pero ello provoca, paradójicamente, un intenso placer, porque revela al hombre que puede, de algún modo “sobrevivir” a ese fracaso, y que su voluntad particular es menos esencial de lo que creía (Rosset, 2005).

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Manuel Domínguez Sánchez, “La Muerte de Seneca” (1871)

 

Schopenhauer apenas se interesa por la novela o la comedia. En el primer caso, porque introduce elementos meramente “interesantes” para la Voluntad; en el segundo caso, porque halaga la voluntad de vivir al mostrar su carácter inagotablemente cómico. A la comedia, Schopenhauer le reprocha que pinte como pasajeros sufrimientos que son esenciales y que al final de la obra haga que triunfen las esperanzas momentáneamente contrariadas. “Por eso  [la comedia] debe darse prisa en bajar el telón en el momento de la alegría general, para que no veamos la continuación” (El Mundo).

 

La música

La música no expresa las Ideas, objetivaciones de la Voluntad, y tiene un rango máximo y muy especial dentro de las artes, según Schopenhauer. La naturaleza de la música es bastante misteriosa y Schopenhauer sugiere que expresa la Voluntad misma, dado que influye directamente en el sentimiento, sin pasar por las formas conceptuales o sensibles. “la música no habla de las cosas, sino del bienestar y de la aflicción en estado puro (únicas realidades para la voluntad), y por eso se dirige al corazón, pues no tiene mucho que decirle directamente a la cabeza” . La música pues interactúa con los movimientos más subterráneos de la Voluntad.

Como comenta El Vuelo de la Lechuza, Richard Wagner se encontraba inmerso en 1854 en una vorágine creativa a la que, sin duda, contribuyó la lectura de las obras de Schopenhauer, «quien desde el primer momento le cautivó (si bien la admiración no fue en absoluto mutua). Aunque no sólo él caería bajo el poderoso influjo del pensador pesimista: otros célebres casos fueron los de Tolstói, Turguénev, Nietzsche, Mainländer, Zola, Maupassant, Proust, Thomas Hardy, Joseph Conrad, Thomas Mann, Cioran, Albert Caraco, Jorge Luis Borges o, en el mundo de la música, el propio Wagner, Arnold Schönberg, Piotr Tchaikovski o el mismísimo Mahler, quien incluso cita a Schopenhauer y de él asegura que había escrito las líneas más bellas y profundas jamás redactadas sobre la música».

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Órgano de la Catedral de Salamanca

En efecto, la música «hace visible sentimentalmente a su objeto, la voluntad, o lo que es lo mismo, no se contemplan ya formas inalterables o inmutables (las ideas), sino el querer mismo, aquello de lo que estamos constituidos, el carácter trémulo de nuestro deseo, que trasciende por entero y se hace independiente del mundo fenoménico y de la esfera de las ideas. Tal es así, aduce Schopenhauer, que se puede afirmar que el mundo es la música encarnada, y ésta, la voluntad en forma de música: las partituras ponen en juego el movimiento, el sempiterno temblor, de la voluntad en sus continuas querencias y aventuras, pues la música es distinta de las demás artes y “representa lo metafísico de todo lo físico del mundo, la cosa en sí de todo fenómeno» (…)

«Y es que “para la música sólo existen las pasiones, los movimientos de la voluntad. Al igual que Dios, sólo ve los corazones” (El Mundo II, Cap. 39). El resto de artes, en comparación con la música, sólo muestran sombras, no esencias. Únicamente la música y el lenguaje universal que pone en juego aciertan a expresar (ausdrücken) la esencia del mundo de manera adecuada. El conocimiento último de la realidad sólo puede venir dado por medio del sentimiento, nunca por medio de la abstracción, de la razón o el concepto, lo que acerca a Schopenhauer al movimiento romántico: “lo auténticamente opuesto al saber es el sentimiento” (MVR I, § 11). La música coincide con el mundo por cuanto supone la entera y más certera manifestación de su esencia; la música resulta ser, pues, una segunda realidad que expresa cada uno de los movimientos de la voluntad tal y como se dan en nuestra autoconsciencia. En una palabra: la música es el arte más verdadero, el arte del querer, que nos habla de lo que auténticamente somos, el arte metafísico por antonomasia. Tanto la música como el mundo esconden la misma raíz, la Voluntad.

Cualquier movimiento de nuestra voluntad individual causa en nuestro ánimo una conmoción, un sentimiento de aceptación o repudia. En correspondencia con el arte musical, al suponer éste una representación inmediata de lo en sí en tanto que nos informa de lo que de metafísico en el mundo, nos relata la historia más íntima de la propia voluntad revelando sus emociones más profundas e inconscientes, así como sus más oscuros movimientos, que sólo emergen a la consciencia de un sujeto a través de la escucha de la música». Hasta aquí el resumen de  El Vuelo de la Lechuza.

Los compositores preferidos de Schopenhauer eran Mozart, Rossini y Haydn, quienes, como Rosset subraya, destacan por su clasicismo y por el carácter afirmativo de su música. Por otra parte, Nietzsche comentaba en Más allá del bien y del mal: «Hay que recordar que Schopenhauer, aun siendo pesimista, disfrutaba tocando la flauta … cada día después de la comida: léase sobre este punto a su biógrafo. Y, de paso, me pregunto si un pesimista un negador de Dios y del universo, que (…) toca la flauta (…) ¿tiene derecho a llamarse verdaderamente pesimista?».

Tanto estos gustos musicales como el tratamiento teórico positivo que Schopenhauer da a la música son aparentemente contradictorios con su teoría de la negación de la voluntad de vivir. Por un lado, su filosofía «huye con horror de todas las manifestaciones particulares de la Voluntad, pero aplaude la visión de la esencia de esa misma voluntad» (Rosset). Podríamos contestar a esto que la música produce emociones, pero no siempre produce placer. Por ejemplo, a la mayoría de la gente, la música atonal le produce desagrado; y si la música no es siempre placentera, aquella contradicción se difumina bastante. La música se torna desagradable cuando parece contradecir algún tipo de expectativa que el cerebro se va formando, a medida que la oye, sobre lo que es esperable oír.

Podríamos especular con que el reconocimiento de lo esperado sería análogo a los mecanismos que el cerebro utiliza para construir deducciones o inducciones, a partir de lo que va percibiendo en el tiempo. Quizás el placer estaría relacionado con la contemplación de formas análogas (o al menos reconocibles) a las que la propia mente usa para crear asociaciones e inferencias, en el tiempo; y el desagrado, se relacionaría con la contradicción de las expectativas de inferencia de la propia mente, y la percepción de que otras mentes (la del compositor atonal, por ejemplo) crean pautas, las relacionan e infieren, de forma muy diferente a la propia voluntad particular.

Por otra parte, en la filosofía de Schopenhauer el dolor está asociado al intento de que la voluntad parcial asociada a tu propio cuerpo predomine sobre cualquier otra voluntad. Si, en la audición musical, tu actitud no es esa, sino meramente la de escuchar atentamente «lo que venga» (actitud que me recomendaba un gran amigo melómano para oir música medieval y música atonal), entonces el desagrado no tiene porque desencadenarse. En esta actitud desapegada, nos acercaríamos a la contemplación pura, que en las otras artes sería de las Ideas; en la música sería de las formas de inferir de las voluntades parciales; y en la meditación sería de cualquier objeto: las Ideas, las pautas en el tiempo, la propia mente, incluso la vacuidad. Con estas matizaciones, las emociones que despierta la música no estarían tan alejadas de las que despiertan las otras artes, la contemplación de la naturaleza o la meditación budista.

Lo sublime

El sentimiento de lo sublime está presente en la contemplación de las formas artísticas más acabadas, así como en muchos momentos de contemplación solitaria de la naturaleza. “Trasladémonos a una región solitaria; el horizonte se extiende indefinidamente (…) el silencio más profundo reina en toda la extensión; este paisaje despierta graves pensamientos, invita al olvido de la voluntad y de sus miserias (…) Pues como no ofrece a la voluntad, ávida siempre de desear y adquirir, objeto alguno favorable o desfavorable, no queda más que el estado de contemplación pura, y el que no sea capaz de elevarse a ella sólo sentirá vacío y aburrimiento. La aptitud para soportar y amar  la soledad es una medida de nuestro valor intelectual. El paraje descrito nos proporciona  un ejemplo de sublimidad en grado inferior, en cuanto en ella el estado de conocimiento puro, con su calma y suficiencia, evoca como contraste el recuerdo de una voluntad agitada y miserable (…)

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Este sentimiento de sublimidad se elevará aún a más alto grado (…) cuando se nos hace patente nuestra debilidad, nuestra impotencia contra una Naturaleza hostil, nuestra voluntad vencida de antemano en la lucha (…) mientras el sujeto puro del conocimiento, tranquilo e inconmovible, observa impávido (inconcerned) [como ante] una catarata que nos impide oir nuestra propia voz o a orillas del inmenso mar agitado por la tempestad, cuando montañas de olas que se elevan para derrumbarse chocan impetuosamente contra los acantilados (…) ruge el huracán (…) los truenos cubren el estruendo del mar y del viento. En estos momentos el espectador impávido reconoce con toda claridad la duplicidad de su conciencia: comprende, por una parte, que es individuo,  fenómeno contingente de voluntad, a quien el menor golpe de aquellas fuerzas podría destrozar, se siente desvalido ante la poderosa Naturaleza, dependiente, abandonado al acaso (…) pero al mismo tiempo se siente sujeto imperturbable e inmortal del conocimiento que como condición del objeto es el fundamento de todo este mundo” (El Mundo). Así, lo sublime nace de la contemplación de una fuerza incomparablemente superior al hombre y que podría aniquilarle, pero que a la vez es la representación del sujeto que la está contemplando.

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Lo opuesto a lo sublime sería lo lindo o seductor. Aquello que estimula la voluntad porque le concede una satisfacción inmediata: representaciones pictóricas de viandas que despiertan el apetito por su perfección, un desnudo en actitud tal que despierte directamente deseo sexual, u objetos que, por el contrario, seducen negativamente repugnando directamente a los instintos. Y entre lo sublime y lo seductor, se encontrarían todos los grados de la belleza.

La ascesis y la meditación

Un modo aún más radical de liberación es el debilitamiento de la voluntad de vivir mediante lo que Schopenhauer llama ascesis, y que ejemplifican los sabios indios y los santos ascetas del cristianismo. Un primer paso en esa dirección es la realización de la justicia, el reconocimiento de los demás como iguales en derechos, porque socava el egoísmo. Sin embargo, sigo considerando a los demás como diferentes a mí y por tanto no elimina el principium individuationis que sirve de base a mi egoísmo. El siguiente paso es la bondad, el amor desinteresado o compasión hacia seres que llevan “la misma cruz” que nosotros. “En contraposición con el principio moral kantiano, yo quisiera establecer la siguiente ley: no debes apreciar objetivamente a los hombres con los que entras en contacto según su valor y su dignidad, y por eso pasa por alto la maldad de su voluntad, la limitación de su intelecto y de su razón. La primera podría con facilidad provocar tu odio, y la segunda, tu desprecio. Que tus ojos no vean en ellos más que sus dolores, sus miserias, sus angustias, su padecer; sentirás entonces la afinidad que te emparenta con ellos, experimentarás simpatía por ellos (…) y aquella piedad que es el único ágape al que nos llama el Evangelio”.

Sin embargo, el compadecer, sigue siendo un padecer, y el paso definitivo para liberarse de la voluntad de vivir es la ascesis, para la cual sirven de ayuda la libre castidad, la pobreza voluntaria, la resignación, el sacrificio y la meditación enseñada por Buda, sabio de quien Schopenhauer tenía siempre una escultura en su cuarto.

Golden sunset light caresses a wooden buddha statue in Chennai, India.

Rosset critica a Schopenhauer por no haberse percatado de que, de acuerdo con su propia teoría, una estética contemplativa o un ideal ascético no pueden sino estar también gobernados por las exigencias de la Voluntad. Sin embargo, Rosset no tiene en cuenta la posibilidad que tiene todo humano de obrar de forma inmotivada en momentos impredecibles, momentos en que nadie puede observar ningún motivo de los que habitualmente afectaban a su carácter. Meditadores indios tales como Krishnamurti, u otros de las escuelas budista y taoísta, entrenan disciplinadamente para que esos espacios de libertad se abran cada vez más frecuentemente. El que la meditación funcione en ese sentido quizás se deba a que elimina o de-construye los mecanismos que construyen los motivos. Mecanismos tales como la aparición automática de conceptos abstractos cada vez que se da una determinada experiencia. Krishnamurti, por ejemplo, frecuentemente nos señala lo arbitraria que es la categorización y etiquetación que hacemos continuamente de nuestras experiencias. Tanto la meditación como la contemplación artística podrían estar rompiendo los mecanismos automáticos que construyen las motivaciones. Y sin éstas, la Voluntad no puede actuar concretamente, no puede concretarse en respuestas necesarias, quedando momentáneamente en suspenso.

 

Referencias

Reale G. y Antiseri D., Historia del Pensamiento Filosófico y Científico, III: Del Romanticismo hasta hoy. Herder, Barcelona 1988.

Rosset C. Escritos sobre Schopenhauer. Ed. Pre-Textos, Valencia, 2005.

Schopenhauer A. De la Cuádruple Raíz del Principio de Razón Suficiente. Ed. Gredos, Madrid, 1998.

Schopenhauer A. El Mundo Como Voluntad y Representación. Editorial Porrúa, México, 1987.