El alma de los occidentales está en una tensión permanente entre una forma de mirar las cosas que podemos llamar racional y una perspectiva que nos enseñaron los románticos. Ambas perspectivas están en tensión, pues son cualitativamente distintas, y tomar la actitud necesaria para una de ellas todo el tiempo implica hacer imposible la otra. Por ello, tal como afirmaba Charles Taylor, muchos hombres modernos que reconocen ambas capacidades como valiosas están constitucionalmente en tensión, y esa tensión entre dos modos de conocer es una parte esencial de nuestra cultura y de nuestro imaginario.
A continuación, incluyo el contenido de un artículo que publiqué en la revista Arbor sobre este tema, que me parece clarificador.
Tensión en el sistema de metáforas epistemológicas de la cultura contemporánea
Antonio García-Olivares
Revista Arbor 621, 1997. Pagina 25 – 45.
Resumen
En este trabajo tratamos de analizar de una manera unificada, a medio camino entre un análisis filosófico y otro sociológico, varias de las líneas de evolución del pensamiento contemporáneo que en general suelen ser analizadas como autónomas. En particular, la articulación social de los sistemas de metáforas epistemológicas denominados racionalista y romántico respectivamente, resulta clave a la hora de entender la tensión, no sólo ética como Charles Taylor se ha encargado de demostrar, sino también epistemológica de la cultura occidental contemporánea. Permite también identificar las líneas de continuidad y de ruptura de los distintos desarrollos filosóficos contemporáneos en relación con su herencia cultural y su contexto social.
Introducción
Gran parte de la antropología de este siglo, como gran parte de la sociología, la filosofía y el arte, serían incomprensibles sin el racionalismo socrático e ilustrado y sin la revolución romántica y modernista, formas principales en las que las relaciones y esperanzas que hemos elegido vivir expresan sus metáforas esenciales. La tensión entre ambos sistemas de metáforas está generando aún las principales líneas de evolución de nuestra capacidad creadora de mundos habitables.
Es conocida la descripción que hace Nietsche de los orígenes de la actitud racional en la Grecia de Sócrates y Eurípides [Nietsche, El Nacimiento de la tragedia]. Para el griego de tiempos de homero, el cuerpo estaba animado por una fuerza vital que salía del cuerpo cuando éste moría, sin embargo, este aliento vital era algo aparentemente no unificado por una pulsión principal. Era propio de los estados superiores de ánimo el estar como infundido de energía superior, a la que se daba procedencia divina (“Era Marte que me cegó”). La ética homérica exaltaba un estado de inspiración maníaca, que era también aquella en la que los poetas creaban.
El giro de la época de los sofistas consistió en la invención del alma [Escohotado 1975]. Para Platón, que articula filosóficamente ese concepto y actitud, el alma es la Idea de la vida en cuanto el viviente participa de ella, e incluye facultades racionales, facultades apetitivas y facultades pasionales. Pero la experiencia de estar constituidos por una pluralidad de lugares es una experiencia de error e imperfección. Por el contrario, hay una capacidad en el espíritu humano que es la de verse a sí como uno, a pesar de la multiplicidad de sus determinaciones y experiencias. Esta capacidad es interpretada por Platón como un signo de su afinidad en naturaleza con lo eterno y uno, que para él es superior a lo cambiante y efímero. Esta capacidad es la facultad racional del alma. Al igual que el cuerpo tiende a la salud, el alma tiende a un estado de orden donde la razón está en primer lugar. La razón es la capacidad de ver el Orden de las cosas.
La persona no-racional está en stasis (guerra civil) en su interior, con sus deseos en conflicto perpetuo, mientras que el racional es uno consigo mismo. El primero está angustiado, el segundo calmado. El primero es arrastrado desordenada e imprevisiblemente por sus deseos sin fin; el segundo no trata de saciarse con objetos finitos y cambiantes y por tanto es capaz de establecer objetivos realmente superiores y llevarlos a cabo sin dispersarse. Platón hace explícitos pues varios de los rasgos principales de lo que constituirá la actitud racional contemporánea: tomar una actitud desapasionada y distante frente a las cosas y actividades posibles y mantener la suficiente serenidad y autocontrol como para realizar hasta el final lo decidido. También explicita la actitud de temor que se debe tomar frente al caos y a la libertad pulsional del cuerpo.
Como enfatiza Taylor [Taylor 1989], la ética aristocrática-guerrera del noble aqueo valoraba la fuerza, el coraje, la capacidad de concebir y ejecutar grandes empresas, la vida orientada a la gloria y la fama. Estos valores son integrados en la filosofía de Platón, cuando éste introduce entre la razón y el deseo ese espíritu capaz de emprender y llevar a cabo (thumos), que está subordinado a la razón pero es un auxiliar de ella. Su modelo de alma está concebido a imagen de la estructura de clases básica que los propios griegos veían en sus polis: El liderazgo político, que controla la actividad de un cuerpo de guerreros, el cual garantiza la dominación e intercambio ordenado con un hinterland de agricultores. La descripción que hace Aristóteles de lo que es necesario para la ciudad (Política, 128) es elocuente en este sentido.
Lo que San Agustín añadirá a esta actitud es la idea de que no basta con entender cual es el Bien para perseguirlo. La voluntad puede ser débil frente a la naturaleza corporal, y puede ser perversa, prefiriendo el bien particular al universal. La única manera de luchar contra esto es volviéndose hacia la luz interior que se revela cuando nos serenamos y recogemos dentro de nosotros mismos y que sólo puede proceder de Dios. Esto le pone en el camino del cogitare (recolectar y ensamblar) los recuerdos innatos que le permitirán discernir el Orden general sin esa permanente desviación de las pasiones.
Fig. Racionalismo cartesiano
Tras el agustinianismo puritano y la nueva ciencia, el Orden Universal y teleológico de las Ideas empieza a ser visto como inverosímil a medida que el modelo dominante del Cosmos pasa a ser el de un sistema mecánico muerto y, por tanto, sin sentido en sí mismo. Para Descartes la Razón es más bien nuestra capacidad (dada por Dios) de dar un Orden significativo e indudable para nosotros y por tanto instrumental y funcional a ese Cosmos. Las cosas del mundo están ahí fuera, como en las teorías platónicas o aristotélicas, pero sus cualidades no son todas intrínsecas a ellas: algunas han sido asignadas por el observador racional, en sus representaciones, con el fin de que nuestro uso de ellas ofrezca certidumbre. Como la racionalidad es ahora una propiedad interna del pensar subjetivo (razón procedimental) podría conducirnos a conocimientos desviados o falsos, si un Dios no engañador no garantizara la correspondencia de ese orden interior con un orden universal, cuya existencia demuestra Descartes mediante el paralogismo de que una idea a priori como la de Dios debe tener una causa proporcional a ella. Sin embargo, lo más duradero de la propuesta de Descartes fue lo que éste compartió con el neo-estoicismo de su época: el ideal de un agente humano que tiene la habilidad de tomar una actitud distanciada hacia sus propiedades, deseos, inclinaciones, tendencias, hábitos de pensamiento y sentimiento, de modo que puedan ser trabajados a conveniencia, eliminando unos, fortaleciendo otros. Esta actitud, cuyos frutos más sorprendentes eran proporcionados por los victoriosos ejércitos permanentes de los primeros Estados absolutistas [García-Olivares, 1997], influyó en las técnicas disciplinares de muchas instituciones de la época, tal como ha sido investigado por Foucault.
La actitud cartesiana fue un precipitante para la que acabó siendo la ciencia institucionalizada, del conocimiento distinguible y claro en términos universales, que donde fue posible, constituyó la base para el control instrumental. Sin embargo, ya antes que él, un autor como Montaigne estaba proponiendo usar la introspección para el auto-descubrimiento. Su aspiración fue la de relajar la obligatoriedad de tales categorías y procedimientos “normales” y liberar al propio auto-entendimiento del peso de las interpretaciones universales, de modo que nuestra propia originalidad pueda aparecer a la vista y lo particular, fuente se belleza y de conocimiento, no pase desapercibido ante una atención centrada en exclusiva en lo general. Mientras Descartes invita a un radical distanciamiento de la experiencia ordinaria, Montaigne invita a un compromiso más profundo con nuestra particularidad.
La recuperación de la naturaleza como fuente del bien
El rechazo naturalista de la existencia de Dios, producto final de la crítica ilustrada a las instituciones y creencias del antiguo Régimen, tuvo como uno de sus efectos el cargar sobre el concepto de naturaleza muchas de las funciones desempeñadas por las antiguas metáforas teístas y deístas.
Charles Taylor ve a Hume explorando una posible respuesta a la pérdida de la visión providencialista del mundo. La actitud utilitarista era que si ya no podemos dar significado a nuestras actividades y logros cotidianos como partes de un diseño divino, debemos dejar de creer en su significado y ver el dominio natural simplemente como un instrumento a usar para maximizar la eficacia de nuestra búsqueda de la utilidad, porque siguiendo nuestros instintos de conservación y sensualistas, creamos familias, buscamos la procura existencial e intercambiamos, todo lo cual redunda en un Bien General. Sin embargo, Hume explora otra posibilidad: la de considerar nuestros logros cotidianos como significativos aún en un mundo no-providencial. El significado descansaría simplemente en el hecho de que son nuestros; de que los seres humanos no podemos sino, por nuestra propia constitución natural, otorgarles significado a nuestros actos, y que el camino de la sabiduría pasa por aceptar esta naturaleza nuestra. En otras palabras, si debemos rechazar a los dioses no es para convertirnos en distantes autodidactas sino para ser capaces de tomar nuestras vidas como son, sin miedos. En esto, Hume es más auténticamente Epicúreo de lo que decían ser los utilitaristas ilustrados. La liberación no lleva a una maravillosa, útil, optimizadora y lucrativa autoeducación de la propia alma, sino a “una especie de retorno al jardín casero, agradecida aceptación de un espacio limitado, con sus propias irregularidades e imperfecciones, pero dentro del cual algo puede florecer” [Taylor 1989, p. 346].
El paso del deísmo al naturalismo desequilibró el antiguo sistema de metáforas aún en otro sentido, como muy bien muestra Taylor: En el dualismo cartesiano por ejemplo, la idea dominante es la de la pureza de los seres pensantes y su radical heterogeneidad con respecto a la ciega e inerte naturaleza física, y la de su trascendental estatus superior. Sin embargo, en el naturalismo, la creencia de que los seres pensantes son parte de un vasto orden físico puede despertar una especie de temor reverencial, misterio e incluso compasión. El modelo dominante desde Diderot es el de que los pensamientos, sentimientos, aspiraciones morales, todos los vuelos intelectuales y espirituales de los logros humanos, surgen de las profundidades de un vasto universo físico que es, en la mayor parte de su inmedible extensión, sin vida, insensible en modo extremo a nuestros propósitos, y que sigue su curso por inexorable necesidad. “El respeto reverencial es despertado en parte por el tremendo poder de este mundo que nos empequeñece; pero también lo sentimos ante el extraordinario hecho de que de este vasto silencio ciego, el pensamiento, la visión, el habla, han podido evolucionar” [Taylor, p. 347].
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Este triple estremecimiento que acompaña a la conciencia del inmenso vacío que nos rodea, del poder misterioso de generación de la naturaleza, con la que estamos en relación de filiación, y de nuestra excepcionalidad radical, acompañarán al hombre naturalista y post-naturalista, y es claramente una fuerza creadora de nuevas metáforas, como se verá con los románticos.
Otro de los precursores del romanticismo, en lo que hace a su expresivismo es Juan Jacobo Rousseau. Contra Descartes, afirma que no somos transparentes a nuestro yo, y en particular, a los factores que mueven nuestra voluntad. Acusa a los ilustrados de haber abanderado una visión demasiado simplista tanto de la razón como de la voluntad humana. Simplificando un tanto su propuesta podríamos decir: el hombre no sólo busca el placer, también puede buscar la soberbia, y ésta no es la clase de cosa que desaparece con sólo aumentar la instrucción y la actitud racional. Es más: la Razón y su Verdad son el primer alimento de esa soberbia, y cuando la benevolencia está presente en nuestra personalidad, no suele ser nuestro interés (bien o mal entendido) la causa de dicha benevolencia. “La gente desapegada y guiada por la Razón abstracta suele ser mala”, viene a decir.
En su Emilio, Rousseau parece recuperar además ciertos modelos estoicos. La malevolencia surge de una orientación mala de la voluntad. Cuando se investiga el origen de esa orientación se descubre que deriva de haber centrado la atención en la apariencia y la opinión de los otros, en lugar de en nuestras auténticas necesidades de nuestra personalidad y sentimientos íntimos. Cuando uno se concentra en sí mismo y olvida “el qué dirán” descubre que sus necesidades son mucho más sencillas de lo que se suele decir y que es fácil estar contento tal como uno es. Es esta conciencia personal la que nos redime por encima de las bestias, no la actitud racional. Así, la antigua distinción agustiniana entre conciencia buena y conciencia depravada ha sido asociada con la distinción entre dependencia de uno mismo y dependencia de los otros, una perspectiva que tendrá gran influencia hasta nuestros días. La libertad subjetiva que institucionalizó la cultura de la reforma es propuesta ahora como fuente moral. Lo que añadirán los románticos a esto es solamente lo siguiente: la voz interior de mis sentimientos verdaderos define lo que es el bien. Rousseau no dio este paso: para él, la voz interior debe ser escuchada en tándem con el reconocimiento intelectual del orden objetivo de la providencia, como en Hutcheson.
El giro expresivista. El romanticismo
Contra el énfasis clásico en el racionalismo, la tradición y la armonía formal, los románticos afirmaron los derechos del sentimiento, lo individual y la imaginación.
Si consideramos a la naturaleza como un conjunto de fuerzas o de flujos que atraviesan y constituyen todo el mundo y que emergen en nuestros propios impulsos interiores, y si estos impulsos son una parte indispensable de nuestro acceso a esa fuerza, tal como proclamaron Montaigne, los neo-platónicos de Cambidge, Rousseau y Hume, escuchar a la voz de la naturaleza dentro de nuestros sentimientos se convierte en algo de gran importancia intelectual y moral. Esto conecta con otra idea cercana, que es el expresivismo: la encarnación de la naturaleza dentro de nosotros es también una forma de expresión.
Expresar algo es hacerlo manifiesto en un medio dado. Pero hacer manifiesto no implica que lo que es así revelado estuviera completamente formulado antes. Esto puede ser el caso algunas veces, pero no lo es en el caso de una obra de arte, o en el juego, o en la creación de una teoría, o de una nueva metáfora. En todos estos casos la expresión misma será parte de “lo que tengo que decir”, que estaba previamente sólo parcialmente formado, por lo que la distinción entre medio y mensaje es poco útil.
William Wordsworth, uno de los más grandes poetas románticos
Mientras en Aristóteles la naturaleza siempre muestra lo que ya tenía en potencia, en el modelo expresivista la expresión a la vez manifiesta y define. En este sentido, para los románticos, los hombres somos seres capaces de auto-articulación, idea que se prolongará hasta Heiddegger. Para el romántico cada individuo es diferente y original, y esa originalidad determina como él o ella debe de vivir. Se puede encontrar un antecedente de esta actitud en el concepto puritano de “vocación”, pero, primero, el romanticismo no considera al contenido de la vocación predefinido, sino siendo definido por el sujeto con su propia vida, y segundo, cada individuo es original e irrepetible, por lo que tiene cada uno su propia medida o forma de sentir y ver las cosas. La naturaleza que encarnamos nos impulsa a mostrarla, pero no sabemos qué estamos mostrando antes de haberlo hecho. Y tras hacerlo, la descripción conceptual de lo que hemos mostrado no agota nunca completamente lo creado, tal como se evidencia en las obras de arte. La persona, como el artista, hace de su vida su propia obra de arte. Una posible línea de desarrollo de esta idea es la idea de que nadie tiene derecho a decir a otro cómo debe comportarse, y debe de concentrarse en lo que considera que debe hacer él. Esta posibilidad se ha plasmado de hecho en la decadencia moderna de la valoración de la Moral y un paralelo aumento de la valoración del concepto de Ética.
Otra línea de desarrollo de la actitud expresivista es la que culmina en nuestro siglo con la generación de las flores de los años 60: Nuestros logros sensuales se interpretan como conteniendo una significación más alta que en el racionalismo y la buena vida se define como una perfecta fusión de lo sensual y lo espiritual. Como corolario, se considera que la benevolencia surge de modo natural de esta actitud.
Otra de las grandes aspiraciones heredadas de la era romántica es la de la reunificación con la naturaleza, superando de algún modo las divisiones entre razón y sensibilidad, entre cuerpo y mente y entre la gente entre sí, denunciadas por Schiller en su sexta carta estética. Esta aspiración es visible en las actuales controversias sobre política ecológica.
La revolución expresivista indujo un desarrollo prodigioso de la interioridad post-agustiniana, en su sentido auto-exploratorio. El agustinianismo racional de Descartes, la auto-exploración religiosa y moral de los puritanos y la actitud distanciada y (auto)manipuladora de Locke y el racionalismo posterior fueron también prácticas que constituyeron un dominio interior. Pero sólo con el expresivismo vemos aparecer un dominio interior que es concebido como teniendo profundidad insondable, esto es, que se prolonga, no se agota, más allá de nuestras expresiones más logradas.
Al final del s. XVIII esta característica se ha incorporado al sujeto moderno, que ya no se define sólo por su capacidad de control racional distanciado sino por esta nueva capacidad de auto-articulación expresiva también, capacidad que desde el romanticismo ha sido adscrita a la imaginación creativa. El subjetivismo es así más profundo, pero, como dice Taylor, las dos capacidades que lo constituyen están en tensión, pues son cualitativamente distintas, y tomar la actitud necesaria para una de ellas todo el tiempo implica hacer imposible la otra. Por ello muchos hombres modernos que reconocen ambas capacidades como valiosas están constitucionalmente en tensión [Taylor, p. 390].
Uno de los modos en que se plantea esta tensión es en el hecho de que para la actitud racionalista la verdad es un valor por encima de la libertad, mientras que para la actitud romántica la libertad es un valor por encima de la verdad. Para conseguir esto segundo, la Verdad es rebajada de su pedestal y se contempla como una perspectiva más entre otras, un modelo o metáfora útil de los muchos posibles, como se llegará a decir desde el marco del pragmatismo ya en nuestro siglo. A la vez que la Libertad deja de ser definida como potencial realización de la capacidad racional del hombre, o sea, realización de su “auténtica libertad” que es la de comportarse óptimamente en el cálculo de beneficios futuros versus actuales dentro del Orden Racional de las cosas, y pasa a ser contemplada como una capacidad creativa, no sólo causa eficiente disparadora de lo que estaba en potencia: también la capacidad de crear órdenes presentes eventualmente indiferentes a los fines y razones del pasado propios de la libertad racionalista. Esto es dar a la libertad una capacidad poiética: la de generar órdenes en cualquier momento del presente dentro de los cuales los fines y razones del pasado no tienen sentido. Esta interpretación y valoración ascendida de la libertad llevaron a algunos herederos del romanticismo, como Bergson y Thomas Mann, a hablar de la existencia de distintos niveles de temporalidad, aparte del transcurso de los relojes de la objetividad oficial.
Salvador Dalí. La Persistencia de la Memoria (1931).
La discusión contemporánea acerca de la posibilidad de que los computadores puedan o no llegar a alcanzar la inteligencia humana se enmarca en esta tensión entre las dos contenidos más valorados del alma occidental. La metáfora del ordenador ha tenido tanto éxito para describir el propio alma humana porque los ordenadores tienen precisamente alma racional. Esto es, la estructura de von Neumann de la mayoría de los computadores actuales incorpora en su diseño lo esencial de lo que el racionalismo socrático e ilustrado cree que es el alma humana: Un buscador iterativo de máximos y mínimos dentro de unas restricciones definidas a priori, cuya obtención dentro de unos criterios de éxito/fracaso constituye la solución del problema, la certeza, y el Bien Racional. La optimización de los propios recursos internos con vista a la obtención de la solución va siendo también paulatinamente incorporada en algunas máquinas.
Lo fundamental de la disputa entre los que creen que los ordenadores llegarán a pensar y los que creen que la inteligencia humana nunca podrá ser alcanzada por los ordenadores estriba en que para los primeros mente humana es esencialmente racionalidad en el sentido ilustrado, mientras que para los segundos mente humana es algo más que racionalidad. Si prescindimos de los deístas en esta discusión, que piensan que el alma humana dispone de un poder de iluminar lo material que no puede surgir de lo material, ese “algo más” es el alma romántica: capacidad de epifanía expresiva, de contribuir al despliegue del mundo, de poiesis. Para este último grupo, los ordenadores tienen alma socrática, pero no alma romántica, luego son cualitativamente distintos de los humanos. Aunque a diferencia de los deístas, muchos de ellos dejan abierta la posibilidad de que el alma romántica pudiera aparecer asociada a estructuras distintas a la de von Neumann, como pretenden algunos investigadores que aplican el paradigma de sistemas autoorganizativos en Inteligencia Artificial.
La recuperación del tiempo distenso
Algunos autores no occidentales recomiendan no hacer Zen o Yoga como un medio para quitar el estrés o para conseguir cualquier otro fin. Esto es casi una recomendación paradójica para un occidental, porque nuestra cultura valora en extremo las decisiones optimizadas. En ello se trasluce la duradera influencia de la actitud racionalista propuesta por Descartes, Locke y los ilustrados, y que los estados y empresas burocráticos han fomentado sistemáticamente.
La actitud de etiquetar y valorar toda pulsión o movimiento del cuerpo y de la mente como una “capacidad” y un “medio” potencialmente útil para fines superiores es la actitud instrumental característica del racionalismo socrático. El agustinianismo cristiano y luego laico, de Descartes, los protestantes, Locke y Bacon, añade a ella la actiud ascética de “poner a trabajar” (con el “sudor de la frente”) a esos medios con vistas al fin superior llamado “salvación de la comunidad de creyentes” o “bien en la Tierra” o “bien común”. En la práctica, ha sido la organización estatal conducida por sus dos programas (del poder y de desarrollo del capital) el que ha definido, propagado y promovido esos fines superiores. Los análisis de Weber [Weber 1987], Carlos Moya [Moya 1977] y Sánchez Ferlosio [Sanchez Ferlosio 1992], deberían ser suficientes para demostrar esta afirmación. La actitud racionalista, siendo tan arbitraria como otras muchas (por ejemplo la taoísta; o en occidente, la cínica, la epicúrea, la de Montaigne, por poner algunos ejemplos de actitudes “no triunfantes”) se ha propagado y mantenido sin embargo a lo largo de generaciones en amplios grupos sociales. Una de las razones principales de ello es porque ha sido simbiótica desde el principio de su formulación (Descartes) y expansión (siglo XVI y ss.) con los citados programas promovidos por las elites estatales.
En general, la actitud de “poner a trabajar” a la potencialidad instrumental del ser de las cosas-percibidas-por-un-sujeto con vistas a fines predefinidos, es la que produce el “tiempo tenso” que Sánchez Ferlosio achaca a la mayoría de los occidentales [Sanchez Ferlosio 1992]. Desde una actitud que atiende exclusivamente a fines e impulsos definidos desde la experiencia propia y de grupos cercanos, tales fines superiores pueden carecer de valor. Y tal es el caso en la actitud romántica, que recoge y sintetiza las propuestas actitudinales y éticas del epicureísmo antiguo y de Montaigne y en parte Hume [Taylor 1989]. Un “tiempo distenso” es también posible sin embargo, y los románticos y post-románticos vuelven a recuperar esa posibilidad dejada de lado progresivamente desde San Agustín.
Las causas del éxito social de la actitud racionalista parecen claras tras los trabajos citados. Sin embargo, ¿qué condujo a las metáforas románticas a su amplia propagación social y a su incorporación en la cultura contemporánea? Nuestra hipótesis provisional, que dejamos para una posterior investigación es: Los grupos situados fuera de posiciones dirigentes de los dos programas que constituyen el Programa del Progreso no consiguen interpretar todas las consecuencias que perciben como emergiendo de la racionalización de la sociedad, como un Bien General. Consecuencias como por ejemplo la división en clases sociales en lucha y la monopolización de la expresión política y cívica por grupos muy minoritarios de las clases superiores y medias. El romanticismo surgiría pues como una ideología de grupos instruidos pero no triunfadores, y se extendería a clases medias y bajas, así como a grandes sectores de las antiguas clases aristocráticas desbancadas por los nuevos programas de desarrollo social conducidos por las nuevas elites. El mismo concepto de tutelaje de un proceso de desarrollo natural o social es reinterpretado por el romanticismo y post-romanticismo en un sentido desvalorativo. En la misma línea, la fácil identificación oficial entre manera racional de hacer las cosas, tal como se encarna en las instituciones, y progreso automático hacia el Bien General, dominante desde la Revolución Puritana, es atacada y desacreditada por los románticos.
Verdades particulares versus universales
Una importante consecuencia de la valoración romántica dada al expresionismo y a la libertad frente a la verdad, considerada como meramente instrumental, ha sido la revalorización de las verdades particulares de grupo, en contra de la actitud derivada del racionalismo, que ha sido siempre reluctante a las verdades particulares y ha valorado los saberes válidos universalmente.
Para la actitud romántica que trata de incorporar el racionalismo a su expresivismo, supeditándolo a éste, los saberes universales, instrumentales, se pueden implementar pragmáticamente como series de gestos prácticos sin pretensión de que ellos desvelen una verdad universal e independiente de esa epifanía particular que es la relación instrumental con las cosas. Esta epifanía particular que es el saber objetivo puede ser amada por su belleza, por ejemplo, por la hermosa manera como organizan las expectativas de percepciones futuras de nuestro ego en distintas circunstancias.
Se crea pues un amplio hueco para otros saberes grupales, cuya única legitimación es estética (su belleza) y pragmática (la utilidad de su uso práctico). Esto ha conducido a una creciente valorización del relativismo cultural y a la proliferación de movimientos sociales subculturales que en la cultura cristiana de hace unos siglos hubieran sido interpretados como una amenaza al orden por parte de las elites estatales. Incluso los irracionalismos encuentran su lugar como un tipo de epifanía más grupalmente organizada, que se tolera mientras no entre en conflicto con valores más centrales como la Libertad, el Progreso o las prácticas instrumentales.
El interés por las epistemologías orientales y la recuperación del Ser
La tensión que caracteriza al sistema de metáforas ontológicas del hombre occidental desde el romanticismo ha generado también una mayor tolerancia hacia la idea de que hay múltiples bienes y no un único Bien. Ello ha derivado de la dualidad, a veces multiplicidad, de las fuentes del bien en el alma occidental contemporánea y de la conciencia de que ninguna de las actitudes básicas que la componen puede ser sacrificada sin una pérdida. Esta nueva tolerancia posibilitó un acercamiento a las filosofías orientales, que rápidamente se tornó en interés, dados los evidentes puntos de convergencia que se establecen con éstas filosofías tras la revolución romántica.
En efecto, la ontología dominante en occidente durante siglos, el platonismo cristiano, había tendido a fundamentar el Bien sobre la Verdad, y no sobre el Ser. La ecuación sería: Bien igual a Verdad, y Ser (auténtico) fundado sobre la Verdad. Por el contrario, las principales filosofías chinas e hindú tienden a fundamentar la Verdad, así como el Bien, en el Ser y su despliegue. En el taoísmo por ejemplo, es el desplegarse de la vida, como un ser vivo que crece, el que nos va diciendo en cada momento cómo merece la pena vivir, y no el adecuarse a un orden verdadero establecido desde el principio por un Dios trascendente. Estas metáforas ontológicas han lastrado también al teísmo, el deísmo, y las filosofías occidentales secularizadas posteriores, en la forma por ejemplo de la gran máquina universal ilustrada que debe obedecer a unas Leyes de la Naturaleza dictadas a priori.
Desde Montaigne y luego el romanticismo se asiste en cambio a una recuperación de las filosofías que vuelven a fundamentar el Bien y la Verdad en el desplegarse de la vida, y no este desplegarse en los dos primeros. Este cambio de metáforas ontológicas ha sido esencial para la historia de la cultura. En el caso romántico, la nueva importancia ética y epistemológica del desplegarse de la vida va unida a la centralidad que tiene el concepto de sujeto individual, heredado del agustinianismo de los reformistas. Ambas metáforas convergen en la metáfora romántica del expresar la propia profundidad interior. La dignidad del hombre individual no procede sólo de su radical heterogeneidad con respecto a la naturaleza inanimada que le rodea, como pretendía el racionalismo, deísta o naturalista. Más fundamentalmente, deriva de que cada uno de nosotros, con nuestras vidas, somos formas en las que lo vivo tantea e investiga modos de vivir que podrían merecer la pena, y que previamente estaban indefinidos. El Bien y la Verdad son pues revelados por el Ser en su desplegarse, pero ese desplegarse se hace y se entiende a sí mismo como valioso a través de los individuos particulares.
Este fundamentar el Bien y la Verdad en el Ser en su desplegarse, en lugar de fundamentar el Ser en una verdad preestablecida, tiene derivaciones importantes: Una de ellas es que la historia de la humanidad no puede ser ya interpretada con la misma facilidad a partir de un conjunto de reglas de interpretación, o verdades, dadas a priori. Sentimos minadas estas reglas debido a su propia producción histórica y social. Más bien, tendemos a interpretar estas reglas y verdades vigentes en cada momento cultural como producto de ese desplegarse del ser. Ello permite por ejemplo, que estilos de vida del pasado muy diferentes del vigente, dejen de ser interpretados como un caso particular de lo que dice nuestro actual sistema de razones y valores, y tratamos más bien, de entender y encarnar lo que de únicos y entrañables, y por tanto de valorables, tuvieron (o tienen) aquellas formas de vida. Ello ha posibilitado reinterpretaciones como las de Polanyi [Polanyi 1989],, Sahlins [Sahlins 1983],o P. Clastres [Clastres 1981],, de las formas económicas y sociales del pasado, no como formas incompletas de la economía y sociedad actual, ni como formas particulares de lo que hoy entendemos por economía, sino como formas originales y valorables de vivir, en circunstancias distintas de las actuales, cuyos valores culturales y parámetros de felicidad son irreducibles a los nuestros y deben ser entendidos desde sus propios esquemas generadores de su mundo, o dicho de otra manera, desde sus propias posibilidades epifánicas.
Vida en el Paleolítico Superior según http://silviacelia00.blogspot.com.es/2016/10/paleolitico-superior.html
El post-romanticismo
A lo largo del s. XIX, y debido a las contribuciones de las ciencias biológicas y físicas, la naturaleza cuyo impulso percibimos en nuestro interior y la naturaleza que vemos en el exterior aparecen como cada vez más distintas. Esta última es presentada por la ciencia como lejana e indiferente, pero también amoral y a veces cruel para con los deseos e ideales de sus criaturas vivas y de los hombres. La descripción científica y la concepción de naturaleza como fuente de belleza y fundamento moral parecen cada vez más lejanas. La gran corriente de la naturaleza a la que nosotros pertenecemos no se ve ya como algo comprensible, familiar, cercanamente relacionado al yo, y benigno, y es vista cada vez más como vasta, indomable, extraña y amoral. Ese impulso interior en el que Rousseau nos invitaba a concentrarnos deja de ser contemplado como bondadoso.
Hay una tensión hacia un romanticismo menos cercano al providencialismo, y menos panglosiano, bucólico e ingenuo. El pensamiento de Baudelaire y la filosofía de Schopenhauer son para Taylor ejemplos de respuestas a esta tensión. Salvando las distancias, ambas respuestas pueden considerarse formas nuevas de reeditar la respuesta que daba el agustinianismo radical al humanismo cristiano.
Baudelaire, profundamente influido por la idea agustiniana de una naturaleza caída, se rebela de los románticos llamando fea a la naturaleza y a los impulsos corporales, y se vuelve hacia la naturaleza creativa del espíritu humano como salvación de esa fealdad. Afirma un expresivismo cuyos resultados son sometidos siempre a la evaluación de una estética y una razón individual siempre arbitrarias pero que nos permiten construirnos islas de pureza artificial en medio del caos de la naturaleza orgánica.
Paraísos artificiales baudelerianos.
Schopenhauer reinterpreta también el expresivismo romántico de una manera poco complaciente. La naturaleza sigue concibiéndose como una energía que se expresa en nosotros, pero deja de ser fuente del bien. En su obra El mundo como voluntad y representación, nos muestra a la naturaleza como una fuente o Voluntad que se expresa en las cosas, objetivizándose en los difererentes entes percibibles, muchos de ellos capaces de percibir. Esta compulsión cósmica a la actividad y a la interacción, la Voluntad, “se nutre de sí misma” sin contemplaciones para con sus formas momentáneas, que se destruyen unas a las otras mientras tratan de realizar su propias voluntades parciales. Salvaje, ciega e incapaz de satisfacción definitiva, como en el incendio con que la parábola budista identifica a nuestras vidas, nos arrastra al igual que a los demás entes, consumiendo nuestra energía, hacia objetivos arbitrarios en el mejor de los casos, que nunca merecen el esfuerzo sacrificado y que perpetúan el sufrimiento en uno mismo y en los otros.
Como único modo auténtico de escape Schopenhauer propone explícitamente la actitud budista: soslayar en cierto modo la urgencia de la Voluntad, tal como se objetiva en la voluntad de nuestro yo, apagando la pulsión de yo. Lo que queda según el budismo es la presencia plena de una conciencia que percibe sin apegarse a nada.
Otro modo de aquietar la voluntad que Schopenhauer propone es la transfiguración a través del arte. La contemplación artística es aquella capaz de olvidar las relaciones de manipulación que tiene el objeto contemplado con el yo propio. Lo que de este modo captamos según Schopenhauer son las Ideas platónicas, o formas eternas que subyacen bajo los ejemplos particulares que vemos en el mundo de objetivaciones de la voluntad, en sus varios niveles, inorgánico, orgánico o humano. La contemplación artística es análoga para Schopenhauer a la que establece la memoria sobre muchos recuerdos lejanos de infancia que aparecen como idealizados y recubiertos por tintes dorados. Ello sería consecuencia de que sólo recordamos ya la relación pura de percepción de un objeto por un sujeto, pero no la manera concreta como en aquel momento nos tensaba y angustiaba la relación de esos objetos con la propia voluntad, pues otras múltiples expectativas, caprichos y soberbias han constituido a nuestro ego desde entonces. Reproducir en el presente esa relación con las cosas es para Schopenhauer, como para las tradiciones budistas, la clave de la felicidad.
A pesar de la respuesta de Baudelaire y Schopenhauer, mucho ha sobrevivido del expresivismo romántico original. La naturaleza, eso sí, ha dejado de ser la reserva y el origen de lo bueno y de lo bello. Es salvaje, caótica, amoral y arbitraria. Pero sigue siendo la fuente de todas las voluntades, incluida la nuestra, que es lo único con lo que podemos contar cuando actuamos. Y para muchos después de Schopenhauer, renunciar a la naturaleza, separarse de ella, lleva fácilmente a la alienación, al aletargamiento, a una vida insustancial y vacía, al egotismo y a la cobardía. Tal como lo expresa Nietzsche, el principal discípulo -luego renegado- de Schopenhauer, no podemos separarnos de lo “dionisiaco”, tal como fácilmente hacemos en nuestra civilización basada en la razón socrática y cristiana, sin convertir nuestras vidas en insignificantes.
Bergson con su filosofía de la irreductibilidad de la experiencia a la explicación externa y de la duración al tiempo “espacializado” de la explicación física; Heiddegger con su fenomenología y sus influencias diltheianas; Wittgenstein con sus influencias schopenhauerianas; todos ellos hablan desde el alma expresivista del modernismo cuando rechazan la hegemonía de la razón distanciada y el mecanismo universal. Por su parte, Nietzsche no sólo mantiene el concepto de auto-expresión, sino que considera tanto al racionalismo socrático-cartesiano como a las virtudes de origen puritano de la benevolencia y la solidaridad, como estorbos para una autoexpresión no-reactiva de lo viviente, que para él es la clave de una vida más libre y plena.
Las derivaciones contemporáneas de la tensión en el sistema de metáforas
El realzamiento de la importancia de la interioridad, de la atención sobre ella y de sus productos tras el romanticismo y el modernismo lleva asociada una tentación permanente, que es la celebración autocomplaciente de mi profundidad interior, de mi voluntad que la explora, de mi expresión creativa. Tendencialmente eso podría conducir a una cultura de engolados en las que todos se ven y tienden a actuar como dioses. Algo de esto es perceptible en la cultura contemporánea.
Sin embargo, en un mundo cada vez más poblado de otros dioses individuales obligados a establecer relaciones burocráticas entre sí, el choque múltiple de voluntades parciales y el control burocrático de todos por todos, se encarga de deshacer las expresiones individuales de cada uno en particular, por lo que el mantener largo tiempo y en una misma dirección una voluntad expresiva acaba provocando una segura frustración. La dificultad de conciliar el individualismo expresivo con las prácticas racional-burocráticas ha conducido al ensayo de varias actitudes alternativas: (i) Un mantenimiento de la valoración de la voluntad individual de expresión unido a un realzamiento de lo efímero, como en el caso de muchos seguidores de la moda y de las nuevas modas urbanas, entendidas como ética y estética vital; o bien, (ii) ha conducido, en algunos grupos minoritarios, a una relajación de la valoración dada a la voluntad de expresión y a su producto, la expresión, en tanto que mías, y a un realzamiento de una expresión y sus productos más descentrada, grupal y cultural.
Dentro de esta última actitud, que trata de concurrir en y hacia una expresión, los propios objetos materiales pueden ser entendidos como voluntades parciales contribuyendo a la expresión colectiva de nuevas formas de vivir, de sentir y de percibir. Es lo que Taylor [Taylor 1989] identifica en la actitud estética y epistemológica de post-románticos como Ezra Pound o Rainer María Rilke con la denominación de marcos epifánicos.
Como resultado de esta segunda solución, “el centro de gravedad epifánico comienza a ser desplazado desde el yo al flujo de la experiencia, a nuevas formas de unidad, al lenguaje concebido en una variedad de modos” [Taylor 1989].
El ensamblaje de pensamientos, fragmentos culturales, imágenes, recuerdos históricos, que Ezra Pound nos ofrece en sus Cantos con el fin de revelar y hacer surgir una nueva característica oculta, una nueva forma de sentir y entender la realidad, es coherente con la actitud citada.
Heredero del realismo y la anticomplacencia schopenhaueriana, el hombre modernista va tendiendo a ver la propia voluntad de expresión como análoga a cualquier otra voluntad parcial, esto es, como arbitraria y cambiante, como en la imagen de un niño que juega con un insecto, o en la del cuento contado por un idiota de Shakespeare; esta clase de analogía impide apegarse excesivamente a ninguna de sus manifestaciones. Y sin embargo y a la vez, tal voluntad parcial es la contribución de mi existencia única, insustituible e irrepetible, a la epifanía que realizan colectivamente lo viviente y lo inorgánico.
En mayor grado aún, el hombre contemporáneo, tras la experiencia de todo el siglo XX, no es ya tan ingenuo como para confiar en las consecuencias de dejar campar a las voluntades de los yoes individuales ni colectivos, ya sean éstos modelados como almas racionales o románticas; y sin embargo éstas son las dos actitudes básicas con las que cuenta cuando actúa.
La solución de la situación no es fácil. La inconsistencia parcial a la que han derivado las metáforas epistemológicas básicas de nuestra cultura dejan al sistema de metáforas en una situación abierta, y por tanto, potencialmente muy creativa, a diferencia de sistemas metafóricos cerrados como el clásico y el cristiano.
Al menos cuatro líneas de desarrollo son visibles en la actual cultura contemporánea. Algunos contemporáneos se han inclinado por una actitud racional de grupo, como la compartida por la comunidad científica, como guía menos mala de sus vidas, aún aceptando su falta de fundamento definitivo, y la falta de garantía acerca de que sus productos institucionalizados vayan a traer realmente el Bien, esto es, un progreso deseable; pero valorando en especial la capacidad de la Razón de crear mundos artificiales ordenados, un poco a la manera de la actitud de Baudelaire. Otros, como hemos visto, se inclinan hacia formas de epifanía más colectivas y descentradas. Para los sectores más radicales de este grupo, ésto implica la conveniencia de alejarse de la metáfora, hasta hace poco central, de la propia identidad como algo básico, centralmente valioso e imprescindible. Esto implica una exploración de formas de vida y acción que abandonan, aunque sea intermitentemente, la identidad unitaria. Nietzsche fué uno de los primeros en mostrar que el yo puede verse también como una multiplicidad de pulsiones. La narrativa de Joyce puede considerarse un ensayo en esta línea. D.H. Lawrence dió voz también a la propuesta dionisíaca de Nietzsche. Hulme, Musil y Proust ensayaron también posibilidades en esta línea, como ha mostrado Taylor [Taylor 1989]. Y la obra de Proust por su parte, nos muestran cómo la epifanía y su producto, la Verdad que se expresa en ella, no surgen de un objeto en su percepción por un sujeto, sino entre ese acontecimiento y su recurrencia a través de la memoria. Finalmente, una cuarta actitud, socialmente minoritaria, se acercaría al concepto oriental de no-acción como solución del problema o a lo que Nietzsche llamaba nihilismo schopenhaueriano.
Varias de las líneas de desarrollo en filosofía y ciencias humanas más interesantes de las últimas décadas muestran rasgos claramente tributarios de las cuatro posibles líneas de resolución comentadas.
En particular, la Sociología del Conocimiento Científico de Latour [Latour 1991], con sus redes de actantes , o las redes de traducción de Callon [Callon 1994] o la ingeniería heterogénea de Law [Law 1987],y Hughes [Hughes 1987] pueden enmarcarse en lo que hemos descrito como análisis de lo que constituyen los marcos epifánicos, en los que el sujeto individual participa como un contribuyente más junto con artefactos, fuerzas materiales e ideas-guía.
Por otra parte, analizábamos una posibilidad aún más radical, que era la de analizar lo que constituye el proceso epifánico sin centrarse en la contribución unitaria de los yoes participantes, sino más bien en la contribución de las fuerzas que constituyen a los yoes, y a otras (meta)estabilidades objetivas, tal como el proceso del habla. Pues bien, el psicoanálisis lacaniano, el deconstruccionismo sistémico de Mony Elkaïm [Elkaïm 1996], gran parte de los análisis del discurso y deconstructivismos continuadores de Foucault, y que culminan en el post-modernismo, el paradigma autoorganizativo en ciencias humanas y el enactivismo de Varela, todos ellos pueden ser considerados tributarios de esta posibilidad de investigación creativa.
En tercer lugar, la actitud partidaria de explorar hasta sus últimas consecuencias la actitud desapegada racional sigue siendo la más numerosa, pero debe de contar sin embargo con las actitudes alternativas que hemos analizado. Ello se traduce en las llamadas insistentes de este grupo hacia una demarcación de los saberes obtenidos por vía racional con respecto al resto de lo considerado saber. Atlan por ejemplo, enfatiza la necesidad de ser conscientes en cada caso del juego que se está jugando, con el fin de no confundir las ventajas e inconvenientes de los productos obtenibles de distintas actitudes cognitivas. La actitud racional pertenecería a la clase de los games, o juegos de reglas fijas y bien definidas; mientras que la mayoría de las actitudes que hemos llamada con Taylor epifánicas, pertenecerían a la clase de los playing, o juegos no estructurados, en los que las reglas van siendo descubiertas sobre la marcha, en el mejor de los casos.
En efecto, lo importante en la forma de pensar del racionalismo, en su versión cartesiana, es descomponer el problema en proposiciones cada vez más simples hasta llegar a la certeza en cada una de ellas: ello se produciría cuando todas las proposiciones hubieran sido construidas de forma coherente y consistente con las metáforas básicas de la propia cultura, esa “moral superior” de la que hablaba Nietzsche. Como ha mostrado de forma fructífera Lakoff y Johnson [Lakoff y Johnson 1991], los indemostrable últimos en los que puede fundamentarse un constructo teórico axiomatizado pueden ser considerados también como metáforas, pero antes de que existan teorías todo sistema cultural cuenta con metáforas ontológicas y relacionales de todo tipo. Lo que el racionalismo hace es dar por bueno el sistema cultural de metáforas y proyectar cualquier experiencia personal en muchas proposiciones que combinen esas metáforas. Esto se puede hacer aleatoriamente y sin reflexión, pues hay muchas metáforas básicas y muchas maneras de combinar y de seleccionar lo que va a ser combinado. A continuación, la reflexión racional, tal como la propone Descartes, va modificando el conjunto de proposiciones (modificando los modalizadores “si”, “cuando quiera que”, adverbios, adjetivos, …) para ir haciendo al conjunto lo más coherente posible con el sistema de metáforas inicial. El usar una y otra vez el método racional permite explorar todas las posibilidades que tiene un sistema de metáforas dado para guiar nuestra experiencia siempre ambigua hacia certezas.
Sin embargo, en las actitudes que hemos llamado epifánicas, que se vienen utilizando en toda la historia del saber, pero conscientemente sólo desde los románticos, lo más importante no es el jugar únicamente a eso, sino jugar a establecer nuevos marcos: sistemas nuevos de metáforas que relacionen de forma estética y sorprendente experiencias hasta entonces lejanas o disconexas, permitiendo una nueva base para un proceso de descripción de experiencias alternativo, descripción que se podrá hacer al modo racional o de otros modos. El contexto de descubrimiento de Popper se podría ver como una de las formas que asumen las epifanías cuando su producto es una nueva teoría científica o un nuevo paradigma de investigación para describir un campo de fenómenos. La voluntad que mueve esta búsqueda no es la de generar formulaciones que produzcan certeza en cualquier otro “yo” racional que comparta los mismos presupuestos culturales que nosotros, sino más bien generar un nuevo marco de metáforas, dentro de un campo de experiencias por ejemplo, que genere en otros la misma atracción estética hacia “una nueva forma de ver lo mismo” que hay indicios para pensar que merece la pena usar, y dentro del que, intuimos, por algunas de sus consecuencias más visibles, merecerá la pena construir teoremas y saberes mediante procesos racionalizadores y de otro tipo.
Es detectable una demanda social general de obtener soluciones a los problemas, que deriva de las esperanzas despertadas por el programa del Progreso. Ahora bien, esta demanda planteada sobre los especialistas del conocimiento presiona a éstos en la dirección de ensayar nuevos contextos de descubrimiento además de repetir la clase de soluciones habituales. Pero las actitudes tipo playing, que pueden ser consideradas formas de epifanía, son una guía más fértil hacia nuevos sistemas de metáforas potencialmente fructíferos que la construcción de sistemas de metáforas isomorfas con las que han sido ya ensayadas.
Los marcos epifánicos aparecen pues instalados en el corazón mismo, no sólo de la cultura, sino de la propia racionalidad occidental.
Referencias
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· García-Olivares, A., 1997, Sobre el cambio de metáforas en la transición feudalismo-capitalismo, a ser publicado. Véase: García-Olivares 2011, El Programa del Progreso en Occidente, Intersticios 5 (2), 63-84.
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· Moya, Carlos, De la Ciudad y de su Razón, Cupsa Ed., 1977
· Polanyi, K., La gran transformación. De. La Piqueta. Madrid, 1989.
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· Schopenhauer, A., El mundo como voluntad y representación. Ed. Porrúa, Mexico 1987.
· Taylor, Charles, Sources of the Self, Cambridge University Press, 1989. La edición traducida ha sido publicada en 1997 por Paidós, con el título: Fuentes del yo.
· Sanchez Ferlosio, Rafael, 1992, Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado, en Ensayos y artículos II, Destino, Barcelona
· Weber, M., Economía y Sociedad. De. Fondo de Cultura Económica, Mexico 1987.
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